Lo
que me quede de vida/ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
El
País |1 de noviembre de 2014
El
moribundo al que, en su lecho de muerte, le comunicaran la noticia de que le ha
tocado el premio gordo de la Lotería Primitiva, probablemente sonreiría
melancólico. Casi en el otro extremo del arco de la vida, los adolescentes
suelen sentirse invadidos por una intensa alegría cuando reciben el más
insignificante de los halagos. En medio, las diferentes edades componen una
variada paleta de colores en cada uno de los cuales encontramos una diferente
tonalidad (esto es, una manera propia de reaccionar ante cuanto de bueno nos va
ocurriendo) de lo que acaso podría denominarse un color universal. Con todo,
valdrá la pena no perder de vista los dos primeros ejemplos. Porque en su
exageración —y en su contraste— ilustran sobre la eficaz presencia en todos nosotros
de un mecanismo, de un dispositivo estructural, con el que administramos
nuestras expectativas, deseos y horizontes de futuro en general.
Se
equivocarían por completo, a mi juicio, quienes redujeran todas las diferencias
a una dimensión meramente cuantitativa, como si los cambios que, con la edad,
se van produciendo en las referidas actitudes de los individuos tan solo
estuvieran en función del volumen de tiempo vital disponible por parte de cada
uno. No quiero rebajar, quede claro, la importancia de ese dato. Pero la misma
es más subjetiva que objetiva: desde un punto de vista material es obvio que
todos estamos en tiempo de descuento desde el instante mismo en que nacemos.
Intento explicar, pues, de lo que creo que se trata.
Llega
un momento, de variable ubicación según las circunstancias de cada cual, en el
que las personas tienden a dejar de hablar de su vida o de la vida en general
como una totalidad, como un ámbito abierto, indefinido —cosa que hacían de
manera paradigmática cuando, pongamos por caso, se referían a la vida que tengo
por delante— para pasar a utilizar una expresión de apariencia sólo un poco
diferente, pero de contenido sustancialmente distinto: lo que me quede de vida.
El detonante del cambio puede ser de diversa naturaleza: un severo quebranto de
salud, el traspaso de una fecha simbólica, el abandono del mundo laboral, la
pérdida de un ser querido… En todo caso, lo importante no son tanto esas
realidades en sí mismas (todo el mundo se jubila, a mucha gente le toca
celebrar un cumpleaños con una cifra cargada socialmente de fuertes
connotaciones negativas, constituyen legión aquellos a los que el cuerpo ha
dado un serio aviso, no hay forma humana de evitar los duelos simbólicos o
reales por las personas a las que perdemos para siempre de una u otra manera,
etcétera) como la interpretación que de ellas hacemos y, en consecuencia, la
forma en que nos sentimos movidos a reaccionar.
El
historiador francés François Hartog ha propuesto, para referirse al ámbito
general de la historia, una categoría, la de régimen de historicidad, que tal
vez podría resultarnos de utilidad para lo que estamos intentando plantear
aquí. Un régimen de historicidad es el modo particular en que se articulan las
tres categorías temporales: pasado-presente-futuro. Es la manera de construir
el tiempo que tiene cada sociedad según sea la preponderancia de una de estas
categorías por encima de las otras (sería esto lo que organizaría la
experiencia del tiempo). Pues bien, no resultaría demasiado aventurado afirmar,
con todas las puntualizaciones y matices que hagan falta, que lo que vale para
una sociedad vale también para los individuos, y que en la conciencia de estos
resuena, de manera inevitable, la forma en la que la época que les ha tocado
vivir tematiza la temporalidad.
A
este respecto, lo característico del régimen de historicidad de las sociedades
contemporáneas es su presentismo. El dominio del presente sobre el resto de
categorías temporales es tan poderoso que a este presentismo actual Hartog ha
resuelto denominarlo “caníbal”. En efecto, el presente ha terminado por
devorarlo todo. El pasado es visto como un país exótico, de esos a los que, si
se mantuviera la costumbre (no estoy al tanto), irían de viaje de novios los
recién casados para asombrarse ante sus rarezas y curiosidades, pero al que en
ningún caso visitarían como una realidad con la que identificarse ni, menos
aún, de la que aprender. ¿Y qué decir del futuro, del que, desde que la cultura
punkie lo diera por muerto (no future) no ha hecho sino acrecentar su condición
de tiempo de amenazas, cuando no directamente de catástrofes, y del que, por
tanto, conviene mantenerse alejado o, de ser posible, retardar al máximo su
llegada?
Los
efectos de la resonancia de este esquema sobre la conciencia de los individuos
resultan devastadores, como tenemos sobrada ocasión de comprobar a diario. Pero
tanto las evocaciones más gratas o reconfortantes como los más positivos
anuncios o promesas adquieren, ineludiblemente, su correspondiente carácter
sobre el trasfondo de una visión de lo pasado y de lo venidero que los activa y
carga de sentido. A fin de cuentas, ¿cómo entender la satisfacción de quien
cree haber llevado a cabo lo correcto sino como la adecuación de esto al plan
de vida que al propio sujeto le parece deseable? Y, cuando miramos hacia
adelante, ¿qué es lo que provoca que nos colme de ilusión una determinada buena
noticia sino el hecho de que la consideramos como síntoma, indicio o indicador
de un futuro mejor, tal vez repleto de éxitos de todo tipo o incluso rebosante
de felicidad (por ahí va la reacción adolescente a la que se aludía en el
arranque del artículo)?
De
ahí que, entre otras razones, el amor haya acabado siendo tan disfuncional en
esta época. Porque, siguiendo con la simetría temporal, por una parte, el amor
impugna la obsolescencia del pasado que intenta imponer por decreto el
presentismo (una de las primeras tareas a las que, casi sistemáticamente, se
aplican los enamorados es a la de elaborar el relato de cuándo se conocieron,
esforzándose por no considerar ese momento como una contingencia sin valor,
sino como lo más parecido a un designio, cuando no a un destino). Pero, por
otra, el amor se proyecta hacia el futuro con una fuerza, con una energía,
desmesuradas, casi inhumanas (de hecho, la vocación de eternidad, la
incapacidad del enamorado de ni tan siquiera imaginar el final de su amor, así
como el consiguiente te querré siempre, resultan consustanciales a la
experiencia amorosa). En ese sentido, bien podría afirmarse —no sin cierta
audacia categorial, hay que admitirlo— que en último término el amor constituye
un específico régimen de historicidad individual, una particular manera,
alternativa al antes mencionado canibalismo del presente, de organizar los tiempos
del alma humana.
Frente
a esto, la abrasiva esterilidad del presentismo se hace patente en múltiples
momentos. Así, por poner un ejemplo, el sexo será mero alivio —apresurado
desahogo— o privilegiada oportunidad de tocar el cielo con las manos en función
del marco global de sentido (o sinsentido) en el que se le inscriba (a fin de
cuentas, ¿no era de esto de lo que trataba la tan denostada —acaso en exceso—
Nymphomaniac, de Lars von Trier?). Pero tal vez cuando dicha esterilidad se
hace, si cabe, más evidente es cuando se proyecta sobre el pasado. Recuerdo,
con una sensación en el linde con la vergüenza ajena, la atrevida insolencia,
la temeraria pretenciosidad con la que aquel joven filósofo comentaba hace
algún tiempo el consuelo que algunas personas encuentran en la evocación de la
felicidad pretérita. Refiriéndose a la balsámica frase “que me quiten lo
bailao” escribía, muy suelto, el pensador en ciernes: “Infelices. Nada se le
puede quitar al que nada tiene”. Infeliz quien fue capaz de escribir algo así,
pienso yo ahora. El presentismo que, probablemente sin saberlo, el tal filósofo
representaba se empeñaba en negar una evidencia, la de que nada consigue
derrotar a la alegría por la vida vivida.
Por
eso, por cierto, el que ha amado profunda e intensamente deja un rastro,
imborrable, de amor tras de sí. Y esa alegría por lo sentido puede con todo
(incluso con la muerte, ante la que no agacha la cabeza). Esto es lo que
significa, en definitiva, que el amor posee una inmensa capacidad de
revelación: que, frente a la triste inanidad y la perplejidad sin remedio de
aquel que se consume en la infatigable fugacidad de su presente, el amor
derrama luz y verdad sobre el entero tiempo de quien lo vive (e incluso un poco
más allá).
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