- Defender el laicismo/María Amparo Casar
Ya preocupa. Ya van muchas. Ahora fue la declaración de Dominique Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados del Vaticano: "...proponer nuevos caminos del marco jurídico actual con vistas a una plena garantía a la libertad religiosa de todos los ciudadanos, superando limitaciones y equívocos que se perciben en las normas vigentes". Pero hace unos meses fueron la entrevista del cardenal Rivera, el comunicado de la Arquidiócesis y las declaraciones de su vocero, Hugo Valdemar, y de su asesor jurídico, Armando Martínez.Todas van en la misma dirección: influir en la emisión de una nueva reglamentación de la Ley de Asociaciones Religiosas para transitar del concepto de libertad de cultos y creencias al de libertad religiosa.
Detrás del atractivo concepto de libertad religiosa está la justificación para la reforma que quiere la jerarquía católica. Se trata de un concepto que, a diferencia del de libertad de creencias y de cultos, hace referencia al derecho de los ciudadanos a ejercer su religión en actividades privadas pero también públicas. Detrás de ese concepto está el convencimiento de que la libertad de creencias y de cultos es limitativa pues encierra la práctica religiosa en el recinto eclesial y no le permite salir a otros campos como el educativo, el económico, el de la comunicación mediática o el político. En contraste, el de libertad religiosa es un concepto abierto que elimina limitaciones como las que establece y castiga la ley de Asociaciones Religiosas. Ésas que impiden a los ministros de culto asociarse con fines políticos, realizar proselitismo o propaganda a favor o en contra de candidatos o partidos y convertir actos religiosos en reuniones de carácter político. Ésas que hacen vigente la separación entre Estado e Iglesia, entre religión y política, entre el reino de los hombres y el reino de Dios. En suma, ésas que hacen vigente el Estado laico.
La palabra escrita del cardenal no deja lugar a dudas: "Los ministros de culto no pedimos fueros o privilegios, simplemente que se nos trate en igualdad con el resto de ciudadanos mexicanos"; "se trata de que la libertad religiosa pueda ser reconocida como derecho humano"; "...los rubros que deben ser reconsiderados son en materia de ministros de culto, quienes no tienen reconocidos sus derechos políticos... de poseer y administrar medios masivos de comunicación por parte de las Asociaciones Religiosas, de educación religiosa en escuelas públicas... y muchas más". Más claro ni el agua.Pero si sus palabras no fueran contundentes, o dieran lugar a dudas respecto a que esta concepción quiere llevarse a las leyes mexicanas, en el semanario Desde la Fe se establece: "Todavía son imperiosas nuevas reformas que perfeccionen la ley, especialmente en materia de ministros de culto". Más todavía. En el comunicado de la Arquidiócesis refiriéndose a la Iglesia se afirma que "su misión no puede supeditarse al interior de los templos y a la práctica del culto, los pastores... tienen la obligación de orientar a los fieles en todo aquello que afecta sus vidas y la dimensión política es un aspecto importante".
Lo que está a discusión es si el Estado laico, uno de los pilares de nuestro pacto social, está en peligro. Si las reformas planteadas por el cardenal y reiteradas por Mamberti alterarían el principio de laicidad, el carácter laico del Estado mexicano.Creo que sí. Las propuestas de reforma alterarían la relación Estado-Iglesias. Tener a uno o varios ministros de culto sentados en San Lázaro o Xicoténcatl, en un Palacio Municipal o en la casa de gobierno de una entidad federativa altera la laicidad del Estado.
Pero no se trata únicamente de levantar la restricción al voto pasivo, de defender el derecho a ser votado, se trata de que las reformas se proponen alterar la relación Iglesia-política, Iglesia-economía e Iglesia-sociedad. En el prolongado conflicto entre Estado e Iglesia ésta perdió tres cosas: sus privilegios económicos, sus privilegios sociales y sus privilegios políticos. Los primeros se perdieron cuando se despojó a la Iglesia de sus bienes y de la posibilidad de volverlos a adquirir, los segundos cuando se estableció la educación laica, y los terceros cuando se establecieron las prohibiciones políticas que hoy se quieren anular.
Lo que ayer sugirió el cardenal Rivera y hoy machaca Mamberti es ni más ni menos recuperar esos privilegios o, para no faltar a la verdad, una plataforma desde donde la Iglesia pueda recuperarlos: la urna, el aula y los medios. Los instrumentos por excelencia para tener poder político, social y económico.Por fortuna podemos terminar con una nota de optimismo. Florencio Salazar, subsecretario de Población, Migración y Asuntos Religiosos, ha declarado que el gobierno federal tiene el compromiso de preservar la laicidad del Estado; que no es conveniente que los ministros religiosos actúen en política nacional y que las iglesias tienen en el Estado laico al garante de la libertad religiosa. Así sea.
Columna Horizonte político/José A. Crespo: “Libertad” religiosa
Publicado en Excelsior, 8/10/2007;
No debe extrañar la pretensión de la Iglesia católica de incrementar su participación política de manera más directa. El enviado del Vaticano, Dominique Mamberti, pide participación directa de la Iglesia en política y viste esta solicitud de “libertad religiosa”. Una libertad religiosa que la Iglesia se negó a permitir durante siglos, aun en México, donde, bajo su influjo, las constituciones de Apatzingán y la liberal de 1824 establecían al catolicismo como religión oficial, “sin tolerancia de ninguna otra”. Y en 1857, cuando se estableció la laicidad estatal, la Iglesia excomulgó a todo aquel que jurara la nueva Carta Magna. Vaya libertad religiosa, misma que ya existe en México gracias al Estado laico.
Y no debe extrañar el empeño eclesiástico de incrementar su presencia política pues, aunque el cristianismo que se supone pregona la Iglesia es una religión y filosofía antipolítica (es decir, que el ejercicio del poder es incompatible con la misión espiritual), la Iglesia es en esencia una institución política desde que el catolicismo fue proclamado por Constantino de la Cruz como religión oficial del Imperio Romano. Decisión que ese emperador tomó por motivaciones políticas y circunstancia que los obispos y otros prelados católicos aprovecharon para incrementar la riqueza material y el poder político de la jerarquía eclesiástica (que no el de su feligresía). A partir de entonces, el poder de la Iglesia se incrementó, al grado de convertirse en la antítesis de lo que en términos cristianos se considera el reino espiritual. La Iglesia dispuso, como cualquier Estado secular, de jueces, burocracia, cárceles, ejércitos, gran riqueza económica, bancos, y ejerció así un enorme poder temporal y directo durante siglos. La secularización de la cultura en Occidente dio lugar al Estado laico, lo que fue minando el poder eclesiástico y limitando su capacidad de injerencia directa en los asuntos públicos. Pero aún mantiene un buen caudal de influencia política, ejercida a través de su ascendencia sobre los fieles, sobre todo en países con un nivel bajo o medio de modernización social (como México). Pero no le basta. La Iglesia quiere regresar por sus fueros, no sólo emitiendo desde el púlpito sus opiniones sobre tal o cual partido, candidato o política pública, lo cual podría ser compatible con la existencia de un Estado laico. Pero el Colegio de Abogados Católicos en México pide la participación directa del clero en política, por medio de asociaciones políticas y el derecho de ocupar cargos de elección popular. Sin embargo, los derechos ciudadanos como todos encuentran sus límites en donde puedan afectar el derecho de los terceros o bien la viabilidad del Estado. Y dada la esencia de la Iglesia católica, su enorme poder económico y su trayectoria histórica en nuestro país, su participación directa puede todavía representar un desafío al Estado mexicano. Curiosamente, el creador del Estado laico en México, Benito Juárez, promovió una reforma mediante la cual los clérigos pudieran ocupar cargos de elección popular. Reforma que el Congreso, todavía unicameral, rechazó justo para defender la laicidad del Estado que el Benemérito contribuyó a erigir. Afortunadamente, los diputados resultaron más juaristas que Juárez (como también lo fue Maximiliano antes de eso, para decepción de los conservadores que lo trajeron). Paradojas de nuestra historia.
Pero, volviendo a nuestros días, ¿cómo va a ser compatible la existencia y el fortalecimiento de un Estado laico que ahora se bate contra diversos poderes fácticos (aunque laicos) con la participación directa de los clérigos? Menos cuando el cardenal Norberto Rivera explica que la pretendida participación política de la Iglesia se concibe “una misión profética que es inherente a la misión pastoral de la Iglesia”. Sus declaraciones mismas dan la razón a quienes se oponen a la participación directa del clero de cualquier Iglesia en política. Las “misiones proféticas” son sumamente peligrosas en política, incluso cuando tienen una naturaleza secular, pero con mayor razón cuando muestran un signo religioso. También dice el arzobispo primado que la injerencia de los clérigos en temas políticos busca “el bien común, salvaguardar los valores cristianos e inclusive defender a la sociedad de sí misma cuando pierde el rumbo, tergiversa los valores y empieza su camino de deshumanización” (4/Oct/07). Pero si lo que se quiere es “defender a la sociedad de sí misma” habría que preguntar, ¿según quién? Cada sector social, ideológico, económico y cultural tiene su propia visión de por dónde debe marchar el país y de qué políticas pueden provocar que se “pierda el rumbo”. Lo que para unos es un acto de liberación social (por ejemplo, la despenalización del aborto o la promoción gubernamental del uso del condón o la prevención de la homofobia), para otros es un claro signo de perdición. Y por eso, en un Estado laico y democrático, todas las visiones deben convivir y dirimir sus diferencias en el marco de las instituciones.
Es cierto que Rivera aclara que incluso la ley canónica prohíbe a los clérigos contender por cargos de elección popular, por lo que solicita simplemente el derecho del clero a emitir opiniones políticas, lo cual en un Estado moderno es perfectamente compatible con la democracia y la pluralidad ideológica. En eso se podría dar ya el paso legal, siempre dentro de los límites que protegen la institucionalidad de los poderes formales, como se exige también a los partidos políticos. Además, debieran plantearse las opiniones en términos seculares, no religiosos o sobrenaturales, como amenazar que quien vote por tal partido o candidato conocerá la ira de Dios o exhortar al incumplimiento de una ley, por no ser grata a la Iglesia, facultad legal que indebidamente sí exige la jerarquía católica
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