ABC
| 12 de octubre de 2015..
La
historia, como la vida, es un continuo devenir en el que personas anónimas y
hechos cotidianos, con una sucesión más o menos lenta, llenan el tiempo y el
espacio. Tiempo y espacio que, a veces, se acelera o toma un rumbo distinto
cuando personajes sobresalientes o sucesos inesperados cambian de alguna forma
las sociedades y las ideas. Es difícil que unos y otros coincidan, pero ha
habido momentos casi mágicos en que pueden producirse y entonces el mundo
entero entra en una nueva dinámica. Uno de ellos fue el año 1492. En ese año se
produce en España una conjunción de acontecimientos militares, políticos,
técnicos y culturales que no solo cambian el destino de nuestro país, sino el
de buena parte de la humanidad. El primero de ellos ocurre el 2 de enero
cuando, tras la caída de Granada, termina un largo proceso bélico que fue
forjando el carácter hispánico. El segundo se pone en marcha el 2 de agosto, al
partir tres naves de un pequeño puerto de Huelva en una expedición casi suicida
hacia el Atlántico en busca de las codiciadas especias, y el 12 de octubre
recalan en una desconocida isla del archipiélago de las Bahamas llamada
Guanahaní.
El tercero tiene lugar el 18 de agosto, fecha en la que sale de una
imprenta salmantina La Gramática de la Lengua Castellana de Nebrija como
evolución de las lenguas romances. Una obra en la que el autor cree necesario
comunicar a sus contemporáneos la personalidad que ha llegado a alcanzar la
lengua castellana y la anuncia como un instrumento necesario para una expansión
imperial de Castilla. En el prólogo de su libro, dedicado a la Reina Isabel,
dice textualmente «que siempre fue la lengua compañera del imperio». Nada más
premonitorio y más certero, que imprime al castellano un valor universal al
convertirse en el idioma del imperio atlántico español que se inicia en ese
momento.
En
efecto, después del 12 de octubre, desde esa pequeña isla a la que llegaron
Colón y sus hombres, la Corona española inicia un avance imparable en el que va
anexionando tierras, pueblos y mares. En un periodo de poco más de medio siglo
los españoles ocuparon un espacio de unos 16 millones de kilómetros cuadrados,
desde lo que hoy es el sur de los EE.UU. hasta la Patagonia, por donde pudieron
penetrar en otro gran océano, el Pacífico, y asentarse en Filipinas. Para
mantener los nuevos territorios se crearon diferentes órganos administrativos,
como los virreinatos y las audiencias, a los que se dotó de una serie de
funcionarios competentes; se permitió a las órdenes religiosas que
intervinieran desde el primer momento, y se convirtieron en los primeros
motores de ayuda a los indígenas –piénsese en un Montesinos, un Las Casas, un
Sahagún o un Toribio de Benavente–, hasta el punto de hacer a los Reyes
cuestionarse la legalidad de sus conquistas y crear una Junta en la que se
discutió acaloradamente, por primera y única vez, una cuestión de ese tipo; se
redactaron leyes especiales para los indios, se edificaron catedrales,
conventos, universidades, una casa de la moneda, y se impulsó el comienzo de la
imprenta; comenzó una emigración y se permitieron las uniones mixtas,
iniciándose un mestizaje que Vasconcelos bautizó como «raza cósmica»; y se creó
un sistema regular de flotas a través del Atlántico que mantuvo unida las dos
orillas con un singular comercio que abastecía las nuevas tierras con productos
españoles y de toda Europa, cuyo precio se cobraba en plata que iba llegando en
abundancia creciente, hasta el punto de que cambió la economía mundial. Los
hombres de ida y vuelta que llevaban productos de consumo a cambio del
codiciado metal y productos tintóreos trasladaron también de una orilla a otra
costumbres, devociones, cultura.
Todo
ello no fue en absoluto una tarea fácil ni desinteresada. Nada es blanco ni
negro, sino que se desenvuelve en una gama de grises más o menos intensos según
el momento y los protagonistas. No se puede negar que en todo este largo y
complicado proceso hubo abusos y desmanes de todo tipo, como ocurre en
cualquier colonización que dura casi cuatro siglos, pero ese largo proceso
produjo una aculturación pocas veces conseguida, y es lo que con el tiempo
configuraría el fenómeno conocido como hispanismo, en el que intelectuales de
muy diversa orientación –Maeztu, Américo Castro, Ángel Mª de Labra, Salvador de
Madariaga o Menéndez Pidal–, por citar solo a algunos de los más destacados de
ambas orillas, coinciden en que hay tres cuestiones que lo conforman: raza,
religión y lengua. Sin embargo, ya en el periodo de entreguerras, D. Rafael
Altamira Crevea, que viajó largamente por toda Sudamérica, consideraba que el
hispanismo está constituido por algo más que estos tres elementos, e incorpora
otros, como la emigración, la identidad cultural o la expansión literaria. No
se trata ya solo de creencias o ideologías, sino de algo vivo que evoluciona
día a día y que se proyecta hacia el futuro. Nace así el concepto de
Hispanidad. Algo sublime que nos hermana con más de 500 millones de personas de
distinta raza, religión e ideología que usamos un lenguaje común. Algo que
muchos españoles desconocen –cuando no se avergüenzan– porque se ha enseñado
mal en las escuelas, en los institutos y en las universidades.
Nuevamente
ha tenido que ser la Corona –que siempre ha mostrado un interés especial por el
continente americano, representada esta vez por S. M. el Rey Felipe VI– la que,
en su último viaje a los EE.UU., ha resaltado la riqueza de pertenecer a dos
distintas civilizaciones y conocer dos idiomas, como le ocurre a una inmensa
población norteamericana que ocupa unos muy vastos territorios –perfectamente
marcados en este mismo periódico el día 18 del pasado mes de septiembre– que
comenzaron a ser poblados por españoles a principios del siglo XVI. No en vano,
San Agustín de la Florida, fundada en 1565 por Pedro Menéndez de Avilés, es la
ciudad más antigua de todos los EE.UU.
Fue
Ramiro de Maeztu quien lanzó la feliz idea, en un artículo, publicado en 1931
en la revista Acción Española, titulado «La Hispanidad», que comenzaba con
estas palabras: «El 12 de octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser
en lo sucesivo el Día de la Hispanidad…». Y así se le llamó desde 1935 durante
muchos años. Pero el uso, abuso y aprovechamiento que del término hizo la
dictadura para sus propios fines sin ningún afán pedagógico provocó un rechazo
colectivo, y en 1987 se dicta una ley por la que se le da al 12 de octubre el
nombre de Fiesta Nacional de España.
Y
mi pregunta es: ¿por qué Fiesta Nacional de España? No somos solo nosotros los
que celebramos el 12 de octubre precisamente por ser el día de la Hispanidad.
Casi todos los países americanos, incluyendo distintos territorios de América
del Norte, celebran esa misma fiesta, con ese mismo motivo. ¿Por qué no
celebrarla juntos? Creo que ya está bien de complejos absurdos y que es hora de
olvidar la mendaz, arcaica y superada leyenda negra, leer más a Domínguez
Ortiz, Elliott o Thomas, por citar nombres ilustres y reconocidos, y admitir de
una vez que no podemos olvidarnos y mucho menos avergonzarnos de lo más
importante que hemos hecho a lo largo de nuestra Historia, y que es lo único
que nos sigue manteniendo entre las primeras potencias del mundo. Un futuro
unido a nuestros hermanos americanos creo que es lo que de verdad puede salvar
nuestra identidad en este mundo cambiante y convulso.
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