1 oct 2006

Más sobre el discurso de Benedictus XVI

Otros comentarios sobre el discurso de Ratisbona.

Paleólogos/Fernando Savater.

Tomado de El País, 30/09/20006.


Reconozco que me ha extrañado un poco que personalidades que condenaron sin paliativos la “provocación” de las llamadas caricaturas de Mahoma en una revista danesa (así por ejemplo el presidente Zapatero) se hayan apresurado ahora a defender al Papa en la marejada que ha levantado su sermón de Ratisbona.
Después de todo, las caricaturas iban claramente dirigidas contra quienes utilizan el islam para justificar el terrorismo mientras que la cita del emperador Manuel II Paleólogo hecha por Benedicto XVI suena a censura general a los métodos proselitistas de esa religión (como el jerarca bizantino no es referencia habitual en los discursos del siglo XXI, parece tomar a la gente por imbécil tratar de convencerla de que el Papa lo trajo a colación aun discrepando radicalmente de él).
Sin duda el Pontífice tiene derecho democrático -no reconocido, por cierto, en los medios de comunicación vaticanos al resto de los publicistas- a opinar lo que le parezca oportuno en estas oscuras materias. Y las reacciones desaforadas de algunos radicales islámicos son muestra deplorable de su incapacidad de respetar no ya la libertad de expresión sino la libertad religiosa de los demás. Una lástima, sin duda. Aunque no por ello la doctrina expresada por el Santo Padre haya de convertirse en luz y guía de Occidente, como tratan de hacernos creer algunos de los talibanes católicos o asimilados que últimamente padecemos.

Me dicen que Ratzinger es una cima de la teología y aun la filosofía contemporáneas y yo, claro está, no lo pongo en duda. Pero me da la impresión de que el hombre tiene sus días mejores y peores, como todo el mundo. No sé cómo sería antes de verse iluminado por el Espíritu Santo, porque no conozco sus obras previas, pero lo que nos viene llegando de su inspiración pontifical últimamente deja bastante que desear: en Ratisbona, sin ir más lejos, estuvo tan profundo como un cenicero y tan sutil como un ladrillazo. Me refiero a los resultados, desde luego, porque su intención seguro que era buena. Insistió en ese foro universitario el Papa sobre la confluencia en el cristianismo entre la fe bíblica y la filosofía griega, de la que brota lo que hoy llamamos Europa. Para completar la imagen habría que añadir la jurisprudencia romana, pero aun así el asunto tiene muchos matices que se pasan interesadamente por alto.

Los griegos, por ejemplo, nunca aplicaron criterios de “verdad” y “falsedad” al terreno religioso: eso fue un rasgo definitorio de la razón monoteísta que introdujeron los cristianos en su batalla ideológica contra el paganismo. Como primer resultado acabaron con el tolerante pluralismo politeísta, pero siglos después sufrieron las consecuencias de esta exigencia de verdad aplicada a la teología en su propia doctrina: los científicos positivistas que niegan los dogmas religiosos en nombre de la razón son precisamente los herederos directos de los intransigentes cristianos que derribaron los altares de los olímpicos… Lo peligroso de la razón es que, una vez suelta, no puede ser constreñida a la celebración del sano “orden natural” como quisieran los piadosos. No hace prisioneros, no respeta tutelas teológicas ni de ningún otro tipo. Verbigracia, el Papa tacha de “irracional” la teoría de la evolución porque no admite la hipótesis del Creador divino, confundiendo lo racional en el sentido de “comprensible por la razón” y lo racional entendido como “dirigido por una Razón”, que es la acepción que a él le interesa por prurito profesional. Benedicto XVI protesta ante la razón moderna que excluye lo divino de sus premisas, considerando que las sociedades religiosas se ven gravemente atacadas por ella y que es incapaz de abordar el diálogo entre las culturas. Llega tarde, pues ese movimiento subversivo no tiene marcha atrás. Sin embargo, siempre será más fácil a largo plazo que los humanos nos entendamos a partir de la razón que a partir de la fe porque creencias cada cual tiene la suya pero la razón es común (por eso en cada momento hay una sola civilización dominante mientras que se contraponen diversas culturas con iguales pretensiones de validez).
Según parece el discurso de Ratzinger y su defensa de la razón como ancilla theologiae tuvo como principal objetivo marcar diferencias con la concepción musulmana de la divinidad: Alá es absolutamente trascendente y no está “domesticado” por categorías racionales. De aquí podría derivarse que esa línea cultural -representada a efectos prácticos inmediatos por Turquía- es inasimilable en el contexto de la Europa unida.
Como tampoco soy experto en el islam ignoro hasta qué punto esto es así, aunque Avicena, Averroes y el nihilista Omar Jayán (desde luego no muy creyentes) manejaban a mi juicio los mecanismos lógicos y la capacidad razonante tan adecuadamente por lo menos como cualquier cardenal. Pero en cambio lo que conozco de primera mano, porque está respaldado por los pensadores religiosos que más me interesan (apara asumir las categorías de Aristóteles o Hegel no me hace falta ninguna divinidad), es que hay una concepción de Dios dentro del cristianismo tan trascendente como pueda serlo la que más: un Dios para el que la necesidad no existe y para quien todo es posible, que no se siente atado por la coacción del “dos más dos son cuatro” o por las muy decentes convenciones morales (¡ordena a Abraham el sacrificio de su hijo Isaac!) y ni siquiera por la irreversibilidad del tiempo que hace irrevocable el pasado.
Es sin duda el Dios de Lutero, el de Pascal, el de Kierkegaard y Dostoievski o el de León Chestov. Fue precisamente Chestov -un pensador extraordinario en el sentido más literal del término- quien planteó en el mismo título de su obra principal el enfrentamiento entre “Atenas y Jerusalén”, mucho antes de que Leo Strauss retomara el dilema en una conferencia famosa en Nueva York. De modo que recordemos que en el cristianismo, además de Roma y Bizancio, también existen Worms, París, Copenhague, Kiev, etcétera.

Pero naturalmente no pretendo aquí discutir de teología, Dios me libre. Lo que intento señalar es que la concepción de la razón que maneja Benedicto XVI es vieja, anticuada: como diría Bachelard, tiene la edad de los prejuicios. El Papa también es un Paleólogo, en el sentido etimológico del término. Por supuesto los islamistas que organizan algaradas o cometen desmanes en protesta por sus palabras no son en modo alguno más razonables ni cuentan con mejores argumentos en su haber. Ahora parece que el uno y los otros hacen esfuerzos por limar asperezas, lo cual es muy buena noticia para quienes creemos que los humanos están hechos para entenderse, no por razones de altruismo sino de prudencia. Pero también resulta evidente, como ha señalado Carlo Augusto Viano, que “en general, en el mundo contemporáneo, las religiones se configuran como amenazas relevantes a la posibilidad de encontrar formas de convivencia entre grupos que tienen historias diversas y que pertenecen a etnias y culturas diferentes” (en Laici in ginocchio, ed. Laterza). Como muchos de nosotros, creyentes o no, Viano se lamenta de la aceptación global del punto de vista beligerantemente religioso y de la falta de instrumentos intelectuales en la sociedad europea para combatir las pretensiones dogmáticas contrapuestas de las iglesias. Que sólo suelen coincidir, por cierto, en su compartido aborrecimiento del laicismo democrático, es decir, del conjunto de medidas institucionales (sobre todo educativas) contra la imposición de medidas clericales en el ámbito de lo público y común.
Mientras llegan otras alianzas planetarias más ambiciosas, ¿no sería bueno al menos propugnar un “pacto laico”, según la expresión que inventó Jean Baubérot hace más de quince años? Es decir, crear un ámbito nacional y sobre todo internacional tanto para católicos como para protestantes, para musulmanes, judíos o budistas y para ateos de toda laya, en el que se respetaran normas de convivencia comunes sin barniz religioso alguno, cimentadas en los principios fundamentales que sirven de base a las democracias de cualquier parte del mundo. Para ello, claro está, sería necesario recuperar el sentido político de nuestros valores ciudadanos de convivencia, porque como ha dicho muy bien Régis Debray “no hay ejemplo, con o sin democracia, en que una desmoralización de lo temporal no se haya traducido en una repolitización de lo espiritual”.
Nosotros y ellos/Gurutz Jáuregui, catedrático de Derecho Constitucional de la UPV-EHU
Tomado de El CORREO DIGITAL, 28/09/2006
Atribuir la polémica producida hace unos meses por la publicación de las caricaturas de Mahoma, o la abierta estos días tras el discurso de Benedicto XVI en Ratisbona, a la acción desestabilizadora de grupos extremistas constituye una postura tan cómoda como poco inteligente.
La cadencia cada vez mas frecuente e intensa de conflictos derivados de la colisión entre los valores de tradición liberal-occidental y otros valores constituye, probablemente, el reflejo de uno de los problemas más graves a los que se enfrenta la Humanidad en el momento actual. Me refiero al antagonismo entre dos modelos de sociedad aparentemente irreconciliables que, convencionalmente, se han definido como el modelo liberal y el comunitarista. Si bien se trata de una división excesivamente simplista y en no pocas ocasiones errónea, sobre todo cuando se identifica el liberalismo con las culturas occidentales y el comunitarismo con las otras culturas (el movimiento ‘neocon’ estadounidense, por ejemplo, es tanto o más mesiánico que otros movimientos comunitaristas), puede valernos para el propósito de este artículo.
El modelo liberal clásico concibe la sociedad civil como un territorio de individuos libres que se asocian de forma voluntaria a través de un contrato social. Los comunitaristas consideran, por su parte, que lo que une a los miembros de la comunidad no es un lazo jurídico contractual, sino un lazo vivido, existencial, producto de una serie de elementos que les permiten existir como tales: religión, género, lengua, familia, tradición cultural, etcétera. El liberalismo ha rechazado, históricamente, el modelo comunitarista por considerarlo particularista y emotivo, alejado, por tanto, de los principios racionales sobre los que, supuestamente, se asienta el Estado de Derecho.

No les falta razón a los liberales en su crítica. Al considerar a las personas exclusivamente en términos de su identidad étnica, religiosa, tribal, etcétera, los comunitaristas subordinan el Estado, el espacio público, a una comunidad superior a la que deben servir fielmente, ya sea esa comunidad la sangre, la patria, la religión o cualquier otro concepto de identidad absoluta y permanente. La sociedad civil concebida como una comunidad de este tipo puede llegar a ser profundamente totalitaria.
Pero no por ello el liberalismo se halla libre de pecado. El discurso liberal nos habla de seres humanos que, para ser reconocidos como sujetos, como titulares de derechos, deben despojarse de las condiciones reales que les permiten existir como tales: el género, la lengua, la clase, la familia, la tradición cultural. En definitiva, que para obtener reconocimiento como seres humanos, iguales en dignidad y derechos, deben dejar de ser humanos y limitarse a actuar como consumidores. La perspectiva que plantea el liberalismo resulta totalmente insensible a las peticiones de solidaridad y comunidad que demandan de forma apremiante los diversos grupos y culturas, particularmente aquéllos no incluidos en el engranaje del mercado, del mismo modo que resultó insensible, en su momento, a las peticiones de solidaridad derivadas de la desigualdad económica y social y de la existencia de clases sociales.

En muchos casos, la crítica liberal parte de un error muy grave cual es el identificar el liberalismo con la democracia. Muchas de las objeciones planteadas por parte del pensamiento occidental en nombre de la democracia son en realidad críticas formuladas desde una perspectiva liberal que no, necesariamente, democrática. El liberalismo define al individuo en términos minimalistas e individualistas. Otras culturas defienden los valores de libertad, igualdad, propiedad, justicia, lealtad, poder o autoridad de forma diferente a la nuestra. Estas sociedades no liberales, pero no por ello no democráticas, tratan de preservar sus estilos de vida. Muchas de ellas reconocen la libertad de expresión pero no la libertad de mofarse y ridiculizar sus textos sagrados, prácticas, creencias y rituales. Limitan el derecho de propiedad, de empresa y comercio para evitar que socaven el ‘ethos’ de la solidaridad social y la ética de las obligaciones comunes en los que se sustenta su sistema de vida.

Los liberales consideran inaceptables estas restricciones pero olvidan que también las sociedades liberales mantienen una serie de tabúes, profundamente enraizados en nuestra cultura. La admisión de determinados tabúes o restricciones es perfectamente válida siempre que sean asumidos por la propia cultura y siempre que esa cultura respete el principio básico de libertad de elección para pertenecer o abandonar el propio grupo, y que practiquen una libertad de crítica de todos sus miembros respecto al grupo cultural propio y una tolerancia para con los demás grupos.
Salvo que asumamos que el liberalismo representa la última y definitiva verdad sobre los seres humanos, no podemos condenar indiscriminadamente a las sociedades que no siguen el modelo liberal. Es evidente que muchas de estas sociedades tradicionales mantienen costumbres y prácticas ultrajantes para la dignidad humana, las cuales deben ser cambiadas, a través de medidas de presión interna y externa. Pero también se dan, con no poca frecuencia, prácticas de ese estilo en las sociedades liberales. Las costumbres y prácticas ultrajantes para la dignidad humana se encuentran en todas partes, tanto en el multiculturalismo radical como en el liberalismo occidental, en el integrismo religioso islámico como en el cristiano, el judío o el hinduista.
Lo que debe ser objeto de condena, en estos casos, no es la práctica de actitudes no liberales, sino la práctica de actitudes no democráticas. En este sentido, la teoría y las instituciones democráticas deben ser deconstruidas. Dado que fueron pensadas para sociedades más homogéneas que las actuales, estuvieron basadas en todo tipo de supuestos no previstos para la situación presente. La democracia ha alcanzado hasta ahora su máxima expresión en declaraciones de derechos tales como la Declaración Universal formulada por la ONU en 1948. Se trata de un documento válido en su conjunto pero insuficiente ya que fue pensado por y para un mundo occidental que poco tiene que ver con la realidad internacional del siglo XXI.

Por ello resulta imprescindible establecer unas nuevas bases de convivencia a escala mundial. El miembro del grupo comunitario posee las virtudes derivadas de la hermandad reinante en el grupo pero, a la vez, padece las limitaciones impuestas por el clan. El individuo consumidor posee las cualidades del ser humano libre autónomo pero, al mismo tiempo, padece las limitaciones del solitario desarraigado. Entonces el gran reto al que deben responder las futuras declaraciones de derechos es el de imaginar un espacio cívico que no sea radicalmente individualista ni sofocantemente comunitario.
DE CRUZADOS Y GUERRAS SANTAS/Samuel Hadas, analista diplomático. Primer embajador de Israel en España y ante la Santa Sede
Tomado de LA VANGUARDIA, 26/09/2006.
El Papa Benedicto XVI ofreció ayer la rama de olivo a los embajadores musulmanes ante la Santa Sede y jerarcas islámicos italianos, en un nuevo esfuerzo para calmar la conmoción que desencadenó en el mundo islámico una cita, sacada de su contexto, de un texto medieval. Su crítica a la violencia en el islam ha conducido a una tensión entre el cristianismo y el islam sin precedentes en siglos. El Papa no pretendía otra cosa que proponer un examen de conciencia en las religiones, empezando por la suya, condenar un extremismo fundamentalista que muchos, entre ellos no pocos musulmanes, consideran que ha secuestrado el islam, así como su convicción, también compartida mayoritariamente, de que la religión no debe ser usada para justificar violencia alguna.
Las doctas palabras del Papa en la Universidad de Ratisbona no sólo han tenido el efecto de herir sensibilidades en el mundo islámico, sino que han proporcionado, precisamente a sectores fundamentalistas en el mundo islámico, especialistas en el arte de manipular sensibilidades religiosas, una nueva oportunidad para sus estrategias de movilización para nutrir la guerra de civilizaciones que propugnan. “Quería explicar que la religión no va unida a la violencia, sino a la razón”, explicó el Papa. Las reacciones a unas reflexiones en contra de la difusión de la fe mediante la violencia han demostrado que, aparentemente, las voces fundamentalistas más intransigentes son las que dominan en el mundo islámico. Ha quedado demostrado nuevamente cuán fácil es sacar una frase de su contexto y manipularla y cuán difícil es demostrar que una malintencionada interpretación es producto de la mala fe.

Las olas expansivas de la conmoción llegaron raudamente a todas partes. En pocos días el Papa vio al mundo sumido en una viva polémica. No pocas de las reacciones han sido moderadas, como la del diario libanés Daily Star, que editorializa que la violencia “no debería ocupar lugar en la respuesta contra los errores del Papa”. El columnista Souheila al Jaad considera que los musulmanes deben aceptar las disculpas del Papa y demostrar que el islam es un ejemplo de diálogo. Ali Bardakoglu, director de Asuntos Religiosos de Turquía, lamentó las “reacciones islámicas contra templos cristianos”. Pero dominaron las voces más radicales y algunas llegaron a evocar la guerra santa contra los infieles intentando utilizar las palabras de Benedicto XVI simplemente como un pretexto para “inflamar un odio largamente incubado”, como editorializa el rotativo de la Iglesia católica de Italia Avvenire.
Para el ayatolá Ali Jamenei, lider supremo iraní, las palabras del Papa son el “último eslabón de una cruzada norteamericana-israelí contra el islam, que trata de generar crisis entre las religiones para alcanzar sus objetivos diabólicos”, mientras que la globalizada red terrorista Al Qaeda prometía que “su guerra santa contra los devotos de la cruz continuará hasta que el islam se apodere del mundo”. Nada más ni nada menos. No pocos son los católicos que consideran que la virulenta erupción demuestra que algunos elementos en el islam responden con la violencia antes que con la razón. “Las violentas reacciones en muchas partes del mundo islámico justifican precisamente uno de los mayores temores del Papa”, afirma el cardenal George Pell. Pero, según el periodista italiano Piero Ostellino, pocos han sido en el mundo judeo-cristiano y en la sociedad democrática-liberal los que han alzado sus voces en defensa del Papa, al que, lamentablemente, agrega, algunos reprochan haber tratado “imprudentemente” el problema.

¿Síndrome de hipersensibilidad religiosa? ¿Es el fundamentalismo religioso el que determina el tono? Parecería que aquellos políticos y clérigos que han utilizado las palabras del Papa, de la misma manera con que intentan instrumentalizar políticamente cualquier referencia desacertada proveniente de Occidente para enrarecer la atmósfera y promover la discordia, han logrado intimidar a los sectores más moderados y racionales, que no se atreven a discrepar. Éstos han sido desbordados por los extremistas. ¿Se trata, como sugiere un periodista español, de un cálculo cínico o indiferente que compra seguridad al fanático a cambio de manos libres para atacar a Occidente? Según el filósofo francés Rémi Brague, muchos líderes islámicos deberían pedir disculpas por haber instrumentalizado el sentimiento religioso de sus fieles para revestirse de legitimidad.

Es prematuro aún anticipar las lecciones que deberían extraerse de la violenta polémica de la que somos testigos. Ignorancia y rechazo son las principales causas del conflicto entre Occidente y el mundo islámico, asegura el príncipe Karim Aga Khan, líder espiritual de quince millones de musulmanes. Efectivamente, no estamos ante un choque de civilizaciones, sino ante un intento de mala fe de utilizar la profunda ignorancia recíproca existente entre los mundos, sobre todo en el seno del islam, para no solamente secuestrar la religión, sino para hacerse con el poder político e imponer su ley.
El ensueño musulmán/J. M. Ruiz Soroa
Tomado de EL CORREO DIGITAL, 26/09/2006
Pues verán, creo que si algo confirma el episodio creado en torno a las palabras de Ratzinger es que el principal problema de las relaciones entre las sociedades occidental y árabomusulmana es el de una marcada asimetría cognitiva y actitudinal. Piénsenlo un poco: los musulmanes salen a la calle indignados por las palabras de Ratzinger (o lo que les cuentan de ellas); nosotros, en cambio, ni siquiera sabemos lo que dicen del occidente cristiano los imanes, ulemas, clérigos islámicos o el gran muftí de Jerusalén. Y no lo sabemos porque nos importa bien poco. Ahí radica una profunda disintonía de actitudes mutuas: el mundo islámico vive mirando y escuchando a Occidente, contemplándolo con un sentimiento mezclado de admiración, envidia, desprecio y odio, haciéndole responsable de sus males al tiempo que envidiando sus logros. Han encontrado en Occidente la coartada intelectual para explicarse a sí mismas su fracaso como sociedades inmersas en la moderna globalidad. Mientras que, por el contrario, Occidente apenas si les mira sino como marginales de la historia, como cantera de incómodos terroristas.

A los españoles nos tendría que resultar sencillo comprender esta asimetría, porque hemos vivido varios siglos inmersos en ella en nuestra relación con los europeos: nosotros denominábamos a la asimetría ‘la leyenda negra’, una supuesta confabulación universal de calvinistas y pérfidos ingleses para denostar y calumniar a España, para mantenerla siempre sometida e ignorada, para no reconocer nuestros valores y nuestra aportación a la historia. Ellos nos ignoraban. Salimos del ensueño el día en que nos apercibimos de que la leyenda éramos nosotros mismos y que permaneceríamos en el furgón de cola de Europa mientras no abordásemos nuestros propios problemas con los instrumentos que el racionalismo nos podía proporcionar. Nos costó, pero no nos ha ido mal.
A pesar de esta experiencia propia, es tentador para muchos entrar en el juego que nos propone la actitud de los musulmanes, es decir, aceptar el planteamiento de que los problemas acuciantes de sus sociedades se deben a los abusos, errores y culpas occidentales, pasados y actuales. Una mezcla sutil de abnegación lindante con la autonegación, un redentorismo ilimitado y cierto etnocentrismo llevan a algunos entre nosotros a asumir con masoquismo la idea de que Occidente es el responsable de todos los males de Oriente Próximo. De lo que se deduce que debe repararlos. Pues bien, hay que decir que no, y hay que decírselo tanto a los musulmanes como a nuestros propios orientalistas.
A éstos hay que decirles que no puede haber ni choque ni alianza de civilizaciones, por la sencilla razón de que civilización no hay más que una. En plural existen las culturas, las sociedades, los Estados y los intereses políticos, pero civilización sólo existe una, esa que vamos construyendo trabajosamente los seres humanos en la Historia a base de trascender nuestros propios marcos culturales y llegar a aceptar la esencial autonomía de la persona. Existe una sola civilización, la que aparece cuando se reconoce en serio que la Humanidad es un ‘reino de fines’, por lo que la persona nunca es medio para nada. Y si admitimos que una sociedad o una cultura que repudia esta idea (que niega la condición de persona a la mitad de su población, que acepta verdades trascendentes suprapersonales como guía de su conducta, que niega la libertad de juicio crítico) es una civilización, estaremos traicionando la civilidad misma y, lo que es peor, no estaremos haciendo nada útil para la mejora de la sociedad compadecida.

A las sociedades musulmanas hay que decirles que sus problemas tienen sus raíces en su propia estructura social. Que el terrorismo lo padecen sobre todo y ante todo ellos mismos, como bien saben los moderados de sus países. Que el fundamentalismo no es sino el mesianismo desesperado de los que se resisten a evolucionar y buscan una salida regresiva de los problemas que les plantea la modernidad globalizada. Que otra gran parte de sus elites mantiene situaciones de injusticia, despotismo y subdesarrollo sólo por su interés particular. Que por mucho que la actuación de Israel sea hoy inaceptable y prepotente, el problema lo crearon fundamentalmente ellos con su cerril y obstinado rechazo a aceptar la existencia del Estado judío. Y que en cualquier caso ese problema no es sino una endeble coartada para todo lo que dejan de hacer.
Charles Zorgbibe cuenta cómo un político egipcio decía desesperado: «Hemos probado todas sus recetas, hemos probado con el socialismo, con el nacionalismo, con la democracia, con el islamismo, y todo fracasa en nuestros países». Quizás habría que decirles, sin superioridad ni etnocentrismo, como propone Richard Rorty: ¿por qué no prueban ustedes con el liberalismo? A nosotros nos ha conseguido sociedades más decentes y menos crueles, así que, ¿por qué no ensayar sus recetas?
La ciencia social no es capaz de establecer relaciones unívocas de causalidad; no es una ingeniería que pueda decir ‘haga usted esto en su sociedad y conseguirá esto otro’. Pero sí certifica que unas cosas anteceden a otras, y que sin ciertas instituciones previas no se llega a ciertos desarrollos sociales. Por eso podemos decir a las sociedades musulmanas que precisan de severas modificaciones estructurales si quieren salir de su postración y convertir su furia estéril en frutos tangibles en términos de progreso. Precisan de crear un sistema de reglas sociales estables que sirva de marco predecible a la actividad económica; precisan de fortalecer sus Estados, y para eso no tienen más remedio que separar la religión del ámbito político (secularización); precisan de domesticar la política aceptando los cambios regulares en el poder; necesitan instituciones sólidas y respetadas que den soporte a la sociedad civil; precisan desde luego de integrar a toda su población en la plena ciudadanía; y precisan de reconocer al juicio de cada persona un ámbito de libertad inviolable, la ‘libertad negativa’ (demoprotección). Pueden hacerlo a su modo, en sus marcos culturales, usando como palancas sus propias particularidades. El tránsito del Japón Meiji a la modernidad será para siempre un admirable ejemplo de transformación exitosa de una sociedad conservando su idiosincrasia cultural. Pero si no lo hacen, y es su (torpe) elección no hacerlo, la responsabilidad no es nuestra.


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