Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País | 15 de septiembre de 2014
El
Estado Islámico (EI, o ISIS en sus siglas en inglés) es ya la organización
terrorista mejor financiada y más peligrosa de la historia. Si no se contiene,
pondrá en peligro el futuro de Irak y tal vez arrastre a la guerra a todo
Oriente Próximo. Su ascenso crea nuevas amenazas para Occidente y es un desafío
que va a poner a prueba el liderazgo de Estados Unidos y la voluntad de
colaboración de unos Gobiernos con pocas cosas en común aparte de una profunda
preocupación por lo que estos terroristas puedan hacer a continuación.
La
supervivencia de Irak depende de su capacidad para atraer inversiones
extranjeras, en la industria del petróleo y en otros sectores capaces de crear
los puestos de trabajo necesarios para construir una clase media moderna. Pero
la facilidad del EI para impedir que el Gobierno chií de Bagdad gobierne
amplias franjas de territorio de mayoría suní en el centro y el norte del país
hace que sea casi imposible. A la larga, la amenaza del EI puede animar a los
kurdos a defenderse por su cuenta, lo que, en la práctica, supondría la
partición del país. Ningún Gobierno de unidad en Irak puede hacer frente al EI
sin ayuda. Además, el grupo ha obtenido también victorias en Siria, y atraviesa
sin dificultad, en una y otra dirección, la frontera entre ambos países.
El
EI puede llegar a ser también una amenaza para todo Oriente Próximo, porque el
grupo atrae a reclutas de toda la región que algún día volverán a sus
respectivos países para enfrentarse a sus propios Gobiernos. La agitación que
sacudió la región a comienzos de 2011, la primavera árabe, ofreció
oportunidades a millones de personas que vivían tradicionalmente excluidas del
proceso político, tanto islamistas radicales como otros que aspiraban a vivir
en un Oriente Próximo más moderno.
Cuando
Mohamed Morsi, de los Hermanos Musulmanes, fue elegido presidente de Egipto en
junio de 2012, algunos pensaron que había llegado la hora de que la democracia
promoviera los intereses de los fundamentalistas religiosos. Pero, cuando el
Ejército egipcio derrocó y detuvo a Morsi un año después, los activistas más
radicales decidieron dejar de lado la política y recurrir a la violencia.
Entonces quedó claro que la primavera árabe ha fortalecido más a los radicales
que a los moderados. El Estado Islámico se ha convertido en un polo de
atracción para esos luchadores insatisfechos. Al principio servía a los
intereses de los Gobiernos suníes de la región, empeñados en desestabilizar al
Gobierno chií de Irak para que Irán no tuviera un aliado poderoso. Hoy
constituye un gran problema que puede acabar arrastrando a las potencias de la
zona a una guerra indirecta cada vez más peligrosa.
El
EI es también una amenaza para Occidente, porque, como hemos sabido en las
últimas semanas, un número aterrador de sus miembros poseen pasaportes europeos
y algunos, estadounidenses. Las autoridades europeas y norteamericanas trabajan
sin descanso para vigilar los movimientos de esas personas e impedir que, con
el dinero del que disponen, cometan atentados terroristas en los países
occidentales, pero es un riesgo que aumentará en los próximos años.
¿Qué
podemos hacer? La única superpotencia militar del mundo tiene un papel crucial.
Sin el liderazgo de Estados Unidos será imposible coordinar una acción
multilateral. Hasta ahora, Obama ha resistido con prudencia las presiones para
hacer algo más serio que arrojar unas bombas y alejar al EI de objetivos
fundamentales en Irak. Si Estados Unidos lanza una respuesta militar a gran
escala, otros países se sentirán menos empujados a contribuir al
desmantelamiento del EI: ésa es la base de la “estrategia sin estrategia” de
Obama.
Lo
que tiene que hacer Washington es construir una coalición informal y discreta
que incluya a los iraquíes —chiíes, suníes y kurdos— y a aliados europeos como
Francia, Gran Bretaña y Alemania. Turquía puede ayudar. Se puede convencer a
Qatar de que deje de aportar gran parte del dinero que recibe el EI. Ahora
bien, el éxito duradero dependerá de lo que hagan los dos grandes rivales de la
región, Irán y Arabia Saudí. El EI es un grave problema para Irán, pero la
República Islámica no va a alinearse en público con ninguna campaña militar
dirigida por Washington. Cualquier colaboración temporal deberá ser limitada y
discreta.
Estados
Unidos necesitará también la ayuda de los saudíes, que se resistirán a estar en
la misma coalición —aunque sea informal— que Irán. Sin embargo, los dos han
cooperado en otras ocasiones ante los problemas de seguridad que planteaba
Irak, es decir, Sadam Husein. Si Obama logra convencer a Riad de que no ha
tomado partido por los chiíes y se compromete a contener la amenaza que puede
representar Irán para la región, la cooperación saudí será fundamental para
acabar con el EI de raíz.
Lo
irónico es que Estados Unidos necesitará a otro socio más. No hace mucho que
Obama amenazaba con bombardear al sirio Bachar el Asad. Con la presencia del EI
en su país y la necesidad de atacar desde todos los flancos, la ayuda de El
Asad va a ser crucial, aunque ninguna de las partes lo reconozca.
Todo
esto tiene algo bueno para Obama: es muy probable que esta crisis saque a la
luz sus cualidades. El presidente, famoso por su aversión a los riesgos, no
puede permitirse abordar el problema de frente, sino que debe emplear la
paciencia y la astucia para construir esa coalición multinacional y discreta.
Debemos
tener claro que Irán y Arabia Saudí, socios fundamentales en esta campaña, no
van a comprometerse públicamente a cooperar con Estados Unidos. Su aportación
se limitará a coordinar, sin supeditarse a las directrices estadounidenses, y
solo colaborarán entre bastidores. No obstante, ambos saben que el Estado
Islámico puede acabar poniéndoles en peligro, y eso será un incentivo para
sumarse, al menos en privado, a lo que sin duda será una larga lucha.
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