La oportunidad/Jaime Sánchez Susarrey
Reforma (www.reforma.com, 15 noviembre 2008;
¿Por qué en México, a diferencia de Chile o España, no se ha desarrollado ni consolidado un partido de izquierda moderno y democrático? La respuesta, al menos en parte, está en los orígenes. El Partido de la Revolución Democrática nació de la fusión de dos grandes vertientes: las corrientes socialistas (marxista en sus distintas versiones: maoístas, trotskystas, etcétera) y la disidencia priista encabezada entonces por Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo. Fue en sentido estricto una alianza de oportunidad. Cuauhtémoc tuvo un éxito inesperado y levantó en unos cuantos meses un verdadero movimiento nacional.
Pero eso es sólo la mitad de la historia. La otra mitad es que el Frente Democrático Nacional era una coalición contra las políticas económicas de Miguel de la Madrid. La privatización de empresas y la apertura comercial eran los demonios que combatían los disidentes priistas. La ruptura se hizo inevitable con la designación de Salinas de Gortari como candidato del PRI a la Presidencia de la República. Para todos fue evidente que, lejos de una rectificación, habría mucho más de lo mismo.
El Partido de la Revolución Democrática nació en 1989 bajo esa doble estrella: el liderazgo incuestionable de Cuauhtémoc Cárdenas y un programa de contrarreformas en el plano económico. No a la privatización de empresas estatales, no a la apertura comercial. Todo eso fue aderezado con la convicción de que la elección le había sido arrebatada al Frente Democrático Nacional. Por eso el PRD se mantuvo al margen de todas las negociaciones y reformas que se operaron durante el gobierno de Salinas de Gortari.
Los NO, así con mayúsculas, se multiplicaron. No a la privatización de la banca. No a la reforma del artículo 27. No al Tratado de Libre Comercio. Y por supuesto no a las sucesivas reformas electorales de 1989, 1993 y 1994. La contradicción era y es flagrante. Ninguna de esas reformas es hoy cuestionada ni nadie propone, incluidos los perredistas, revertirlas. Pero en aquellos años fueron denunciadas como la antesala del infierno que culminaría con la liquidación de la soberanía nacional.
Las cosas empeoraron en 1994. El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional despertó los viejos reflejos de las corrientes socialistas. Lejos de condenar la violencia y deslindarse de la guerrilla, como un camino intransitable para un partido democrático, los ex socialistas cayeron bajo el hechizo de Marcos. Los ex priistas, por su parte, vieron en la revuelta zapatista la confirmación de que el neoliberalismo de Salinas de Gortari había fracasado en toda la línea.
El mismo Cuauhtémoc Cárdenas le rindió pleitesía al subcomandante Marcos que en el primer comunicado del EZLN llamaba a combatir al Ejército burgués para marchar a la Ciudad de México e instaurar un Estado socialista. No sólo eso. Los perredistas albergaron, primero, la esperanza de que en ese contexto podrían ganar la Presidencia de la República. Y después, tuvieron la certeza de que un choque de trenes en la elección presidencial obligaría a anular los comicios y a formar un gobierno de transición.
No había, por lo tanto, nada que rectificar. El combate contra el neoliberalismo debía ser frontal. La victoria de Ernesto Zedillo en medio de una alta participación ciudadana y en completa paz dejó al PRD en estado de shock. El panorama se oscureció. Sin embargo, el error de diciembre y la crisis económica de 1995 revivieron a los perredistas. Dos años después se convirtieron en la segunda fuerza en la Cámara de Diputados y Cuauhtémoc Cárdenas ganó la Jefatura de Gobierno en la Ciudad de México.
El sol salía, por fin, para el partido del sol azteca. Amén de que esas victorias parecían pavimentarle el camino a la Presidencia de la República en el 2000. No había entonces nada que rectificar. El programa debía ser el mismo: no a las reformas y bajo el mismo liderazgo: Cuauhtémoc Cárdenas. La hora del verdadero ajuste de cuentas se acercaba. Los neoliberales serían echados del poder y sobre sus cenizas se levantaría el reino del nacionalismo revolucionario.
La victoria de Vicente Fox en el 2000 dejó a los perredistas, de nuevo, en la lona. Pero además, marcó el inició del ocaso de Cuauhtémoc Cárdenas y del ascenso de Andrés Manuel López Obrador. La consolidación del liderazgo del Peje constituyó un retroceso en todos los órdenes: el discurso antirreformador no sólo se endureció, sino además se complementó con una estrategia abierta de confrontación y ataques a las instituciones. El estilo tropical e irresponsable del nuevo Tlatoani arrasó cualquier vestigio de crítica o disidencia en el interior del PRD.
Es más, la liquidación del liderazgo de Cárdenas se convirtió en uno de los objetivos prioritarios de López. Estaba convencido, y no le faltaba razón, que su candidatura a la Presidencia pasaba por el aniquilamiento del neocardenismo. Fue así como el PRD entró en la peor de sus etapas. El autoritarismo, el populismo, la irresponsabilidad, la demagogia y el cinismo se convirtieron en sus señas de identidad. Corolario: la victoria de AMLO en el 2006 habría tenido efectos desastrosos para el país, pero también para el PRD. La esperanza de la renovación y modernización de la izquierda habría sido sepultada para siempre.
Llegamos así al último capítulo. La derrota de López Obrador y los errores que cometió después del 2 de julio figurarán algún día en los anales de la tontería y la estupidez. Nunca antes un capital político, como el que había acumulado "el rayito de esperanza", fue dilapidado con tanta irresponsabilidad. Sería erróneo, sin embargo, considerarlo un cadáver político. En política no hay hombres muertos hasta que de verdad se mueren.
Pero al mismo tiempo, la caída de López Obrador ha abierto por primera vez en la historia del PRD una oportunidad de oro. Me explico. Por primera vez el PRD no está sujeto a un liderazgo hegemónico. Por primera vez el PRD puede hacer, como lo ha venido haciendo, una apuesta por las reformas y las instituciones. Por primera vez el PRD puede debatir abiertamente en busca de una nueva identidad.
Ésta es la oportunidad que Jesús Ortega y su corriente tienen por delante. El país necesita una izquierda moderna y democrática. Ése debe ser su objetivo. Para lograrlo deben revisar la historia y rectificar los errores. El examen de conciencia es indispensable. Es ahora o nunca. Sería imperdonable que inmolaran esta oportunidad en el altar de la unidad a toda costa. Lo mejor que le puede suceder al PRD es deshacerse de una vez por todas de esa rémora que se llama Andrés Manuel López Obrador.
Reforma (www.reforma.com, 15 noviembre 2008;
¿Por qué en México, a diferencia de Chile o España, no se ha desarrollado ni consolidado un partido de izquierda moderno y democrático? La respuesta, al menos en parte, está en los orígenes. El Partido de la Revolución Democrática nació de la fusión de dos grandes vertientes: las corrientes socialistas (marxista en sus distintas versiones: maoístas, trotskystas, etcétera) y la disidencia priista encabezada entonces por Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo. Fue en sentido estricto una alianza de oportunidad. Cuauhtémoc tuvo un éxito inesperado y levantó en unos cuantos meses un verdadero movimiento nacional.
Pero eso es sólo la mitad de la historia. La otra mitad es que el Frente Democrático Nacional era una coalición contra las políticas económicas de Miguel de la Madrid. La privatización de empresas y la apertura comercial eran los demonios que combatían los disidentes priistas. La ruptura se hizo inevitable con la designación de Salinas de Gortari como candidato del PRI a la Presidencia de la República. Para todos fue evidente que, lejos de una rectificación, habría mucho más de lo mismo.
El Partido de la Revolución Democrática nació en 1989 bajo esa doble estrella: el liderazgo incuestionable de Cuauhtémoc Cárdenas y un programa de contrarreformas en el plano económico. No a la privatización de empresas estatales, no a la apertura comercial. Todo eso fue aderezado con la convicción de que la elección le había sido arrebatada al Frente Democrático Nacional. Por eso el PRD se mantuvo al margen de todas las negociaciones y reformas que se operaron durante el gobierno de Salinas de Gortari.
Los NO, así con mayúsculas, se multiplicaron. No a la privatización de la banca. No a la reforma del artículo 27. No al Tratado de Libre Comercio. Y por supuesto no a las sucesivas reformas electorales de 1989, 1993 y 1994. La contradicción era y es flagrante. Ninguna de esas reformas es hoy cuestionada ni nadie propone, incluidos los perredistas, revertirlas. Pero en aquellos años fueron denunciadas como la antesala del infierno que culminaría con la liquidación de la soberanía nacional.
Las cosas empeoraron en 1994. El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional despertó los viejos reflejos de las corrientes socialistas. Lejos de condenar la violencia y deslindarse de la guerrilla, como un camino intransitable para un partido democrático, los ex socialistas cayeron bajo el hechizo de Marcos. Los ex priistas, por su parte, vieron en la revuelta zapatista la confirmación de que el neoliberalismo de Salinas de Gortari había fracasado en toda la línea.
El mismo Cuauhtémoc Cárdenas le rindió pleitesía al subcomandante Marcos que en el primer comunicado del EZLN llamaba a combatir al Ejército burgués para marchar a la Ciudad de México e instaurar un Estado socialista. No sólo eso. Los perredistas albergaron, primero, la esperanza de que en ese contexto podrían ganar la Presidencia de la República. Y después, tuvieron la certeza de que un choque de trenes en la elección presidencial obligaría a anular los comicios y a formar un gobierno de transición.
No había, por lo tanto, nada que rectificar. El combate contra el neoliberalismo debía ser frontal. La victoria de Ernesto Zedillo en medio de una alta participación ciudadana y en completa paz dejó al PRD en estado de shock. El panorama se oscureció. Sin embargo, el error de diciembre y la crisis económica de 1995 revivieron a los perredistas. Dos años después se convirtieron en la segunda fuerza en la Cámara de Diputados y Cuauhtémoc Cárdenas ganó la Jefatura de Gobierno en la Ciudad de México.
El sol salía, por fin, para el partido del sol azteca. Amén de que esas victorias parecían pavimentarle el camino a la Presidencia de la República en el 2000. No había entonces nada que rectificar. El programa debía ser el mismo: no a las reformas y bajo el mismo liderazgo: Cuauhtémoc Cárdenas. La hora del verdadero ajuste de cuentas se acercaba. Los neoliberales serían echados del poder y sobre sus cenizas se levantaría el reino del nacionalismo revolucionario.
La victoria de Vicente Fox en el 2000 dejó a los perredistas, de nuevo, en la lona. Pero además, marcó el inició del ocaso de Cuauhtémoc Cárdenas y del ascenso de Andrés Manuel López Obrador. La consolidación del liderazgo del Peje constituyó un retroceso en todos los órdenes: el discurso antirreformador no sólo se endureció, sino además se complementó con una estrategia abierta de confrontación y ataques a las instituciones. El estilo tropical e irresponsable del nuevo Tlatoani arrasó cualquier vestigio de crítica o disidencia en el interior del PRD.
Es más, la liquidación del liderazgo de Cárdenas se convirtió en uno de los objetivos prioritarios de López. Estaba convencido, y no le faltaba razón, que su candidatura a la Presidencia pasaba por el aniquilamiento del neocardenismo. Fue así como el PRD entró en la peor de sus etapas. El autoritarismo, el populismo, la irresponsabilidad, la demagogia y el cinismo se convirtieron en sus señas de identidad. Corolario: la victoria de AMLO en el 2006 habría tenido efectos desastrosos para el país, pero también para el PRD. La esperanza de la renovación y modernización de la izquierda habría sido sepultada para siempre.
Llegamos así al último capítulo. La derrota de López Obrador y los errores que cometió después del 2 de julio figurarán algún día en los anales de la tontería y la estupidez. Nunca antes un capital político, como el que había acumulado "el rayito de esperanza", fue dilapidado con tanta irresponsabilidad. Sería erróneo, sin embargo, considerarlo un cadáver político. En política no hay hombres muertos hasta que de verdad se mueren.
Pero al mismo tiempo, la caída de López Obrador ha abierto por primera vez en la historia del PRD una oportunidad de oro. Me explico. Por primera vez el PRD no está sujeto a un liderazgo hegemónico. Por primera vez el PRD puede hacer, como lo ha venido haciendo, una apuesta por las reformas y las instituciones. Por primera vez el PRD puede debatir abiertamente en busca de una nueva identidad.
Ésta es la oportunidad que Jesús Ortega y su corriente tienen por delante. El país necesita una izquierda moderna y democrática. Ése debe ser su objetivo. Para lograrlo deben revisar la historia y rectificar los errores. El examen de conciencia es indispensable. Es ahora o nunca. Sería imperdonable que inmolaran esta oportunidad en el altar de la unidad a toda costa. Lo mejor que le puede suceder al PRD es deshacerse de una vez por todas de esa rémora que se llama Andrés Manuel López Obrador.