27 nov 2010

¿Fiscalía o Comisión de la Verdad?


Fiscalía o Comisión de la Verdad?

René Delgado


 

Reforma, 27 Nov. 10;
No, no se trata de revivir el viejo debate sobre los desaparecidos y los muertos durante el 68 y "la guerra sucia" de los setenta. No, se trata del problema que habrán de encarar las Fuerzas Armadas y el próximo gobierno cuando termine el calderonismo y se quiera saber la verdad de los crímenes de la guerra contra el crimen.
Es obvio que el próximo presidente de la República recibirá el reclamo de distintos sectores de la sociedad y, sobre todo, de quienes tras la pena de perder a esposos, padres o hijos fueron agraviados al explicar con inaceptables mentiras la causa de la muerte de sus familiares y seres queridos. Se dice fácil pero, oficialmente, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ha recibido 112 quejas sobre ese particular y el gobierno maneja, como una cifra más entre otras, que menos del 5 por ciento del total de muertos en la guerra son civiles, esto es, alrededor de mil 500 personas.
Hasta ahora, el penoso caso de las víctimas de "los daños colaterales" se ha querido justificar de la peor manera: como un porcentaje inherente a toda guerra -que, quizá, podría aceptarse- pero que han manchado al contar cínicas mentiras o al repartir condolencias como si fueran reportes del clima.
Es evidente que el próximo gobierno tendrá que responder por lo que ahora ocurre y resolver qué hacer con los mandos militares y policiales, los entonces ex secretarios de Estado y, quizá, el entonces ex presidente de la República. ¿Fiscalía Especial, Comisión de la Verdad o el consabido carpetazo que terminará por involucrar como cómplice al próximo gobierno?
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Ciertamente no se les puede regatear al Ejército, la Marina, la Policía Federal y a algunas policías locales el reconocimiento por la guerra que libran contra los criminales y muchísimo menos dejar de rendir honores a los integrantes de esas Fuerzas que, en estricto cumplimiento del deber, han perdido la vida o han quedado como lisiados de guerra.
No, no hay por qué regatear ese reconocimiento, hay que hacerlo y estas líneas son para ello.
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Dicho y reconocido lo anterior, tampoco se puede ignorar -a nombre de la unidad a ciegas- lo que, desde el inicio de esta guerra, se ha cuestionado: la falta de estrategia y la cerrazón mostrada por el gobierno para escuchar y replantear de manera integral (no sólo militar y policial) los términos de esa guerra. Con enorme soberbia, se ha sostenido como falsa disyuntiva: combatir como se combate o cruzarse de brazos frente al crimen. Ésa es una grosería.
De las más diversas maneras, analistas, activistas, periodistas, intelectuales y ciudadanos comprometidos han señalado derroteros distintos para evitar que la muerte se entronice como la única forma de encarar al crimen y el miedo como la única forma de relacionarnos. Sólo un reducido sector de intelectuales y periodistas aplaude la estrategia seguida hasta ahora y, al ritmo que corre el caudal de sangre, el gobierno se mira cada vez más solo.
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La realidad del país es triste como nunca y, aunque se pretenda negar, es evidente que al término del calderonismo se exigirán cuentas con muchísimo mayor ahínco que ahora para esclarecer si, en verdad, los casi 30 mil muertos de esta guerra eran criminales.
No puede ser de otro modo. Sin investigaciones conclusivas, a veces ni siquiera abiertas, y con la fuerza de una credibilidad falleciente se insiste en asegurar que la inmensa mayoría de los muertos fueron criminales. ¿Por qué? Porque el boletín en turno los sentencia como tales sin averiguación ni juicio de por medio y sólo se reconoce que menos del 5 por ciento no lo eran.
Sin embargo, cuando se toma nota de las imperdonables mentiras* con que se ha querido explicar la muerte de la señora Patricia Terroba, en Cuernavaca; de los muchachos de Villas de Salvárcar, en Juárez; de los estudiantes del Tec de Monterrey, Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo; de los niños Bryan y Martín Almanza Salazar, en la carretera Ribereña de Tamaulipas; del señor Vicente de León Ramírez y su hijo Alejandro Gabriel, en Monterrey; de Víctor Manuel Chan y Ramón Pérez Román, de Jalpa de Méndez; del doctor Mario Robles Gil, en Colima... la sangre se va al piso porque las mentiras, simple y sencillamente, se suman como agravio a la pena y al dolor de verlos muertos. Y ésos son los casos conocidos... ¿cuántos más habrá sin conocer?
Un militar de alto rango comentaba en privado que se pueden cometer errores, pero lo que no se puede hacer es sumarle tonterías a los errores. Desde luego, lo decía con un lenguaje mucho más florido. Sin embargo, en todos los casos conocidos sobre el error se ha montado una historia de mentiras y, entonces, ineludiblemente, terminado este sexenio se tendrán que rendir cuentas de lo que hoy se niega o sobre lo cual se miente.
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Es tan delicado como triste ver cómo, después de que lograron reconstruir su presencia e inserción social a partir de tareas de auxilio y asistencia, las Fuerzas Armadas estén de nuevo ante la perspectiva de ser llamadas a cuentas por haber desplegado una función para la cual no contaban ni con la legislación ni la preparación necesaria y cómo, a pesar de los spots laudatorios, hoy de nuevo se les mira con miedo y recelo.
Se entiende, desde luego, por la disciplina y la verticalidad de su institución, que los militares respondan a la voz del mando superior y, entonces, la interrogante es si ese mando superior estará dispuesto a rendir cuentas de las órdenes que dio cuando, sin la banda tricolor terciada al pecho, se vea obligado a informar por qué lo hizo, qué ocurrió y cómo lo explica.
Problema para esos mandos y funcionarios de hoy, pero también para quienes los sucedan en esos puestos y, sobre todo, para quien a partir del 1o. de diciembre de 2012 ocupe la residencia oficial de Los Pinos.
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Problema porque voltear al pasado sin tener un motivo al frente o un proyecto hacia adelante termina por complicar o cancelar el futuro. Problema porque, cuando en el presente no se escuchan ni se atiendan los reclamos, el pasado se presenta como destino y, entonces, las naciones pierden tiempo valiosísimo para rehacerse y proyectarse. Problema porque toda guerra, cualquiera que ésta sea, abre heridas que, cuando no se cierran ni cicatrizan debidamente, supuran.
Ése es el problema de declarar una guerra sin decirlo, de sostenerla sin escuchar lo que se dice, de practicar el dogma de hacer las cosas a capricho, de pensar que el número de muertos es el marcador de un torneo sin destino.
¿Fiscalía Especial, Comisión de la Verdad o complicidad a cuestas?* Recuento tomado parcialmente de la columna de Sergio Sarmiento.
sobreaviso@latinmail.com
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