El
gusto por lo corto/Luis Magrinyà, escritor.
El
País | 1 de noviembre de 2014
Hay
una serie de preposiciones que, no sabemos por qué, aunque seguro que no es por
el principio de economía, solemos evitar en la lengua diaria, decantándonos por
locuciones de significado equivalente pero con mayor número de sílabas.
Normalmente, cuando hablamos, no decimos tras, bajo ni ante a no ser en usos
fijos o específicos, sino otras fórmulas compuestas de tres o más sílabas
(detrás de; después de, al cabo de, dentro de; debajo de; delante de) que, no nos
pregunten tampoco por qué, suelen incluir la preposición de, sin duda una de
nuestras favoritas.
el-gusto-por-lo-cortoCuando
decimos lengua diaria no nos estamos refiriendo realmente a la lengua
coloquial. Éste es un nivel que establece oposición efectiva con el nivel
formal, culto o literario: si coloquialmente decimos “p’alante”, o nos
olvidamos el “de” cuando “nos damos cuenta que” o el “en” cuando “nos fijamos
que”, o llamamos a nuestro interlocutor cada dos por tres “tío” o “tía”, o no
terminamos las frases, o nos liamos “mogollón”, del mismo modo evitamos este
tipo de abandonos cuando nos ponemos a escribir o a hablar en público o en
situaciones formales. No es el caso de las locuciones preposicionales
mencionadas en el párrafo de arriba: no hay en ellas nada que nos reprima de
utilizarlas en contextos no familiares. Podemos perfectamente decir debajo de y
ni siquiera pensar que estamos salvando el honor. Y, sin embargo, algo se
activa en nuestra conciencia y de pronto nos ponemos a decir bajo.
No
nos referimos, evidentemente, a casos en los que no sea posible la variación:
“bajo cero”, “bajo seudónimo”, “bajo amenaza”, “bajo el efecto” etc. son
siempre bajo, y no debajo de, en casa o fuera de ella. La elección se presenta
cuando tenemos que referirnos literalmente a un espacio situado a nivel
inferior que otro. Es entonces cuando nos acecha ominosamente ese bajo, más
corto y al mismo tiempo tan seductor. Por supuesto no es incorrecto utilizarlo,
pero a veces parece que la corrección puede crear extrañas distorsiones
estilísticas. El efecto es tanto más acusado cuanto más casera sea la realidad
a la que nos referimos en el enunciado:
“…
el periodista recogió los documentos, miró a su alrededor y, levantándose con
presteza, fue a meterlos bajo el sofá” (Arturo Pérez Reverte, El maestro de
esgrima (1988), Alfaguara, Madrid, 1995, p. 200).
“Said
ha depositado bajo la silla una palangana llena de carbones encendidos e
incienso” (Alejandro Jodorowsky, La danza de la realidad, Siruela, Madrid,
2001, p. 330).
“Los
fogones: No deben estar bajo la ventana ni cerca de los grifos” (Mariano Bueno,
El libro práctico de la casa sana, RBA, Barcelona, 2004, p. 84).
“Tengo
que poner las zapatillas bajo la cama, comprobar que las persianas cierran, que
la ducha tiene un chorro decente” (Margaret Mazzantini, La palabra más hermosa,
Lumen, Barcelona, 2010, trad. de Roberto Falcó Miramontes, Google Libros).
En
un pequeño universo de muebles y enseres domésticos, ¿quién dice que pone una
cosa bajo el sofá, bajo la silla, bajo la ventana? ¿Pone alguien las zapatillas
bajo la cama? Nos tememos que no. Solemos poner todas esas cosas debajo de. El
efecto suena incluso más violento, independientemente ahora de la realidad
designada, cuando la preposición se inscribe en un contexto (ahora sí)
claramente coloquial:
“Pues
a ti te toca resolver la papela, que yo voy a esconderme bajo el piano” (Miguel
Romero Esteo, El vodevil de la pálida, pálida, pálida, pálida rosa,
Fundamentos, Madrid, 1979, p. 100).
“Después
ya nada me importará y si el casero me pone la maleta en la calle iré a dormir
bajo un puente, si llega el caso” (Francisco Miranda de Rojas, Amarillo limón,
Huerga y Fierro, Madrid, 2002, p. 79).
“El
Gobierno acusa al PP y a CiU de ‘hacer manitas bajo la mesa’” (titular, Diario
de Mallorca, 21/IX/09).
O
hablamos coloquialmente, o no lo hacemos. Estas mezcolanzas resultan algo
sospechosas: ¿por un lado resolvemos “la papela” pero por otro nos escondemos
“bajo el piano”? ¿Todo en la misma frase? Y… ¡las manitas se hacen (por) debajo
de la mesa!
Otra
preposición, más breve aún, que es víctima del mismo proceso, es tras.
Nuevamente debemos decir que no nos referimos a usos obligados como “día tras
día” o “tras la pista”, sino a aquellos en los que se permite variación, es
decir, a aquellos en que podemos elegir después de o al cabo de cuando encabeza
un complemento circunstancial de tiempo, o detrás de cuando el complemento es
de lugar.
Tiempo:
“Corta
el calabacín en rodajas y, tras pasarlas por harina, fríelas en abundante
aceite” (Karlos Arguiñano, 1069 recetas, Asegarce/Debate, Barcelona, 1996, p
221): después de.
“Ahí
se inmutó un poco, pero tras un segundo contestó con naturalidad” (Alicia
Giménez Barlett, Serpientes en el Paraíso, Planeta, Barcelona, 2002, p. 69): al
cabo de.
“…
me acosté tras escribir la última línea y he dormido como ninguna de las noches
pasadas” (Gregorio Salvador Caja, El eje del compás, Planeta, Barcelona, 2002,
p. 342): después de.
“Felicítate
tras cada esfuerzo, tras cada logro importante, anímate a ti mismo” (Bernabé
Tierno, Vivir en familia. El oficio de ser padres, San Pablo, Madrid, 2004, p.
128): después de.
“España
es tras Japón el país más ruidoso del mundo” (Mariano Bueno, El libro práctico
de la casa sana, RBA, Barcelona, 2004, p. 126): ¡después de, detrás de, por el
amor de Dios!
Y
ahora lugar (detrás de):
“…
y tras la ropa apareció el cuerpo de ella, desnudo y con mil heridas” (Ramón
Ayerra, La lucha inútil, Debate, Madrid, 1984, p. 81).
“Andamos
por caminos de tierra y a los costados, tras las alambradas, los campos se
suceden altos y bajos” (Yuyu Germán, El país de las estancias, Emecé, Buenos
Aires, 1999, p. 135).
“Si
bien la fachada no era del todo visible tras la vegetación, las puertas y
ventanas parecían estar siempre cerradas” (César Aira, Varamo, Anagrama,
Barcelona, 2002, p. 84).
“Escondida
tras unos helechos vio la silueta de la doctora en la tenue luz de la luna”
(Isabel Allende, La Ciudad de las Bestias, Montena, Barcelona, 2002, p. 270).
Así,
aisladamente, no parece que haya demasiado que reprochar a la mayoría de estos
ejemplos literarios. Pero sorprende la cantidad de tras que pueden llegar a
aparecer en el curso de un escrito una vez le ha picado a uno el gusanillo. Si
ya no es frecuente decir tras en la lengua diaria, leerlo repetidamente a lo
largo de un texto crea un efecto general de pretenciosa violencia, pues uno
vuelve a preguntarse por qué querrá marcar el autor las distancias −es decir,
marcar su estilo− sirviéndose
precisamente de una preposición.
Ya
que estamos con tras, no queremos dejar pasar la oportunidad de invocar una de
nuestras redundancias favoritas, que no puede faltar en ninguna novela que se
precie:
“Julio
cerró la puerta tras de sí y dejó sobre la mesa el original de Orlando
Azcárate” (Juan José Millas, El desorden de tu nombre (1988), Alfaguara,
Madrid, 1994, p. 65).
“Cerró
la puerta tras de sí y se quedó de pie con la luz apagada sin saber qué hacer”
(Rosa Regás, Azul, 1994, Destino, Barcelona, p. 190).
“Hola,
Cristina −dice, y besa a
su suegra en la mejilla, tras cerrar la puerta tras de sí” (Jaime Bayly, La
mujer de mi hermano, Planeta, Barcelona, 2002, p. 70).
Bueno,
ya oímos la voz de los partidarios del “matiz”. Es que es posible cerrar la
puerta ante sí, dirán. ¿De veras? Bueno es saberlo.
Vamos
finalmente con ante. Es ésta, curiosamente, una preposición que creemos que se
ha especializado en los usos menos literales, es decir, cuando no significa
físicamente delante de y no puede cambiarse por dicha locución. Los ejemplos
siguientes nos parecen completamente normales:
“…
sus víctimas viven tan apegadas a su mal que no pueden prescindir de él y, ante
el peligro de sentir su carencia, lo acrecientan” (Anna Maria Moix, Vals negro,
Lumen, Barcelona, 1994, p. 196).
“No
retroceden ante nada, son valientes” (Isabel Allende, La Ciudad de las Bestias,
ed. cit., p. 87).
“España
dice que su posición ante la entrada de una Escocia independiente en la UE
dependería de Londres” (titular, Europa Press, 16/XII/13).
En
cambio, estos que vienen ahora suenan totalmente anormales:
“Nadie
se detuvo ante la casa” (Juan Benet, Saúl ante Samuel (1980), Cátedra, Madrid,
1994, p. 243).
“Me
esperaba ante una mesa del café-terraza en compañía de su ayudante” (José
Revueltas, Dios en la tierra, Era, México D. F., 1981, p. 20).
“Biralbo
se puso ante él y lo obligó a detenerse” (Antonio Muñoz Molina, El invierno en
Lisboa (1987), Seix Barral, Barcelona, 1995, p. 146).
“…
erró dando vueltas por la ciudad y hasta permaneció bastante rato ante la puerta
del cine” (Luis Melero, La desbandá, Roca, Barcelona, 2005, Google Libros).
“Rochelle
estaba ante el ordenador” (John Grisham, Los litigantes, Plaza & Janés,
Barcelona, 2013, trad. de Fernando Gari Puig, Google Libros).
¿Realmente
alguien “permanece” ante, y no delante de, la puerta del cine? (Bueno, la
verdad es que si “permanece”, podemos esperarnos cualquier cosa.) ¿Se detiene
ante, y no delante de, la casa? ¿Está ante, y no delante de, el ordenador?
Frente a también podría haber valido en alguno de estos casos: los autores
tenían realmente dónde elegir. Pero una pulsión irresistible los ha arrastrado
al ante.
¿Es
posible que en nuestra conciencia delante de, después de, debajo de, detrás de,
que tanto se oyen en la vida diaria, se hayan ganado una infame reputación de
coloquialismos? Uno de los comunes errores del estilista es crear oposiciones
allí donde no las hay. Que una palabra sea de uso frecuente y ordinario no
significa que sea un coloquialismo ni mucho menos una vulgaridad. Ni “agua” ni
“dormir” ni “bueno” ni “ayer” son coloquialismos por mucho que formen parte del
vocabulario de todos los días; tampoco nos cortamos de decir esas palabras
cuando la situación exige formalidad… o literatura. Son neutras y polivalentes,
nunca nos hacen quedar mal. Pero quizá ese concepto de neutralidad sea el que
más les cueste entender a los estilistas: ellos siempre parecen preguntarse
para qué va uno a tener estilo si no se va a notar.
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