La memoria como política pública/Ricard Vinyes, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Su último libro es El daño y la memoria
Publicado en EL PAÍS (www.elpais.com), 07/01/09;
Los Gobiernos que han desarrollado políticas públicas de memoria -pero también buena parte de instituciones y movimientos memoriales- han promovido un modelo canónico fundado y sostenido en un principio imperativo, el deber de memoria, el imperativo de memoria. Un modelo del cual derivan al menos dos consecuencias. Primera, el establecimiento de un relato transmisible único, impermeable en su lógica interna, cartesiano, que el ciudadano tiene el supuesto deber moral de saber y transmitir de manera idéntica a como lo ha recibido, una forma de transmisión propia de cualquier confesión religiosa.
La segunda consecuencia de ese imperativo moral consiste en establecer el daño y sufrimiento generados en el individuo como el activo esencial de la memoria transmisible, su capital y su guión. Sin embargo, el dolor, el sufrimiento, no es un valor, es una experiencia. El dolor causado por el terror de Estado forma parte de la experiencia histórica de los procesos de democratización, y debe ser conocido por la vulneración que significa de los derechos a las personas. Pero situar el dolor generado por el terror de Estado y las dictaduras en el centro de una política pública de memoria conlleva un corolario preocupante: la constitución del sufrimiento en un principio de autoridad sustitutivo de la razón. ¿Deberíamos llamarlo biologismo memorial?
Además, resulta un magnífico instrumento de pacificación para los conflictos entre memorias, puesto que situar en el centro del discurso el sujeto víctima, permite agitar la doctrina de los dos demonios, ahora llamada también “memoria completa”, para finalmente practicar la impunidad equitativa, prescindiendo de toda causalidad histórica en una suerte de positivismo del dolor y el daño. Por poner un ejemplo, eso es lo que instaura el capítulo 4 de la Ley de Memoria Histórica al establecer el certificado de víctima. El presidente del Gobierno sintetizó maravillosamente bien, en sede parlamentaria, la utilidad de la víctima: “Recordemos a las víctimas, permitamos que recuperen los derechos que no han tenido y arrojemos al olvido a aquellos que promovieron esa tragedia en nuestro país”. ¿Cabe preguntarse de qué derechos fueron privados los miembros de la Brigada Político Social? ¿Tendrá Melitón Manzanas su certificado? Al fin y al cabo fue asesinado por poner en práctica sus ideas.
Considerar la memoria como un deber moral, o considerar el olvido como un imperativo político y civil -como a menudo se nos repite impúdicamente hasta el cansancio- genera un elemento de coerción, pero sobre todo crea un dilema al plantear la opción entre olvido y recuerdo: ¿Es preciso recordar, o es preciso olvidar?
Lo preocupante de ese dilema es que reduce la cuestión a una opción estrictamente individual, y en consecuencia exime de responsabilidad a la Administración, porque la decisión -de olvidar, o de recordar, no importa- queda reducida a la más estricta intimidad por lo que no puede haber actuación pública, tan sólo inhibición. En conclusión, la mejor política pública es la que no existe, una sentencia repetida con arrogancia en los últimos años, precisamente cuando ha aparecido el reclamo de esa política.
Ahora bien, el esfuerzo de una parte de la ciudadanía para conseguir relaciones sociales equitativas y democráticas, los valores de esos procesos de democratización, la práctica violenta de las dictaduras y el terror del Estado para impedirlos, constituyen un patrimonio, el patrimonio ético de la sociedad democrática. El reconocimiento de ese patrimonio y la demanda de transmisión del mismo instituye la memoria democrática, y la constituye en un derecho civil que funda un ámbito de responsabilidad política en el Gobierno: garantizar a los ciudadanos el ejercicio de ese derecho con una política pública de la memoria, no instaurando una memoria pública. La primera, la política pública, debe ser garantista, proteger un derecho y estimular su ejercicio. La segunda, la memoria pública, se construye en el debate político, social y cultural que produce la sociedad en cada coyuntura, y una de las funciones de la política pública es garantizar el acceso de la ciudadanía a la confección de la memoria pública.
Ese derecho civil no está circunscrito a la posibilidad de leer libros espléndidos escritos por nuestros intelectuales desde distintas ramas del saber, ni se limita al conocimiento histórico que se introduce a las escuelas, si bien ambos son sin duda necesarios. Lo que requiere es situar en el espacio público la presencia y el ejercicio de ese derecho, explicitarlo y regularlo, estableciendo como norma primera que hay una línea infranqueable, la que separa democracia y franquismo, democracia y dictadura. Pero ésa es una frontera que a menudo el Estado democrático no ha respetado, creando un modelo de impunidad propio, derivado del particular trayecto cronológico, del ordenamiento jurídico procedente de la amnistía de 1977 y de la evolución política, social y cultural del país, que han vinculado la expresión impunidad a la negativa del Estado de destruir jurídica y políticamente la vigencia legal de los consejos de guerra y sentencias emitidas por los tribunales especiales de la dictadura, además de establecer el criterio de equiparación moral entre sublevados y leales a la Constitución de 1931, o entre servidores y colaboradores de la dictadura con los opositores a ella. Es así que el reclamo contra la impunidad en España observamos que está desprovisto de vocación o voluntad jurídica, y sí tiene en cambio un esencial, conflictivo e incómodo contenido ético-político. Una incomodidad que ha impedido la elaboración de una política pública de reparación integral, memorial y social, puesto que en realidad tan sólo se han decretado leyes y órdenes de beneficios limitados a determinados grupos de afectados, sin más objetivo que mostrar la simetría justa entre víctimas con leyes y dispositivos de alta densidad simbólica.
Una política pública es la combinación de tres elementos: un objetivo, un programa y un instrumento. El objetivo consiste en asumir como patrimonio de la nación los esfuerzos, valores y conflictos que han hecho posible la democratización de la sociedad y sobre los cuales se sostienen sus expresiones institucionales. El programa son las actuaciones diversas destinadas a preservar, estimular y garantizar la transmisión de ese patrimonio. El instrumento es la institución pública que tiene el mandato de garantizar los objetivos, crear el programa y desarrollarlo.
Una política pública de la memoria democrática parte de una afirmación empírica contrastada: el daño causado por la dictadura es irreparable. Nada puede reparar lo sucedido en la esfera individual, social o institucional, porque lo sucedido ha dejado marca y señal por siempre más en cualquiera de los niveles de la sociedad. La afirmación de irreparabilidad, además de ser un dato empírico procedente de distintas disciplinas, constituye un fundamento ético, las consecuencias del cual Primo Levi expresó con extrema claridad. Y la principal de ellas es que frente a lo irreparable el perdón carece de sentido. No lo tiene ni la demanda de perdón por parte del Estado, ni la concesión que pueda hacer la sociedad afectada. No hay nada que perdonar ni nada que vengar. El daño causado por la dictadura de un Estado que hizo de la violencia su primer valor y su práctica permanente, ha tenido unas consecuencias y un legado sencillamente imperdonables, tan sólo puede ser explicado, reconocido y asumido. Y asumir significa establecer una política pública de memoria que garantice a los ciudadanos reconocer el patrimonio democrático que históricamente han generado, y acceder al mismo con garantías.
La segunda consecuencia de ese imperativo moral consiste en establecer el daño y sufrimiento generados en el individuo como el activo esencial de la memoria transmisible, su capital y su guión. Sin embargo, el dolor, el sufrimiento, no es un valor, es una experiencia. El dolor causado por el terror de Estado forma parte de la experiencia histórica de los procesos de democratización, y debe ser conocido por la vulneración que significa de los derechos a las personas. Pero situar el dolor generado por el terror de Estado y las dictaduras en el centro de una política pública de memoria conlleva un corolario preocupante: la constitución del sufrimiento en un principio de autoridad sustitutivo de la razón. ¿Deberíamos llamarlo biologismo memorial?
Además, resulta un magnífico instrumento de pacificación para los conflictos entre memorias, puesto que situar en el centro del discurso el sujeto víctima, permite agitar la doctrina de los dos demonios, ahora llamada también “memoria completa”, para finalmente practicar la impunidad equitativa, prescindiendo de toda causalidad histórica en una suerte de positivismo del dolor y el daño. Por poner un ejemplo, eso es lo que instaura el capítulo 4 de la Ley de Memoria Histórica al establecer el certificado de víctima. El presidente del Gobierno sintetizó maravillosamente bien, en sede parlamentaria, la utilidad de la víctima: “Recordemos a las víctimas, permitamos que recuperen los derechos que no han tenido y arrojemos al olvido a aquellos que promovieron esa tragedia en nuestro país”. ¿Cabe preguntarse de qué derechos fueron privados los miembros de la Brigada Político Social? ¿Tendrá Melitón Manzanas su certificado? Al fin y al cabo fue asesinado por poner en práctica sus ideas.
Considerar la memoria como un deber moral, o considerar el olvido como un imperativo político y civil -como a menudo se nos repite impúdicamente hasta el cansancio- genera un elemento de coerción, pero sobre todo crea un dilema al plantear la opción entre olvido y recuerdo: ¿Es preciso recordar, o es preciso olvidar?
Lo preocupante de ese dilema es que reduce la cuestión a una opción estrictamente individual, y en consecuencia exime de responsabilidad a la Administración, porque la decisión -de olvidar, o de recordar, no importa- queda reducida a la más estricta intimidad por lo que no puede haber actuación pública, tan sólo inhibición. En conclusión, la mejor política pública es la que no existe, una sentencia repetida con arrogancia en los últimos años, precisamente cuando ha aparecido el reclamo de esa política.
Ahora bien, el esfuerzo de una parte de la ciudadanía para conseguir relaciones sociales equitativas y democráticas, los valores de esos procesos de democratización, la práctica violenta de las dictaduras y el terror del Estado para impedirlos, constituyen un patrimonio, el patrimonio ético de la sociedad democrática. El reconocimiento de ese patrimonio y la demanda de transmisión del mismo instituye la memoria democrática, y la constituye en un derecho civil que funda un ámbito de responsabilidad política en el Gobierno: garantizar a los ciudadanos el ejercicio de ese derecho con una política pública de la memoria, no instaurando una memoria pública. La primera, la política pública, debe ser garantista, proteger un derecho y estimular su ejercicio. La segunda, la memoria pública, se construye en el debate político, social y cultural que produce la sociedad en cada coyuntura, y una de las funciones de la política pública es garantizar el acceso de la ciudadanía a la confección de la memoria pública.
Ese derecho civil no está circunscrito a la posibilidad de leer libros espléndidos escritos por nuestros intelectuales desde distintas ramas del saber, ni se limita al conocimiento histórico que se introduce a las escuelas, si bien ambos son sin duda necesarios. Lo que requiere es situar en el espacio público la presencia y el ejercicio de ese derecho, explicitarlo y regularlo, estableciendo como norma primera que hay una línea infranqueable, la que separa democracia y franquismo, democracia y dictadura. Pero ésa es una frontera que a menudo el Estado democrático no ha respetado, creando un modelo de impunidad propio, derivado del particular trayecto cronológico, del ordenamiento jurídico procedente de la amnistía de 1977 y de la evolución política, social y cultural del país, que han vinculado la expresión impunidad a la negativa del Estado de destruir jurídica y políticamente la vigencia legal de los consejos de guerra y sentencias emitidas por los tribunales especiales de la dictadura, además de establecer el criterio de equiparación moral entre sublevados y leales a la Constitución de 1931, o entre servidores y colaboradores de la dictadura con los opositores a ella. Es así que el reclamo contra la impunidad en España observamos que está desprovisto de vocación o voluntad jurídica, y sí tiene en cambio un esencial, conflictivo e incómodo contenido ético-político. Una incomodidad que ha impedido la elaboración de una política pública de reparación integral, memorial y social, puesto que en realidad tan sólo se han decretado leyes y órdenes de beneficios limitados a determinados grupos de afectados, sin más objetivo que mostrar la simetría justa entre víctimas con leyes y dispositivos de alta densidad simbólica.
Una política pública es la combinación de tres elementos: un objetivo, un programa y un instrumento. El objetivo consiste en asumir como patrimonio de la nación los esfuerzos, valores y conflictos que han hecho posible la democratización de la sociedad y sobre los cuales se sostienen sus expresiones institucionales. El programa son las actuaciones diversas destinadas a preservar, estimular y garantizar la transmisión de ese patrimonio. El instrumento es la institución pública que tiene el mandato de garantizar los objetivos, crear el programa y desarrollarlo.
Una política pública de la memoria democrática parte de una afirmación empírica contrastada: el daño causado por la dictadura es irreparable. Nada puede reparar lo sucedido en la esfera individual, social o institucional, porque lo sucedido ha dejado marca y señal por siempre más en cualquiera de los niveles de la sociedad. La afirmación de irreparabilidad, además de ser un dato empírico procedente de distintas disciplinas, constituye un fundamento ético, las consecuencias del cual Primo Levi expresó con extrema claridad. Y la principal de ellas es que frente a lo irreparable el perdón carece de sentido. No lo tiene ni la demanda de perdón por parte del Estado, ni la concesión que pueda hacer la sociedad afectada. No hay nada que perdonar ni nada que vengar. El daño causado por la dictadura de un Estado que hizo de la violencia su primer valor y su práctica permanente, ha tenido unas consecuencias y un legado sencillamente imperdonables, tan sólo puede ser explicado, reconocido y asumido. Y asumir significa establecer una política pública de memoria que garantice a los ciudadanos reconocer el patrimonio democrático que históricamente han generado, y acceder al mismo con garantías.
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