2 may 2010

Benedicto XVI en Turín

Meditación del Papa ante la Sábana Santa
“¡Habla con la sangre, y la sangre es la vida!”
TURÍN, domingo, 2 de mayo de 2010
Meditación que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este domingo, en la catedral de Turín, donde del 10 de abril al 23 de mayo tiene lugar la exposición de la Sábana Santa sobre el tema "Passio Christi - Passio hominis" (Pasión de Cristo, pasión del hombre).
* * *
Queridos amigos:
Se trata de un momento muy esperado por mí. En otra ocasión, estuve ante la Sábana Santa, pero ahora vivo esta peregrinación con particular intensidad: quizá porque el paso de los años me hace todavía más sensible al mensaje de este extraordinario icono; quizá, y diría sobre todo, porque estoy aquí como sucesor de Pedro, y traigo en mi corazón a toda la Iglesia, es más, a toda la humanidad. Doy las gracias a Dios por el don de esta peregrinación, y también por la oportunidad de compartir con vosotros una breve meditación, que me sugiere el subtítulo de esta solemne exposición: "El misterio del Sábado Santo".

Se puede decir que la Sábana Santa es el icono de este misterio, icono del Sábado Santo. De hecho, es una tela de sepulcro, que ha envuelto el cuerpo de un hombre crucificado, y que corresponde en todo a lo que nos dicen los Evangelios sobre Jesús, quien crucificado hacia mediodía, expiró a eso de las tres de la tarde. Al caer la noche, dado que era la Parasceve, es decir, la vigilia del sábado solemne de Pascua, José de Arimatea, un rico y autorizado miembro del Sanedrín, pidió valientemente a Poncio Pilato que le permitiera sepultar a Jesús en su sepulcro nuevo, que había excavado en la roca a poca distancia del Gólgota. Tras alcanzar el permiso, compró una sábana y, tras la deposición del cuerpo de Jesús de la cruz, lo envolvió con aquel lienzo y lo puso en aquella tumba (Cf. Marcos 15,42-46). Es lo que refiere el Evangelio de Marcos y con él concuerdan los demás evangelistas. Desde ese momento, Jesús permaneció en el sepulcro hasta el alba del día después del sábado, y la Sábana de Turín nos ofrece la imagen de cómo era su cuerpo en la tumba durante ese tiempo, que cronológicamente fue breve (en torno a un día y medio), pero con un valor y un significado inmenso e infinito.
El Sábado Santo es el día del escondimiento de Dios, como se lee en una antigua homilía: "¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y soledad, porque el Rey duerme [...]. Dios en la carne ha muerto y el Abismo ha despertado" (Homilía sobre el Sábado Santo, PG 43, 439). En el Credo, profesamos que Jesucristo "padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos".
Queridos hermanos y hermanas: en nuestro tiempo, especialmente después del siglo pasado, la humanidad se ha hecho particularmente sensible al misterio del Sábado Santo. El escondimiento de Dios forma parte de la espiritualidad del hombre contemporáneo, de manera existencial, casi inconsciente, como un vacío en el corazón que ha ido haciéndose cada vez más grande. Al final del siglo XIX, Nietzsche escribía: "¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros le hemos matado!". Esta famosa expresión, si se analiza bien, es tomada casi al pie de la letra, por la tradición cristiana, con frecuencia la repetimos en el Vía Crucis, quizá sin darnos cuenta plenamente de lo que decimos. Después de las dos guerras mundiales, de los lagers y de los gulags, de Hiroshima y Nagasaki, nuestra época se ha convertido cada vez más en un Sábado Santo: la oscuridad de este día interpela a todos los que reflexionan sobre la vida, de manera particular nos interpela a nosotros, creyentes. También nosotros tenemos que vérnoslas con esta oscuridad.
Y, sin embargo, la muerte del Hijo de Dios, de Jesús de Nazaret, tiene un aspecto opuesto, totalmente positivo, fuente de consuelo y de esperanza. Y esto me hace pensar en el hecho de que la Sábana Santa se comporta como un documento "fotográfico", dotado de un "positivo" y de un "negativo". De hecho, es precisamente así: el misterio más oscuro de la fe es al mismo tiempo el signo más luminoso de una esperanza que no tiene confines. El Sábado Santo es la "tierra de nadie" entre la muerte y la resurrección, pero en esta "tierra de nadie" ha entrado Uno, el Único, que la ha recorrido con los signos de su Pasión por el hombre: "Passio Christi. Passio hominis". Y la Sábana Santa nos habla exactamente de ese momento, es testigo precisamente de ese intervalo único e irrepetible en la historia de la humanidad y del universo, en el que Dios, en Jesucristo, ha compartido no sólo nuestro morir, sino también nuestra permanencia en la muerte. La solidaridad más radical.
En ese "tiempo-más-allá-del-tiempo", Jesucristo "descendió a los infiernos". ¿Qué significa esta expresión? Quiere decir que Dios, hecho hombre, ha llegado hasta el punto de entrar en la soledad máxima y absoluta del hombre, donde no llega ningún rayo de amor, donde reina el abandono total sin ninguna palabra de consuelo: "los infiernos". Jesucristo, permaneciendo en la muerte, cruzó la puerta de esta soledad última para guiarnos también a nosotros y atravesarla con él.
Todos hemos experimentado alguna vez una sensación aterradora de abandono, y lo que más miedo nos da de la muerte es precisamente eso, como niños que tenemos miedo de estar solos en la oscuridad y sólo la presencia de una personas que nos ama nos puede tranquilizar. Esto es precisamente lo que sucedió en el Sábado Santo: en el reino de la muerte resonó la voz de Dios. Sucedió lo impensable: es decir, el Amor penetró "en los infiernos"; incluso en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos saca afuera. El ser humano vive por el hecho de que es amado y puede amar; y si incluso en el espacio de la muerte ha llegado a penetrar el amor, entonces incluso allí ha llegado la vida. En la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos: "Passio Christi. Passio hominis".
¡Este es el misterio de Sábado Santo! Precisamente desde allí, desde la oscuridad de la muerte del Hijo de Dios, ha surgido la luz de una nueva esperanza: la luz de la Resurrección. Me parece que al contemplar esta sagrada tela con los ojos de la fe se percibe algo de esa luz. La Sábana Santa ha quedado sumergida en esa oscuridad profunda, pero es al mismo tiempo luminosa; y yo pienso que si miles y miles de personas vienen a venerarla, sin contar a quienes la contemplan a través de las imágenes, es porque en ella no sólo ven la oscuridad, sino también la luz; más que la derrota de la vida y del amor, ven la victoria, la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio; ciertamente ven la muerte de Jesús, pero entrevén su Resurrección; en el seno de la muerte ahora palpita la vida, pues en ella mora el amor. Este es el poder de la Sábana Santa: del rostro de este "varón de dolores", que carga con la pasión del hombre de todo tiempo y lugar, incluso con nuestras pasiones, nuestros sufrimientos, nuestras dificultades, nuestros pecados --"Passio Christi. Passio hominis"-- emana una solemne majestad, un señorío paradójico. Este rostro, estas manos y estos pies, este costado, todo este cuerpo habla, es en sí mismo una palabra que podemos escuchar en silencio ¿Cómo habla la Sábana Santa? ¡Habla con la sangre, y la sangre es la vida! La Sábana Santa es un icono escrito con sangre; sangre de un hombre flagelado, coronado de espinas, crucificado y herido en el costado derecho. La imagen impresa en la Sábana Santa es la de un muerto, pero la sangre habla de su vida. Cada traza de sangre habla de amor y de vida. Especialmente esa gran mancha cercana al costado, hecha de la sangre y del agua manados copiosamente de una gran herida provocada por una lanza romana, esa sangre y ese agua hablan de vida. Es como un manantial que murmura en el silencio y nosotros podemos oírlo, podemos escucharlo, en el silencio del Sábado Santo.
Queridos amigos, alabemos siempre al Señor por su amor fiel y misericordioso. Al salir de este lugar santo, nos llevamos en los ojos la imagen de la Sábana Santa, llevamos en el corazón esta palabra de amor, y alabamos a Dios con una vida llena de fe, de esperanza y de caridad. Gracias.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
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Homilía de Benedicto XVI al celebrar la misa en Turín
“Pasión de Cristo. Pasión del hombre”
TURÍN, domingo, 2 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la mañana de este domingo al celebrar la eucaristía en la plaza de San Carlos de Turín.
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Queridos hermanos y hermanas:
Con alegría me encuentro entre vosotros, en este día de fiesta, para celebrar con vosotros esta solemne eucaristía. Saludo a cada uno de los presentes, en particular al pastor de vuestra arquidiócesis, el cardenal Severino Poletto, a quien doy las gracias por las cálidas palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo a los arzobispos y obispos presentes, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a los representantes de las asociaciones y movimientos eclesiales. Dirijo un deferente saludo al alcalde, don Sergio Chiamparino, agradeciéndole su cortés saludo, al representante del gobierno y a las autoridades civiles y militares, con un agradecimiento particular a quienes han ofrecido generosamente su colaboración para la organización de mi visita pastoral. Mi saludo se extiende también a quienes no han podido estar presentes, en especial los enfermos, las personas solas y quienes se encuentran en dificultad. Encomiendo al Señor la ciudad de Turín y todos sus habitantes en esta celebración eucarística, que, al igual que en todo domingo, nos invita a participar de manera comunitaria en la doble mesa de la Palabra de verdad y del Pan de vida eterna.
Nos encontramos en el tiempo pascual, que es tiempo de la glorificación de Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar nos recuerda que esta glorificación se ha realizado a través de la pasión. En el misterio pascual, pasión y glorificación están íntimamente ligadas entre sí, formando una unidad inseparable. Jesús afirma: "Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él" (Juan 13, 31) y lo hace cuando Judas sale del Cenáculo para aplicar el plan de su traición, que llevará a la muerte al Maestro: precisamente en ese momento comienza la glorificación de Jesús. El evangelista Juan lo da a entender claramente: no dice que Jesús ha sido glorificado sólo después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que muestra cómo su glorificación comenzó precisamente con la pasión. En ella, Jesús manifiesta su gloria, que es gloria del amor, que se entrega totalmente. Él amó al Padre, cumpliendo su voluntad hasta el final, con una entrega perfecta; amó a la humanidad dando su vida por nosotros. De este modo, ya en su pasión es glorificado, y Dios es glorificado en Él. Pero la pasión no es más que un inicio. Por este motivo, Jesús afirma que su glorificación será también futura (Cf. v. 32). Después el Señor, en el momento en que anuncia su partida de este mundo (cfr v. 33), como si se tratara de un testamento dejado a sus discípulos para continuar de una nueva manera su presencia entre ellos, les deja un mandamiento: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo es he amado, amaos también entre vosotros" (v. 34). Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente entre nosotros.
Jesús habla de un "mandamiento nuevo". Pero, ¿cuál es su novedad? Ya en el Antiguo Testamento Dios había dado el mandamiento del amor; ahora, sin embargo, este mandamiento se ha convertido en nuevo, pues Jesús introduce un añadido muy importante: "como yo os he amado, amaos también entre vosotros". Lo nuevo es precisamente esto: "amar como Jesús ha amado". El Antiguo Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que formulaba sólo el precepto de amar. Jesús, sin embargo, se nos ha dado a sí mismo como modelo y fuente de amor. Se trata de un amor sin límites, universal, capaz de transformar incluso todas las circunstancias negativas y todos los obstáculos en ocasiones para avanzar en el amor.
En los siglos pasados, la Iglesia que está en Turín ha experimentado una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos, como han recordado el cardenal arzobispo y el señor alcalde, gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa y de los fieles laicos. Las palabras de Jesús alcanzan, entonces, un eco particular para esta Iglesia, una Iglesia generosa y activa, comenzando por su sacerdotes. Al entregarnos el mandamiento nuevo, Jesús nos pide que vivamos su mismo amor, que es el signo verdaderamente creíble, elocuente y eficaz para anunciar al mundo la venida del Reino de Dios. Obviamente sólo con nuestras fuerzas somos débiles y limitados. Siempre hay en nosotros una resistencia al amor y en nuestra existencia hay muchas dificultades que provocan divisiones, resentimientos y rencores. Pero el Señor nos ha prometido estar presente en nuestra vida, haciéndonos capaces de este amor generoso y total, que sabe vencer todos los obstáculos. Si estamos unidos a Cristo, podemos amar verdaderamente de esta manera. Amar a los demás como Jesús nos ha amado sólo es posible con esa fuerza que se nos comunica en la relación con Él, especialmente en la Eucaristía, en la que se hace presente de manera real su Sacrificio de amor que genera amor.
Quisiera dirigir, por tanto, una palabra de aliento en particular a los sacerdotes y a los diáconos de esta Iglesia, que se dedican con generosidad al trabajo pastoral, así como a los religiosos y religiosas. En ocasiones, ser obrero en la viña del Señor puede ser cansado, los compromisos se multiplican, las exigencias son muchas, los problemas no faltan: sabed sacar diariamente de la relación de amor con Dios en la oración la fuerza para llevar el anuncio profético de salvación; volver a centrar vuestra existencia en lo esencial del Evangelio; cultivad una dimensión real de comunión y de fraternidad dentro del presbiterio, de vuestras comunidades, en las relaciones con el Pueblo de Dios; testimoniad en el ministerio la potencia del amor que viene de lo Alto.
La primera lectura, que hemos escuchado, nos presenta precisamente una manera particular de glorificación de Jesús: el apostolado y sus frutos. Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje apostólico, regresan a las ciudades ya visitadas y alientan a los discípulos, exhortándoles a permanecer firmes en la fe pues, como ellos dicen, "hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios" (Hechos 14, 22). La vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es fácil; sé que también en Turín no faltan dificultades, problemas, preocupaciones: pienso, en particular, en quienes viven concretamente su existencia en condiciones de precariedad, a causa de la falta de trabajo, de la incertidumbre ante el futuro, del sufrimiento físico y moral; pienso en las familias, en los jóvenes, en las personas ancianas que con frecuencia viven en la soledad, en los marginados, en los inmigrantes. Sí, la vida lleva a afrontar muchas dificultades, muchos problemas, pero es precisamente la certeza que nos ofrece la fe, la certeza de que nos estamos solos, que Dios ama a cada uno sin distinción y está cerca de cada uno con su amor, lo que hace posible afrontar, vivir y superar el cansancio de los problemas cotidianos. El amor universal de Cristo resucitado llevó a los apóstoles a salir de sí mismos, a difundir la palabra de Dios, a entregarse sin reservas a los demás, con valentía, alegría y serenidad. El Resucitado posee una fuerza de amor que supera todo límite, que no se detiene ante ningún obstáculo. Y la comunidad cristiana, en especial en las realidades más comprometidas pastoralmente, debe ser un instrumento concreto de este amor de Dios.
Exhorto a las familias a vivir la dimensión cristiana del amor en la vida cotidiana, en las relaciones familiares superando divisiones e incomprensiones, a la hora de cultivar la fe que hace aún más firme la comunión. Que incluso en el rico y variado mundo de la Universidad y de la cultura no falte el testimonio del amor del que nos habla el Evangelio de hoy, en la capacidad de escucha atenta y de diálogo humilde en la búsqueda de la Verdad, convencidos de que la misma Verdad nos sale al encuentro y nos aferra. También deseo alentar el esfuerzo, con frecuencia difícil, de quien está llamado a administrar la cosa pública: la colaboración para alcanzar el bien común y hacer que la ciudad sea cada vez más humana y vivible es un signo de que el pensamiento cristiano sobre el hombre nunca está en contra de su libertad, sino a favor de una mayor plenitud que sólo en una "civilización del amor" encuentra su realización. A todos, en particular a los jóvenes, les quiero decir que no pierdan nunca la esperanza, la que viene de Cristo resucitado, de la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte.
La segunda lectura de hoy nos muestra precisamente el resultado final de la Resurrección de Jesús: es la Jerusalén nueva, la ciudad santa, que desciende del cielo, de Dios, como una esposa que se adorna para su esposo (Cf. Apocalipsis 21, 2). Quien ha sido crucificado, quien ha compartido nuestro sufrimiento, como recuerda también elocuentemente la Sábana Santa, es quien ha resucitado y nos quiere reunir a todos en su amor. Se trata de una esperanza estupenda, "fuerte", sólida, pues, como dice el Apocalipsis "[Dios] enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado" (21,4). ¿Acaso no comunica la Sábana Santa este mismo mensaje? En ella vemos, como reflejados, nuestros padecimientos en los sufrimientos de Cristo: "Passio Christi. Passio hominis" ["Pasión de Cristo. Pasión del hombre", ndt.]. Precisamente por este motivo, es un signo de esperanza: Cristo ha afrontado la cruz para poner un límite al mal; para hacernos entrever, en su Pascua, el anticipo de ese momento en el que también para nosotros toda lágrima será enjugada y ya no habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni afán.
El pasaje del Apocalipsis termina con la afirmación: "Y el que estaba sentado en el trono dijo: 'Todo lo hago nuevo'" (21, 5). Lo primero totalmente nuevo realizado por Dios ha sido la resurrección de Jesús, su glorificación celestial. Es el inicio de toda una serie de "cosas nuevas", en la que participamos también nosotros. "Cosas nuevas" son un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos y abusos, ya no hay rencor y odio, sino sólo el amor que procede de Dios y lo transforma todo.
Querida Iglesia que estás en Turín, he llegado entre vosotros para confirmaros en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a permanecer firmes en la fe que habéis recibido y que da sentido a la vida; a no perder nunca la luz de la esperanza en Cristo resucitado, que es capaz de transformar la realidad y hacerlo nuevo todo; a vivir en ciudades, en los barrios, en las comunidades, en las familias, de manera sencilla y concreta el amor de Dios: "como yo es he amado, amaos también entre vosotros".
Amén.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]

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