18 may 2007

Violencia y comunición

Violencia y comunicación/Juan Villoro
Tomado de Reforma, 18/05/2007;

Un rasgo esencial de nuestra identidad consiste en temerle a la policía. Si una patrulla se acerca y sientes escalofríos, eres mexicano.
Con frecuencia, denunciar un crimen es peor que padecerlo; el contacto con el orden público no garantiza la seguridad ni la justicia. Palabras como "escolta", "Ministerio Público", "custodio", "separos" o "guarura" infunden más miedo que respeto. Es interesante compararlas con otras como "comisaría", "investigador privado", "gendarmería" o "prefectura", que a nadie asustan porque no se aplican a nuestra realidad y por lo tanto no han sido degradadas.
En nuestra delirante aritmética del crimen, lo peor es no haber sido asaltado: la estadística sugiere que serás el próximo. Quien ya pasó por dos secuestros tiene menos boletos para la rifa. Esto no significa que el delito se perciba como algo común. Lo común es la sensación de impotencia ante los delincuentes y pavor ante quienes deberían defendernos.
Este escenario, de por sí roto, ha entrado a una fase de vértigo con la lucha frontal contra el narcotráfico. Aunque el problema de la inseguridad es integral (combatir el crimen organizado también significa combatir delitos comunes), el clima de incertidumbre sugiere que retamos a Godzilla cuando aún no dominábamos a saurios menores. El marcador de ejecuciones provoca zozobra: en 2006 hubo alrededor de 2 mil; en lo que va de 2007 llevamos cerca de mil. Algunas víctimas representan severas bajas para el Estado. Hace un par de días fueron atacados los responsables del combate al crimen organizado en Coahuila y el Distrito Federal.
La violencia generalizada desata mecanismos psicológicos compensatorios. Desde el punto de vista de la comunicación, pasamos por una fase decisiva que parece no importarle a las autoridades. La estrategia militar suele despersonalizar el lenguaje para no alarmar a la población: no hay muertos sino "bajas", no hay disparos a las propias tropas sino "fuego amigo". Una extraña economía de la muerte lleva a pensar que en determinado enfrentamiento no hubo tantas víctimas. Pero la tragedia no se neutraliza con eufemismos. Cada muerte es un exceso que acaba con la totalidad de un destino. No hay porcentajes satisfactorios en la aniquilación.
La lucha contra el crimen organizado no puede apartarse de la rendición de cuentas. Sin embargo, en vez de ofrecer datos puntuales, la respuesta oficial consiste en difundir un anuncio de televisión donde la violencia se normaliza ante los ojos de los niños: una familia contempla las noticias de sangre pero se resigna ante la certeza de que eso es necesario.
El conocido "síndrome de Estocolmo" provoca que la víctima defienda a sus agresores. A nivel del lenguaje, hemos caído en un síndrome equivalente. Cuando el enemigo es inescrutable o demasiado poderoso, nos servimos de sus expresiones como si así descifráramos su lógica y le restáramos importancia. Es el caso de la palabra "levantar", que los medios usan desde hace poco para referirse a quienes son secuestrados rumbo a una muerte segura. Conjugar los verbos del crimen, "normalizar" una atrocidad con un término en apariencia inofensivo, transformar la tortura en un "levantón", es una claudicación moral. Sencillamente no sabemos cómo hablar del tema.
Lo peor es que el gobierno tampoco sabe. Sus operativos han despertado inquietudes sin respuesta: ¿Por qué no se han publicado los expedientes de los extraditados? ¿Algunos tenían procesos abiertos en México y no podían ser trasladados? ¿Cómo se combate la corrupción al interior de los mandos militares y policiacos? ¿De qué manera se atacarán las redes económicas y financieras del crimen organizado, esenciales para su funcionamiento? ¿Por qué el máximo encargado de enfrentar a los cárteles en el Distrito Federal no iba en un coche blindado ni llevaba escolta? ¿Qué se está haciendo a nivel bilateral para detectar en Estados Unidos a los socios de los narcos mexicanos? ¿Por qué no hay una estrategia de medios para controlar el efecto de los narcovideos y sus mensajes de escalofrío, de las cabezas rodantes al letrero encajado en el pecho de una víctima? ¿Es posible abatir el crimen sin combatir la impunidad de la clase política? ¿Hay zonas de alto riesgo a las que no deberíamos ir? Preguntas y más preguntas.
La mayoría de los mexicanos somos incapaces de diseñar una estrategia de seguridad nacional. No se trata de criticar al Presidente por enfrentar un problema imperioso, pero no sabemos bien a bien qué táctica sigue. El vacío de comunicación lleva a suponer que el enemigo es poderoso a un grado sobrenatural.
El lunes pasado escuché al procurador Medina Mora en el programa Entre tres. Pocas personas tienen cosas más importantes que decir. Sin embargo, en vez de trazar un mapa concreto de los desafíos que enfrenta, el estratega de la seguridad se perdió en vaguedades del tipo: "debemos restaurar los espacios institucionales perdidos por la ciudadanía ante un problema multifactorial". Repitió la última palabra como una de sus abstracciones favoritas y al menos en dos ocasiones comentó que enfrentamos una situación "¡posmoderna!" ¿Sirve de algo bautizar el mal con esa vaporosa etiqueta?
A propósito de la guerra de Iraq, escribió Camille Paglia: "Existe un espíritu de fe cuando uno se empeña en lograr un objetivo y cree que puede vencer cualquier adversidad". El combate al crimen organizado no puede ser emprendido como artículo de fe. Las amenazas del narco han llevado a varios periódicos a prescindir del tema o a tratarlo desde el anonimato. Según Reporteros sin Fronteras México es, después de Iraq, el país más arriesgado para ejercer el periodismo. En estas circunstancias el gobierno tiene una obligación adicional de informar.
No basta saber que la lucha será larga y dolorosa. Necesitamos enterarnos a fondo de lo que sucede, no que le pidan a los niños que se acostumbren a ver cadáveres.

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