15 may 2009

Torturadores

Los torturadores voluntarios de Bush/Tzvetan Todorov, semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa. Es premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2008. Entre sus últimas obras destacan Los aventureros del absoluto, El espíritu de las luces y La literatura en peligro.
Publicado en El País, 14/05/2009;
Traducción de Pilar Vázquez
Los documentos relativos a las prácticas de tortura empleadas en las cárceles de la CIA que el Gobierno de Obama hizo públicos el pasado 16 de abril arrojan una nueva luz sobre esta cuestión: ¿cómo explicarse la facilidad con la que han aceptado la tortura y la han aplicado a sus prisioneros unas personas que actúan en nombre del Gobierno estadounidense?
Los documentos que se acaban de publicar no revelan los casos de tortura concretos: éstos son de sobra conocidos por todos los que en su día quisieron enterarse. Sin embargo, aportan abundante información sobre la forma en la que se llevaban a cabo las sesiones de tortura y sobre cómo la entendían los agentes que la practicaban.
Lo más sorprendente es descubrir la existencia de una normativa increíblemente meticulosa, formulada en los manuales de la CIA y retomada, a su manera, por los responsables jurídicos del Gobierno de George W. Bush. Hasta ahora era posible imaginar que tales prácticas eran una muestra de lo que se suele denominar “atropellos”, infracciones involuntarias de las normas provocadas por la urgencia del momento. Por el contrario, lo que se percibe en los documentos recién conocidos es que se trata de unos procedimientos pautados hasta en sus menores detalles, al milímetro, perfectamente cronometrados.
Así, las formas de tortura son 10, número que posteriormente será elevado a 13. Se dividen en tres categorías, cada una de ellas con diversos grados de intensidad: preparatorias (desnudez, manipulación de la alimentación, privación del sueño), correctivas (los golpes) y coercitivas (duchas de agua fría, encierro en cajas, suplicio de la bañera).
En el caso de las bofetadas, el interrogador, según estos manuales, debe golpear con los dedos separados, en un punto equidistante entre el extremo de la barbilla y la parte inferior del lóbulo de la oreja.
La ducha de agua fría aplicada al prisionero desnudo puede durar 20 minutos si el agua está a cinco grados, 40 minutos si está a 10 grados, y hasta 60 minutos si está a 15 grados.
La privación del sueño no debe ser superior a 180 horas, pero tras un reposo de ocho horas, se puede recomenzar.
La inmersión en la bañera puede durar hasta 12 segundos, durante un periodo que no debe exceder las dos horas diarias, y ello durante 30 días seguidos (un preso particularmente resistente pasó por este suplicio 183 veces en marzo de 2003).
El encierro en una caja de dimensiones muy reducidas no debe ser superior a dos horas, pero si la caja permite que el prisionero esté de pie, se puede prolongar hasta ocho horas seguidas, 16 por día. Si se introduce un insecto en el interior, no se le debe decir al prisionero que la picadura será dolorosa o incluso mortal.
Y así sucesivamente durante páginas y páginas.
Nos enteramos también por estos documentos de cómo se forma a los torturadores. La mayoría de esas torturas está copiada del programa que siguen los soldados americanos que se preparan para enfrentarse a situaciones extremas (lo que permite a los responsables concluir que se trata de pruebas absolutamente soportables). Y lo que todavía es más importante, se elige a los torturadores entre aquellos que han tenido “una larga experiencia escolar” en este tipo de pruebas extremas; dicho en otras palabras, los propios torturadores han sido torturados en una primera fase de su formación. Tras la cual, un cursillo intensivo de cuatro semanas basta para prepararlos para su nuevo trabajo.
Los socios indispensables de los torturadores son los consejeros jurídicos, cuya labor es garantizar la impunidad legal de sus colegas. Esto constituye otra novedad: la tortura ya no se presenta como una infracción de la norma común, lamentable pero excusable, sino que se convierte en la propia norma legal. En este caso, los juristas recurren a otra serie de técnicas. Para librarse de la ley, los interrogatorios deben realizarse fuera del territorio nacional de Estados Unidos, aunque puedan efectuarse en bases norteamericanas en terceros países.
Tal como se define legalmente, la tortura implica la intención de producir un gran sufrimiento. Se sugerirá, por consiguiente, a los torturadores que nieguen la presencia de esa intención. De tal modo que no se abofetea al preso para producirle dolor, sino para sorprenderlo y humillarlo. En cuanto al objetivo de encerrarlo en una caja de reducidas dimensiones no es provocar un desorden sensorial, sino producirle cierta sensación de incomodidad.
El verdugo debe insistir siempre en su “buena fe”, en sus “convicciones sinceras” y en lo razonable de sus premisas. Se han de utilizar sistemáticamente eufemismos: “Técnicas reforzadas”, en lugar de tortura; “experto en interrogatorios”, en lugar de torturador.
También se evitará dejar huellas físicas, y, por esta razón, se preferirá la destrucción mental a los daños físicos; asimismo, se destruirán inmediatamente las posibles grabaciones o tomas visuales de las sesiones.
Otros colectivos colaboran en la práctica de la tortura: el contagio se extiende allende el limitado círculo de los torturadores. Aparte de los juristas que se encargan de dar legitimidad a sus actividades, en los documentos se menciona sistemáticamente a los psicólogos, a los psiquiatras y a los médicos (obligatoriamente presentes en todas las sesiones), además de a las mujeres (los torturadores son hombres, pero la humillación es aún mayor, más grave, cuando hay mujeres presentes) y a los profesores de universidad que proveen justificaciones morales, legales o filosóficas.
¿A quién debemos considerar hoy responsable de esta perversión de la ley y de los principios morales más elementales?
Los ejecutores voluntarios de la tortura lo son menos que los altos cargos y los magistrados que la justificaron y la fomentaron; y éstos, menos responsables, a su vez, que quienes teniendo el poder de tomar decisiones políticas les pidieron que lo hicieran.
Los Gobiernos extranjeros aliados, sobre todo los europeos, también tienen su parte de responsabilidad: pese a haber estado siempre al corriente de la existencia de estas prácticas y de haberse beneficiado de la información obtenida por estos medios, nunca, ni antes ni ahora, se preocuparon por alzar la más mínima protesta, ni siquiera hicieron el más leve signo de desaprobación. Quien calla otorga. ¿Habría que sentarlos en el banquillo?
En una democracia, la condena de los políticos consiste en privarlos del poder no reeligiéndolos. Y con respecto a los otros profesionales, se esperaría que sean sus iguales quienes les impongan el castigo, pues ¿quién querría ser alumno de semejante profesor, paciente de un médico tal o juzgado por un juez así?

Si se quiere comprender por qué estos valientes estadounidenses aceptaron tan fácilmente convertirse en torturadores, de nada vale intentar encontrar argumentos en el odio o en un miedo ancestral a los musulmanes o a los árabes. No. La situación es mucho más grave.
Lo que nos enseñan los documentos estadounidenses que acaban de hacerse públicos es que, siempre y cuando forme parte de un colectivo y esté respaldado por él, cualquier hombre que obedezca a los nobles principios dictados por el “sentido del deber”, por la necesaria “defensa de la patria”, o que se deje arrastrar por un temor elemental por la vida y el bienestar de los suyos, puede convertirse en torturador.

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