Tomada del madrileño El PAÍS 14-07-2005
En cuanto vuelve a producirse otra matanza terrorista, suena de nuevo la acostumbrada y retórica cantinela: ¿libertad o seguridad? Como si fueran incompatibles, incluso contradictorias. Los que más nos alarman previniéndonos contra el posible recorte de libertades democráticas suelen ser precisamente los mismos que, en épocas de bonanza, no escatiman su escepticismo respecto a ellas: cuando todo marcha bien son meramente formales, aparentes, carentes de garantías. Pero, tras las bombas, se vuelven preciosas: el Leviatán estatal aprovechará la menor ocasión para arrebatárnoslas... Lo cierto es que la dialéctica entre libertad y seguridad proviene de mucho antes que el terrorismo contemporáneo. En realidad, ha solido llamarse "progreso social" al recorte de ciertas libertades particulares a fin de conseguir mayor seguridad de bienes para la mayoría. La enseñanza general obligatoria, por ejemplo, o la no menos obligatoria cotización para la Seguridad Social, la velocidad máxima permitida en las carreteras, los impuestos y qué sé yo cuántas cosas más que limitan la libertad de elección de bastantes en nombre de lo que se supone mejor para todos, ante la indignación de neoliberales y de libertarios de derechas. Según el planteamiento digamos "progresista", la seguridad así conseguida permite un uso más eficaz y auténtico de la libertad a quienes de otro modo verían la suya coartada por la incertidumbre o la necesidad.
Soy lo suficientemente viejo como para recordar las épocas anteriores a la oleada de secuestros aéreos que inició las actuales medidas de seguridad en los aeropuertos: en aquellos días felices se subía uno al avión sin muchos más trámites que al autobús... Y en mis primeros viajes a Londres se fumaba tranquilamente en todos los transportes públicos, incluido el metro, hasta que un incendio fortuito en una estación acabó fulminantemente con tan placentera (para unos) y mortífera (para otros) licencia. Es decir: los proyectos sociales igualitarios imponen ciertas coacciones y los abusos o riesgos de la sociedad de masas restringen algunas privanzas, pero resulta bastante exagerado clamar que cada vez vivimos más esclavizados. La seguridad es un ingrediente fundamental de las libertades públicas, lo mismo que sin éstas nadie está realmente seguro frente a las autoridades o entre los demás. Lo importante es que si desaparecen privilegios o se imponen ciertas incomodidades, sea de modo proporcionado y sin afectar nunca a las garantías fundamentales sobre las que se asienta la democracia (como creo que ha ocurrido en Guantánamo, por ejemplo). Y no olvidemos que algunos de nuestros clásicos -sobre todo los que vivieron períodos de inestabilidad y enfrentamientos civiles- van incluso más allá en la recomendación de amplitud al interpretar las leyes. Por ejemplo, Montaigne: "De verdad, cuando se llega a unas situaciones tan apremiantes que no cabe aguantar más, acaso sería más razonable bajar la cabeza para prestarse un poco a recibir el golpe, en vez de llevar la obstinación hasta sus últimas consecuencias y mostrarse inflexible, porque si no se suelta nada, se da pie a que la violencia todo lo pisotee: cuando las leyes no pueden lo que quieren, más valdría obligarlas a querer todo lo que pueden" (Ensayos, I, XXIII).
Hasta ahora, la amenaza comprobada del terrorismo internacional no ha supuesto en las democracias europeas mutilaciones insoportables de libertades fundamentales, aunque es casi seguro que aumentará restricciones y fastidios de nuestra existencia colectiva en el próximo futuro. Pero debería quedar claro en momentos como los que vivimos que los que ponen en jaque nuestra seguridad y nuestra libertad son los terroristas y no las autoridades que pretenden impedir sus fechorías. Tanto lo ocurrido en Madrid como en Londres indica claramente que ha sido una consideración generosa hasta la negligencia de las libertades de expresión y reunión de ciertos grupúsculos lo que ha facilitado los crímenes que ahora deploramos. En España, las medidas de Garzón y otros contra radicales islamistas fueron denunciadas antes del 11-M como abusos autoritarios destinados a agradar a Bush; en Inglaterra, desde hace más de diez años se permite que líderes radicales lleven a cabo actividades de proselitismo y exhorten al exterminio de los adversarios. Por ello no se entiende muy bien el diagnóstico de Gema Martín Muñoz tras los atentados de Londres: "Ha habido un exceso de celo policial que ha llevado al hostigamiento de las comunidades musulmanas y a interpretar en clave de control policial todo lo que se relaciona con el Islam, fomentando el racismo y perniciosos sentimientos de humillación" (en Al Qaeda y la lucha antiterrorista, EL PAÍS). No parece que tal cosa sea cierta ni en España, ni en Inglaterra, ni en Holanda, por citar tres lugares que han sufrido violencia terrorista recientemente y a distinta escala. No es el celo policial lo que provoca los atentados, sino su ausencia lo que permite fraguarlos.
En su primer discurso tras los crímenes de Londres, flanqueado por todos los líderes del G-8, Blair pronunció una frase cuya aparente redundancia me resultó especialmente expresiva: "Nosotros ganaremos; y ellos, no". Algunos habituales de este tipo de alharacas han reprochado al premier británico reincidir en el enfrentamiento entre civilizaciones, monopolizar etnocéntricamente valores universales, etc. Pero a mi juicio dijo algo a la vez obvio, sensato e importante. El "ellos" que utilizó no se refería a los miembros de una etnia o a los fieles de una religión, sino a los terroristas islamistas. Pero lo que quiso subrayar es que "nosotros", es decir, los ciudadanos de sociedades democráticas, debemos ganar, y que para ello los terroristas no pueden ser ignorados o considerados un fenómeno antropológico, sino que han de ser derrotados. Por supuesto, el terrorismo islamista tendrá sus causas, como todos los aconteceres de este mundo. Algunos pensadores nos han brindado las más profundas: el capitalismo salvaje, la arrogancia de Occidente, la injusticia universal, etc. Me extraña que nadie haya mencionado el Pecado Original, que también tuvo mucho vicio. Por cierto, el nazismo y el estalinismo tampoco carecieron de causas, quizá a fin de cuentas compartieran alguna con el terrorismo actual. En cualquier caso, lo urgente ahora es defendernos de sus ataques y proteger los mejores logros de nuestras sociedades frente a ellos. Algunos recomiendan que hagamos examen de conciencia, ejercicio siempre beneficioso; pero, en las trágicas circunstancias actuales, se diría que quienes más urgentemente deben practicarlo son los miembros de comunidades islámicas que desean vivir compartiendo esos valores democráticos que por fin deben ser reco-nocidos como universales y no eurocéntricos. Son ellos los más interesados en preguntarse por qué parece que su mayor aportación contemporánea a la modernidad política es Al Qaeda y cómo modificar la mala fama que tal parentesco puede propiciarles. Sin duda, nuestros países pueden y deben modificar muchos aspectos de su política exterior, luchar contra la miseria y la ignorancia en cualquier parte de nuestro globalizado horizonte, etc. Pero no precisamente para convencer a fanáticos ávidos de poder y venganza, a los que nunca faltarán justificaciones mientras les sobren armas, sino por razones políticamente más nobles.
Porque es precisamente con la política democrática con lo que quiere acabar el terrorismo. Lo ha señalado Michael Ignatieff en su interesante y polémico ensayo El mal menor: "El terrorismo es una forma de política cuya meta es la muerte de la propia política". Y es tal exterminio el que debemos evitar, desde la cordura de nuestras convicciones pero también desde la firmeza en mantenerlas. Lo más importante intelectualmente hoy no es tanto comprender los motivos de los terroristas, sino los nuestros para resistirles sin emplear sus propias armas. Tengamos claro por qué es imprescindible que en todo el mundo se abran paso los valores democráticos, y ellos, no.
En cuanto vuelve a producirse otra matanza terrorista, suena de nuevo la acostumbrada y retórica cantinela: ¿libertad o seguridad? Como si fueran incompatibles, incluso contradictorias. Los que más nos alarman previniéndonos contra el posible recorte de libertades democráticas suelen ser precisamente los mismos que, en épocas de bonanza, no escatiman su escepticismo respecto a ellas: cuando todo marcha bien son meramente formales, aparentes, carentes de garantías. Pero, tras las bombas, se vuelven preciosas: el Leviatán estatal aprovechará la menor ocasión para arrebatárnoslas... Lo cierto es que la dialéctica entre libertad y seguridad proviene de mucho antes que el terrorismo contemporáneo. En realidad, ha solido llamarse "progreso social" al recorte de ciertas libertades particulares a fin de conseguir mayor seguridad de bienes para la mayoría. La enseñanza general obligatoria, por ejemplo, o la no menos obligatoria cotización para la Seguridad Social, la velocidad máxima permitida en las carreteras, los impuestos y qué sé yo cuántas cosas más que limitan la libertad de elección de bastantes en nombre de lo que se supone mejor para todos, ante la indignación de neoliberales y de libertarios de derechas. Según el planteamiento digamos "progresista", la seguridad así conseguida permite un uso más eficaz y auténtico de la libertad a quienes de otro modo verían la suya coartada por la incertidumbre o la necesidad.
Soy lo suficientemente viejo como para recordar las épocas anteriores a la oleada de secuestros aéreos que inició las actuales medidas de seguridad en los aeropuertos: en aquellos días felices se subía uno al avión sin muchos más trámites que al autobús... Y en mis primeros viajes a Londres se fumaba tranquilamente en todos los transportes públicos, incluido el metro, hasta que un incendio fortuito en una estación acabó fulminantemente con tan placentera (para unos) y mortífera (para otros) licencia. Es decir: los proyectos sociales igualitarios imponen ciertas coacciones y los abusos o riesgos de la sociedad de masas restringen algunas privanzas, pero resulta bastante exagerado clamar que cada vez vivimos más esclavizados. La seguridad es un ingrediente fundamental de las libertades públicas, lo mismo que sin éstas nadie está realmente seguro frente a las autoridades o entre los demás. Lo importante es que si desaparecen privilegios o se imponen ciertas incomodidades, sea de modo proporcionado y sin afectar nunca a las garantías fundamentales sobre las que se asienta la democracia (como creo que ha ocurrido en Guantánamo, por ejemplo). Y no olvidemos que algunos de nuestros clásicos -sobre todo los que vivieron períodos de inestabilidad y enfrentamientos civiles- van incluso más allá en la recomendación de amplitud al interpretar las leyes. Por ejemplo, Montaigne: "De verdad, cuando se llega a unas situaciones tan apremiantes que no cabe aguantar más, acaso sería más razonable bajar la cabeza para prestarse un poco a recibir el golpe, en vez de llevar la obstinación hasta sus últimas consecuencias y mostrarse inflexible, porque si no se suelta nada, se da pie a que la violencia todo lo pisotee: cuando las leyes no pueden lo que quieren, más valdría obligarlas a querer todo lo que pueden" (Ensayos, I, XXIII).
Hasta ahora, la amenaza comprobada del terrorismo internacional no ha supuesto en las democracias europeas mutilaciones insoportables de libertades fundamentales, aunque es casi seguro que aumentará restricciones y fastidios de nuestra existencia colectiva en el próximo futuro. Pero debería quedar claro en momentos como los que vivimos que los que ponen en jaque nuestra seguridad y nuestra libertad son los terroristas y no las autoridades que pretenden impedir sus fechorías. Tanto lo ocurrido en Madrid como en Londres indica claramente que ha sido una consideración generosa hasta la negligencia de las libertades de expresión y reunión de ciertos grupúsculos lo que ha facilitado los crímenes que ahora deploramos. En España, las medidas de Garzón y otros contra radicales islamistas fueron denunciadas antes del 11-M como abusos autoritarios destinados a agradar a Bush; en Inglaterra, desde hace más de diez años se permite que líderes radicales lleven a cabo actividades de proselitismo y exhorten al exterminio de los adversarios. Por ello no se entiende muy bien el diagnóstico de Gema Martín Muñoz tras los atentados de Londres: "Ha habido un exceso de celo policial que ha llevado al hostigamiento de las comunidades musulmanas y a interpretar en clave de control policial todo lo que se relaciona con el Islam, fomentando el racismo y perniciosos sentimientos de humillación" (en Al Qaeda y la lucha antiterrorista, EL PAÍS). No parece que tal cosa sea cierta ni en España, ni en Inglaterra, ni en Holanda, por citar tres lugares que han sufrido violencia terrorista recientemente y a distinta escala. No es el celo policial lo que provoca los atentados, sino su ausencia lo que permite fraguarlos.
En su primer discurso tras los crímenes de Londres, flanqueado por todos los líderes del G-8, Blair pronunció una frase cuya aparente redundancia me resultó especialmente expresiva: "Nosotros ganaremos; y ellos, no". Algunos habituales de este tipo de alharacas han reprochado al premier británico reincidir en el enfrentamiento entre civilizaciones, monopolizar etnocéntricamente valores universales, etc. Pero a mi juicio dijo algo a la vez obvio, sensato e importante. El "ellos" que utilizó no se refería a los miembros de una etnia o a los fieles de una religión, sino a los terroristas islamistas. Pero lo que quiso subrayar es que "nosotros", es decir, los ciudadanos de sociedades democráticas, debemos ganar, y que para ello los terroristas no pueden ser ignorados o considerados un fenómeno antropológico, sino que han de ser derrotados. Por supuesto, el terrorismo islamista tendrá sus causas, como todos los aconteceres de este mundo. Algunos pensadores nos han brindado las más profundas: el capitalismo salvaje, la arrogancia de Occidente, la injusticia universal, etc. Me extraña que nadie haya mencionado el Pecado Original, que también tuvo mucho vicio. Por cierto, el nazismo y el estalinismo tampoco carecieron de causas, quizá a fin de cuentas compartieran alguna con el terrorismo actual. En cualquier caso, lo urgente ahora es defendernos de sus ataques y proteger los mejores logros de nuestras sociedades frente a ellos. Algunos recomiendan que hagamos examen de conciencia, ejercicio siempre beneficioso; pero, en las trágicas circunstancias actuales, se diría que quienes más urgentemente deben practicarlo son los miembros de comunidades islámicas que desean vivir compartiendo esos valores democráticos que por fin deben ser reco-nocidos como universales y no eurocéntricos. Son ellos los más interesados en preguntarse por qué parece que su mayor aportación contemporánea a la modernidad política es Al Qaeda y cómo modificar la mala fama que tal parentesco puede propiciarles. Sin duda, nuestros países pueden y deben modificar muchos aspectos de su política exterior, luchar contra la miseria y la ignorancia en cualquier parte de nuestro globalizado horizonte, etc. Pero no precisamente para convencer a fanáticos ávidos de poder y venganza, a los que nunca faltarán justificaciones mientras les sobren armas, sino por razones políticamente más nobles.
Porque es precisamente con la política democrática con lo que quiere acabar el terrorismo. Lo ha señalado Michael Ignatieff en su interesante y polémico ensayo El mal menor: "El terrorismo es una forma de política cuya meta es la muerte de la propia política". Y es tal exterminio el que debemos evitar, desde la cordura de nuestras convicciones pero también desde la firmeza en mantenerlas. Lo más importante intelectualmente hoy no es tanto comprender los motivos de los terroristas, sino los nuestros para resistirles sin emplear sus propias armas. Tengamos claro por qué es imprescindible que en todo el mundo se abran paso los valores democráticos, y ellos, no.
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