Proceso en la prisión militar Represores y reprimidos
Reportaje
Gloria Leticia Díaz, reportera
Gloria Leticia Díaz, reportera
Revista Proceso # 1804, 29 de mayo de 2011
Su nombre hacía temblar a los luchadores de la izquierda en los años setenta y ochenta… En torno a la prisión del Campo Militar Número 1, emblema de la represión ilegal de Estado, se tejieron historias siniestras: que desde ahí el Ejército se deshacía de los “problemas” del gobierno en turno, que era un auténtico hoyo negro del que pocos salían vivos... Durante varios meses, la reportera Gloria Leticia Díaz, como parte de una investigación periodística, logró franquear los muros de esa cárcel, que se creía inexpugnable, y entrevistar a soldados y oficiales presos, de cuyo testimonio se desprende que la sórdida instalación castrense mantiene su vocación torturadora y represiva. En este reporte especial ofrecemos las historias de quienes han comprobado que la maquinaria negra del régimen continúa vigente...
Lugar de torturas y encierro de estudiantes, sindicalistas y luchadores sociales; de
campesinos “sospechosos” de simpatizar con la guerrilla; de militantes de organizaciones armadas clandestinas y hasta de ciudadanos inocentes –muchos de ellos incluidos en las listas de desaparecidos políticos del país–, la del Campo Militar Número 1 se consideraba en los años setenta y ochenta la prisión clandestina más grande y siniestra de México.
Una investigación periodística realizada durante varios meses por Proceso en las entrañas de esa cárcel, considerada inexpugnable, permite sostener que los motivos de su negra fama permanecen tan vigentes como entonces.
Inaugurada en el sexenio de Adolfo López Mateos y destinada supuestamente al confinamiento de militares que incurrieran en delitos, durante la guerra sucia y el movimiento estudiantil de 1968 se convirtió en el punto de origen de las desapariciones de opositores al régimen.
En abril de 1988, la publicación en este semanario de una serie de revelaciones hechas por un desertor del Ejército permitió confirmar las atrocidades que solían cometerse en el Campo Militar Número 1, siempre desmentidas por autoridades civiles y militares que señalaban que eran meras leyendas inventadas por los enemigos de la nación.
En la publicación referida, el paracaidista Zacarías Osorio Cruz, quien solicitó y logró obtener refugio político en Canadá, reveló que entre 1978 (cuando se dio de alta en las Fuerzas Armadas) y 1983 (cuando desertó) participó en acciones en las que decenas de civiles recluidos en la prisión del Campo Militar Número 1 fueron ejecutados.
El exmilitar dijo que había tomado parte en unos 15 ó 20 operativos ordenados por el general José Hernández Toledo, consistentes en sacar de esa prisión a grupos de entre cinco y siete presos civiles y trasladarlos a un polígono de tiro del Ejército en el Estado de México, en San Juan Teotihuacán, en el que, sin más, eran ejecutados.
Estas declaraciones las expuso Osorio Cruz en una audiencia efectuada en Montreal el 14 de marzo de 1988 para revisar su solicitud de refugio político (Proceso 598).
Las mismas historias
Según pudo constatar este semanario a lo largo de una investigación periodística que duró varios meses, los testimonios que refieren torturas y encarcelamientos bajo sospecha de ilegalidad en la prisión militar se repiten hoy como hace 30 o 40 años, ahora en perjuicio de soldados que participaron en la guerra de Felipe Calderón contra el narcotráfico.
En pláticas y confidencias de los familiares de algunos presos con la reportera de Proceso, surgió la idea de invitarla para que visitara a los reos y conociera de primera mano sus casos. Uno de los internos –cuyo nombre se reserva a petición suya para evitar represalias– accedió a recibirla como “visita” y la puso en contacto con numerosos militares dispuestos a rendir sus testimonios.
La reportera ingresaba a la cárcel los días de visita –jueves y sábados–, momentos que dedicó a realizar las entrevistas con quienes decidieron dar su versión acerca de la guerra contra el crimen organizado.
Son oficiales que estuvieron al frente de operativos de combate al narcotráfico y están convencidos de que, por encima de la lealtad que le deben al Ejército, está su derecho a la libre expresión y el de los ciudadanos a estar informados.
Las charlas con esos soldados tuvieron lugar en los jardines de la cárcel y su contenido se registró en notas a lápiz, pues está prohibido meter equipos de grabación o de telefonía.
En las conversaciones se tomó nota de la inconformidad de las tropas por estar obligadas a salir a las calles a combatir a narcotraficantes, sabedores de que la Constitución no los faculta para esa tarea y porque, aseguran, no tienen el equipo ni el armamento adecuados.
Hubo la oportunidad de entrevistar a oficiales. Algunos de ellos expresaron su frustración y su convicción de que fueron traicionados por la institución castrense.
Los procesados por supuestos vínculos con el narcotráfico afirman ser chivos expiatorios; quienes enfrentan cargos por asesinar a civiles consideran que su encarcelamiento es una estrategia mediática para contener las críticas de las organizaciones que exigen castigo a los soldados homicidas.
Los militares que aceptaron hablar con este semanario sobre su experiencia en la guerra contra el narcotráfico pusieron una sola condición: que no se publicaran sus nombres. La petición no es gratuita. Su vida está en manos del titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Guillermo Galván Galván. Además, aseguran, grupos de soldados han sacado de las celdas a prisioneros para torturarlos o desaparecerlos.
Más de uno expresó su temor por ellos y por sus familiares o amigos, de quienes la Sedena tiene todos los datos: acta de nacimiento, identificación oficial, dirección, teléfono, y en algunos casos hasta croquis con indicaciones claras para llegar a sus domicilios.
Lo menos que a los internos se les puede imponer como castigo, afirman, es recluirlos en “las negras” –celdas donde permanecen aislados largo tiempo–, prohibirles la visita conyugal o maltratar a sus mujeres e hijos en la revisión para ingresar a la prisión.
Quienes accedieron a que sus nombres se publicaran –los oficiales Freddy Colorado Montejo, Julián Hernández Hernández y Eladio Arriaga Pérez– lo hicieron para dar a conocer sus procesos jurídicos y para denunciar abusos y anomalías.
Dos de ellos, Colorado y Hernández –acusados de tener vínculos con el narcotráfico–, fueron trasladados al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) Villa Aldama, en Perote, Veracruz, la madrugada del pasado 28 de abril, junto con otros 50 reos procesados por los mismos cargos, ante cuyas familias no se ha justificado la reubicación. Varios de los trasladados habían dado su testimonio anónimo a Proceso.
Todos los entrevistados solicitaron que se publicara la siguiente advertencia: responsabilizan al titular de la Sedena y a los encargados de la prisión militar y del Cefereso de Perote de cualquier atentado que pueda haber contra su vida o la de sus familias.
Por ese irregular traslado, familiares de algunos de los procesados interpusieron una denuncia ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
No es la primera queja que se presenta ante ese organismo por presuntas violaciones a derechos humanos de los militares. La CNDH informa que de 2008 a abril de 2011, 99 soldados y sus familias han interpuesto quejas por tortura o detenciones ilegales, entre otros agravios, contra miembros de la Sedena.
Filtros, filtros y más filtros…
Para encontrarse con los presos, desde el registro en la puerta 7 del Campo Militar Número 1 hay que pasar cinco puestos de revisión. Seis, si se llevan alimentos.
No todos los soldados reciben visitas. Muchos son de otras entidades y sus familiares no tienen los recursos suficientes para viajar al Distrito Federal.
Al trasponer las puertas de esta prisión, resguardada por altos muros de piedra vigilados desde torretas por guardias con armas de alto poder, hay que abordar un camión.
En ese transporte las esposas de los presos platican y se cuentan sus apuros. En la mayoría de los casos los soldados encarcelados eran el único sostén de sus casas, y ahora, por lo que establece el reglamento castrense, sus haberes se reducen: un teniente que ganaba 15 mil pesos al mes ahora sólo recibe mil; un cabo que percibía 6 mil mensuales ahora sólo gana 600.
A fuerza de verse durante ese trayecto, las familias acaban estableciendo lazos amistosos. Comparten angustias por las lesiones que, aseguran, tienen sus maridos tras las sesiones de tortura a que los sometieron para que aceptaran su responsabilidad en los delitos de los que se les acusa.
Al llegar al estacionamiento de la prisión se anotan los nombres de las visitas y se recogen las identificaciones. Después se pasa por un detector de metales. Por último, los visitantes son sometidos a una revisión corporal en busca de sustancias o artículos prohibidos que podrían ocultarse entre la ropa interior. A los guardias les preocupa especialmente que entren chips de celular, memorias usb, teléfonos, grabadoras o cámaras.
Para meter libros o revistas el interno debe hacer una solicitud a la dirección de la cárcel, instancia que analiza si el contenido es apto para los internos.
Si se lleva comida hay que pasar otro filtro. Con una misma cuchara que se usa una y otra vez y sólo se limpia con servilletas, los soldados revuelven los alimentos en busca de objetos prohibidos.
Una vez pasadas esas revisiones se cruza un camino flanqueado con malla ciclónica hasta llegar a los jardines donde los reos –vestidos con uniformes tipo militar pero de color azul añil– reciben a las visitas. La ocasión es ambientada con música instrumental, interrumpida de vez en cuando por el voceo a los presos para que se presenten a la puerta de ingreso a recibir a sus visitantes.
Aunque todos tienen los mismos uniformes azules, las insignias se conservan en hombreras y gorras. Aquí, el respeto a los rangos superiores debe mantenerse.
Aparentemente las instalaciones están bien cuidadas. El mantenimiento corre a cargo de internos que purgan penas por deserción; ellos deben llevar distintivos blancos en la ropa y no pueden hablar con los procesados o sentenciados por otros delitos.
Los desertores se levantan a las tres de la mañana todos los días y no dejan de trabajar sino hasta las ocho de la noche, cuando se cierra la treintena de dormitorios o cuadras, cada una de las cuales aloja un promedio de 50 hombres.
En los jardines hay juegos para los hijos de los soldados. También una pequeña tienda o “casino” donde se vende todo lo que los visitantes no pueden llevar: pan, gelatina, arroz, tamales, pasteles, frituras, dulces... productos que se llegan a vender hasta tres veces más caros que en cualquier tienda de la ciudad.
Los presos calculan que cada mes ingresan al casino alrededor de 80 mil pesos, dinero que por reglamento debe invertirse en el mantenimiento del penal. Pero aseguran que buena parte de esas ganancias va al bolsillo del director de la cárcel.
Como en todas las prisiones, la principal queja de los internos tiene que ver con la comida. Dicen que es tan mala que un día, después de comer, 90 de ellos tuvieron que ir a la enfermería con severas molestias estomacales.
Cifras carcelarias
En respuesta a una solicitud de información de Proceso, el pasado 30 de marzo la Sedena informó sobre los ingresos a la prisión del Campo Militar Número 1, clasificados por grados y delitos o faltas, de 2007 a los primeros meses de 2011.
El oficio de respuesta, con el número 1425 y firmado por el encargado de la Unidad de Enlace de la Sedena, general Julio Álvarez Arellano, hace evidente el crecimiento de ingresos por delitos relacionados con la guerra contra el narco.
Mientras que en 2007 fueron recluidos tres militares y en 2008 sólo dos acusados por delitos contra la salud, en 2009 la cifra se disparó a 28. En 2010 fueron 10 y uno más por “delincuencia organizada agravada”, mientras que en los primeros meses de 2011 la prisión militar registró 20 ingresos por esos delitos. En suma, 64 militares procesados presuntamente por colaborar con narcotraficantes.
El reporte señala que por esos delitos se procesa a un coronel, dos tenientes coroneles, un mayor, cuatro capitanes, 16 tenientes, 8 subtenientes, 17 sargentos, 11 cabos y cuatro soldados rasos.
Esa cifra cambió el 28 de abril cuando, en los primeros minutos del día, 52 de los procesados por delitos contra la salud fueron trasladados al penal de máxima seguridad de Perote.
Hasta el cierre de esta edición, los familiares de los presos no tenían información acerca de los motivos del traslado y pidieron la intervención de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Ni siquiera los jueces militares que llevan las causas de esos internos conocieron los motivos de la transferencia. Un oficio firmado por el director del penal, el general Carlos Murguía Alonso, informa que por órdenes de “DN-12”, a las 5:30 horas del 28 de abril se trasladó a los presos.
DN-12, se enterarían los familiares después, es la clave interna para identificar a la Procuraduría de Justicia Militar. l
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Subteniente Colorado Montejo: torturado
Gloria Leticia Díaz
Originario de Cárdenas, Tabasco, el subteniente de Infantería José Freddy Colorado Montejo es un hombre de 31 años, de estatura más bien baja, ojos rasgados y oscuros, piel morena... y la camisola de su uniforme azul de reo de la prisión del Campo Militar Número 1 no puede ocultar una pancita que revela que no es afecto al ejercicio.
Pero después de tres días de tortura a manos de policías judiciales militares en instalaciones de la XXX Zona Militar de Villahermosa, del 23 al 26 de mayo de 2009, Colorado firmó una declaración en la que admitió ser varios centímetros más alto, de piel blanca, ojos color miel, cuerpo de fisicoculturista, ser apodado El Rojo y recibir 25 mil pesos mensuales de Los Zetas por darles información de los operativos castrenses.
No sólo eso. Bajo la amenaza que le hicieron los militares de llamar a la maña (al crimen organizado) para que matara a su mujer y a sus hijos delante de él, Freddy Colorado firmó documentos en los que implicaba a cuatro soldados más y en los que aceptaba haber reclutado para trabajar para Los Zetas.
Los cinco son procesados en la causa penal 407/2009 en el Juzgado Tercero Penal Militar por delitos contra la salud en su modalidad de “colaboración en cualquier manera en el fomento para posibilitar el tráfico de narcóticos agravado”.
El subteniente Colorado narra la serie de irregularidades que lo llevaron a la cárcel del Campo Militar Número 1, donde estuvo del 31 de mayo de 2009 al 28 de abril de 2011, cuando fue trasladado al Cefereso de Perote, Veracruz.
Adscrito al 57 Batallón de Infantería de Cárdenas y comisionado para resguardar la base de operaciones de Pemex en La Venta, Tabasco, el 23 de mayo de 2009 recibió la orden del comandante de su batallón, Domingo Vargas Merlín, de presentarse ante el comandante de la Zona Militar, general José de Jesús Ramírez García.
Antes de ser trasladado, los oficiales Joa Omar Rodríguez Ocampo y Sandro Díaz le confiscaron el arma de cargo y el celular, y además se le impidió redactar un escrito por el que dejaba constancia de que la responsabilidad del resguardo de las instalaciones de Pemex quedaba en manos del teniente Julio César Rodríguez Arenas.
Tortura y amenazas
En la XXX Zona Militar lo obligaron a firmar una boleta de arresto por ocho días por “sustraer lo perteneciente a Pemex”. El subteniente replicó: “Esto no es un arresto, es un delito y yo no lo cometí”, pero le recordaron que si no firmaba podrían procesarlo por desobediencia.
A las 10 de la noche lo entregaron a policías judiciales militares vestidos de civil, comandados por el capitán segundo de artillería Antonio Ruperto Gasca Pérez. Lo trasladaron a la enfermería para hacerle una revisión médica.
Después lo llevaron a un cuarto de lo que se conoce como la enfermería vieja. “Me taparon con vendas la cara, sólo me dejaron libres las fosas nasales y la boca; me envolvieron con hule espuma el tórax y me esposaron las manos y los pies a una silla metálica.
“Me golpearon los oídos y el estómago, me dieron toques eléctricos en el cuerpo y en los testículos, me pusieron una bolsa de plástico en la cara, me sumergieron en agua... y los golpes que no acababan”, cuenta.
Al principio, asegura, los torturadores le ofrecieron ser testigo protegido: querían que declarara que el general Jaime Rufino Hernández Vázquez, quien antecedió a Ramírez García como comandante en la XXX Zona Militar, trabajaba con Los Zetas.
Hernández Vázquez fue condecorado por el secretario Guillermo Galván Galván el 20 de noviembre de 2008 por “Perseverancia Institucional”. Meses después solicitó el retiro y desde entonces salió del país, según el subteniente Colorado.
Freddy formó parte del grupo de enlace del general Hernández Vázquez, pero con funciones de mantenimiento de la Zona Militar. “No tenía información del movimiento de tropas; quienes hacen ese trabajo son los que están en el GAOI (Grupo de Análisis de Orden Interno).
Según el soldado entrevistado en los jardines de la prisión militar, luego de varias sesiones de tortura, sin conseguir que implicara a su exjefe, los judiciales militares lo acusaron a él de reclutar soldados y le dijeron que tenían un testigo: un indocumentado hondureño llamado Juan Carlos Martínez Sosa, El Negro Hondureño.
Esposado a la silla metálica y con las vendas de los ojos aflojadas, Colorado Montejo pudo ver a su acusador: un hombre flaco, con el rostro hinchado por los golpes y el brazo vendado, quien frente a él fue golpeado para que dijera que Freddy era uno de los militares a quienes Los Zetas entregaban 25 mil pesos mensuales.
“Cuando los judiciales militares me mostraron fotos de mi mujer y mis hijos y dijeron que iban a ir por ellos para matarlos delante de mí, me doblé. Les dije que firmaba lo que quisieran pero que no les hicieran daño”, cuenta Colorado con voz entrecortada.
Los otros cinco militares involucrados, apunta, también fueron torturados y obligados a firmar declaraciones.
El 31 de mayo, Freddy y sus compañeros fueron trasladados en avión al Distrito Federal e internados en la prisión del Campo Militar Número 1.
En su declaración preparatoria, el 1 de junio de 2009 en el Juzgado Tercero Penal Militar (documento del que este semanario tiene copia), el subteniente denunció las torturas físicas y psicológicas a las que fue sometido para autoinculparse e implicar a cuatro soldados más.
Narró el momento en el que sucumbió a las órdenes de los policías militares. Con la foto de su mujer e hijos le dijeron que “iban a pasar los datos a La Maña para que matara a mi familia; o si no, que me iban a tirar en una calle de la ciudad con las fotografías de mi esposa y mis hijos nada más, y después ellos calentarían el terreno para que me localizara La Maña y me mataran a mí y a mi familia, dejándoles un mensaje de que yo era dedo”.
Amenazado, explicó, señaló a sus compañeros. Dice que incluso fue videograbado.
En el documento también señaló a un civil vestido sólo con una trusa, vendado de los ojos y esposado a una silla, quien habría sido golpeado en su presencia para acusarlo de tener relaciones con otro oficial procesado por delitos contra la salud. De esa persona Freddy sólo señaló que fue militar pero que no conoce su nombre.
En los primeros días de junio de 2009 pudo comunicarse con su familia, que lo había buscado desde el día de su detención.
Por la incomunicación y las acusaciones contra Freddy, el 6 de julio, su padre, Javier Colorado Ramos, interpuso una queja ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en la que explica cómo le fue negada la información del paradero de su hijo en las instalaciones militares de Tabasco y pide que se verifique su estado de salud, porque “prácticamente fue secuestrado por la misma milicia”. La queja tiene el número CNDH/3/2009/3172/Q.
El subteniente Colorado cuenta que después de que su padre denunció los hechos acudió un visitador de la CNDH a entrevistarlo. Desde que su familia fue notificada de la admisión de la queja, el 14 de julio de 2009, no volvieron a saber nada del organismo.
El testigo que señala a Freddy y a sus compañeros de estar al servicio de Los Zetas, Juan Carlos Martínez Sosa, está preso actualmente en la cárcel de Villahermosa, procesado con otras tres personas por robo de vehículo y asociación delictuosa agravada, según el expediente 125/2009 del Juzgado Cuarto Penal de Primera Instancia del Distrito Judicial de Centro. Proceso tiene copias de ese documento.
Martínez Sosa fue detenido la tarde del 18 de mayo de 2009 en un operativo policiaco en Villahermosa manejando un automóvil robado; fue puesto a disposición del Ministerio Público la madrugada del día siguiente, lo arraigaron y rindió cuatro declaraciones ministeriales. El 21 de julio fue puesto a disposición de un juez.
En una ampliación de su declaración ministerial, el 23 de mayo, Martínez Sosa asume que trabajaba para el “cártel del Golfo, es decir para Los Zetas”, y que su función era “ser operativo para usar armas como la nueve milímetros, R-15 (…) secuestrar personas, transportar droga, transportar polleros, es decir personas indocumentadas, y cobrar las cuotas de la gente que trabaja con nosotros”.
Después de operar en Palenque, se indica en la declaración ministerial, marchó a Villahermosa como escolta de un hombre apodado El Cejas, quien “se encargaba de pagar a los informantes”.
Según el documento, El Negro Hondureño da una serie de apodos y descripciones de cinco policías ministeriales y de cuatro militares que presuntamente colaboraban con Los Zetas.
De las referencias de los militares, Martínez Sosa describe a El Rojo como “una persona del sexo masculino, de color de piel blanca, de pelo color café, de ojos claros de color miel, de aproximadamente 1.65 metros de estatura, medio robusto, con cuerpo marcado y que hace ejercicio”.
En el auto de formal prisión, de fecha 25 de julio de 2009, el juez de la causa, Rutilo Ramón Pérez, consideró como prueba para inculpar a Martínez Sosa por los delitos de robo de vehículo calificado y asociación delictuosa agravada la “declaración de José Freddy Colorado Montejo alias El Rojo”.
Sin embargo, en la declaración preparatoria del 21 de julio ante el mismo juzgado, Martínez Sosa reconoce únicamente la declaración ministerial que hizo el 19 de mayo, y las otras tres “no las ratifico porque no dije eso, ya que eso lo pusieron los soldados y los policías; ni las firmas reconozco”. l
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Teniente Hernández Hernández: calumniado
Gloria Leticia Díaz reeportera
En la guerra contra el narcotráfico, un escrito anónimo le basta a la justicia militar para relacionar a un soldado con un capo y procesarlo por delitos contra la salud.
Es lo que le pasó al teniente Julián Hernández Hernández y a seis oficiales más, ahora procesados por haber recibido “fajos de billetes” de manos de Arturo Beltrán Leyva, El Barbas o El Jefe de Jefes.
Al menos así lo señala una carta anónima enviada al secretario de la Defensa, Guillermo Galván Galván, fechada el 24 de diciembre de 2009, ocho días después de que el capo fue ejecutado por fuerzas especiales de la Marina y cuatro antes de que Proceso (edición 1729) revelara el testimonio de uno de los cinco detenidos en el operativo, identificado como El Cocinero:
Éste dijo que “el día del ataque el llamado Jefe de Jefes esperaba a comer en su departamento nada menos que al comandante de la XXIV Zona Militar con sede en Cuernavaca”, el general Leopoldo Díaz Pérez, así como a “un capitán y un mayor del Ejército”.
Los nombres de Julián Hernández y sus compañeros, que no se conocían, aparecieron en un documento anónimo redactado con lenguaje castrense. Esa “prueba” y recortes de periódico son los únicos elementos en su contra incluidos en la causa penal 896/2009 que se le abrió por “colaboración en cualquier manera en el fomento para posibilitar el tráfico de narcóticos agravado”.
Lo que el teniente Hernández califica de libelo fue escrito en computadora y supuestamente redactado por una mujer que asegura que sostenía relaciones sentimentales con un sargento y que fue testigo de un encuentro entre siete oficiales de la XXIV zona con “un hombre alto, de barba” que era custodiado por seis personas.
El “hombre de barba” habría entregado fajos de billetes a los oficiales en un bar, y después todos –los militares, la firmante del anónimo, el hombre de barba y sus guardaespaldas– se dirigieron a un hotel a las afueras de Cuernavaca. Presuntamente quien entregó el dinero era El Barbas.
Originario de un pueblo de la Huasteca Hidalguense, Julián Hernández ingresó al Ejército, como muchos de su pueblo, “para salir de pobre”.
Adscrito al Tercer Regimiento Blindado de Reconocimiento, de la XXIV Zona Militar de Cuernavaca, estuvo al frente de una sección de fusileros integrada por 30 elementos de tropa. Tenía como función patrullar las calles y comunidades en Morelos.
“¿Qué sabes de Beltrán?”
Residente de la Zona Militar desde 2006, se le ordenó presentarse ante el coronel del Tercer Regimiento, Jesús García García, la mañana del 28 de diciembre de 2009. En la oficina del coronel encontró a otro teniente que había recibido la misma indicación que él.
García García les comentó: “Yo no los necesito, no sé qué se trae el comandante de la zona (Leopoldo Díaz) con ustedes”.
A las 10 de la mañana un teniente coronel se dirigió a ambos tenientes y les exigió que le entregaran sus armas de cargo y sus celulares, mientras policías judiciales militares vestidos de civil les ordenaron que los condujeran a sus habitaciones.
“A los dos judiciales que iban conmigo les pedí algún oficio que justificara su actuación. Nunca lo hicieron y me dijeron que traían órdenes contra nosotros y que más valía que cooperara”, cuenta. “Ya en mi alojamiento se llevaron documentos personales, cámara de video, un GPS, cargadores de mi pistola, ropa, fornituras, chalecos tácticos, y me preguntaban por un celular, que yo les insistía en que no tenía.
“Me ordenaron desnudarme y empezaron a golpearme. ‘¿Qué sabes de Arturo Beltrán?’, preguntaban, y yo les decía: ‘Sobre mi cama está la revista Proceso. Todo lo que sé está ahí’. Y siguieron los golpes.”
El otro teniente y él fueron subidos a una vagoneta blanca con placas del Distrito Federal; de reojo vio cómo otro oficial fue subido a un vehículo particular. Dentro de los autos los judiciales militares les vendaron los ojos.
Conocedor de la Zona Militar, Julián advirtió que los vehículos nunca la abandonaron y que fueron llevados a instalaciones del Patronato del Campo Militar, donde cada uno fue conducido a un cuarto para ser torturado, afirma.
Recuerda: “Me sentaron en una silla metálica, me ataron los pies, me pusieron una bolsa de plástico en la cabeza mientras me golpeaban el estómago; me envolvieron en una cobija mojada y me dieron toques eléctricos; por momentos quedé inconsciente, pero me despertaban a golpes”.
Deliberadamente, asegura, los judiciales militares se comunicaban por radio con otra persona, aparentemente “un mando”, quien decía que por órdenes superiores los siete oficiales tenían que ser detenidos, y cuando los torturadores informaron que el teniente Hernández se negaba a “cooperar”, la voz dio la instrucción de tirarlo en calles de Cuernavaca y “hablarle a La Maña para que me mataran”.
Con esa advertencia, añade, los torturadores lo subieron a una camioneta y simularon llevarlo a las calles de la ciudad; lo tiraron al pavimento, pero en realidad nunca salieron de la Zona Militar.
“Me dejaron un rato tirado y de repente oí un carro, me subieron a él y escuché a gente que decía: ‘¡Traicionaste al patrón!’. Pero eran las mismas voces de los policías judiciales militares y la misma camioneta; les dije que ya los había descubierto y me golpearon otra vez.
“Me llevaron al vivero de la Zona Militar; yo seguía negando todo y me dijeron que tenían luz verde para ir por mis papás, mi hijo y su mamá, que a ella la iban a violar. Escuché otra vez que por radio les decían a quienes me golpeaban que ya iban por el ‘paquete’, y daban señas de la ruta que se sigue para ir a la casa de mi hijo; cuando estaban supuestamente a una cuadra entré en pánico y les dije que dejaran en paz a mi familia, que iba a firmar lo que quisieran.”
Julián dice que, ablandado por los golpes y la tortura psicológica, recibió un documento con una declaración fabricada que tendría que aprenderse.
“No quiere cooperar”
La mañana del 29 de diciembre, los siete militares llegaron a las oficinas de la Procuraduría General de Justicia Militar en el Distrito Federal, donde fueron atendidos por el jefe de Averiguaciones Previas, el mayor Jesús Rosario Aragón Valenzuela.
“Le dije al mayor que no sabía por qué estaba ahí, que los judiciales militares me habían torturado. El mayor puso un gesto de desagrado y les gritó a los judiciales: ‘¡Éste no quiere cooperar y yo no estoy jugando!’. Llegaron dos judiciales miliares y el mayor dijo que me llevaran al baño. Ahí otra vez empezaron a golpearme. Les dije que ya estaba bueno, que me dejaran en paz.
“El mayor me dijo: ‘No te preocupes, vas a salir en unos tres años’. Y firmé lo que me puso enfrente.”
El teniente Hernández recuerda cómo un sargento, detenido con él, le dijo al mayor Aragón que tenía derecho a hacer una llamada, que le permitiera hacerla, y el agente le respondió: “Eso sólo pasa en Estados Unidos. Estás en México y aquí te chingas”.
El mismo 29 de diciembre, los siete oficiales fueron conducidos a dormitorios de la Policía Judicial Militar, en el Campo Militar Número 1. Estuvieron hasta el 31 de diciembre esposados a las literas e incomunicados. “Querían que se borraran las huellas de la tortura antes de que nos hicieran el certificado médico para pasar a la prisión militar, pero no fue suficiente; a pesar de estar todos golpeados, el médico puso en el certificado ‘sin novedad’. Yo reclamé y me dijo que como podía caminar no había novedad”, dice Julián.
Cuando los soldados iban a rendir su declaración preparatoria le pidieron al primer abogado civil que vieron por los juzgados militares que los defendiera.
“El licenciado pidió peritajes por los golpes y alegó que nuestras declaraciones no era válidas por haber sido torturados. Cuando el licenciado salió del Campo Militar lo alcanzaron soldados y le dijeron que no se metiera en nuestro caso, que ya todo estaba armado. El abogado se asustó y se negó a defendernos.”
Su actual defensor, también civil, tramitó un amparo directo contra el auto de formal prisión en el Juzgado Tercero de Distrito, que resultó favorable: se ordena al juez militar que libere a los presos porque el auto no está fundado ni motivado.
Un tribunal colegiado ratificó la resolución, pero el juzgado militar les volvió a dictar formal prisión.
Hernández tiene miedo porque su familia está vigilada y se indigna porque su imagen es utilizada en una campaña interna de la Sedena contra la corrupción.
“Un amigo me vino a ver y me dijo que les habían pasado un video en el que aparece mi rostro: aparezco como un mal ejemplo de soldado, diciendo que yo trabajé para Beltrán y que ahora estoy en la cárcel. Mi amigo me dijo que después de ver ese video había decidido que ya no volvería a visitarme, que tenía miedo de que lo metieran a la prisión por hablar conmigo. Eso es lo que más me duele, que además de que me tienen encerrado, manchen mi imagen y mis amigos me dejen solo.”
El teniente Julián Hernández fue trasladado el 28 de abril de 2011 al penal de máxima seguridad de Perote. l
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Cabo Pérez Arriaga: “No la pude salvar...”
Gloria Leticia Díaz
Gloria Leticia Díaz
“Cada 15 días más o menos me pasa lo mismo: despierto con angustia, sudoroso. Sueño con los ojos de la niñita a la que no pude salvar. Estaba destrozada por los balazos. El material que llevaba en mi botiquín no me alcanzó para atender a los seis heridos. Estaban vivos y el helicóptero nunca llegó para sacarlos de ahí.”
Quien relata es Eladio Pérez Arriaga, cabo de sanidad del 24 Regimiento de Caballería Motorizada. Está procesado junto con otros 18 militares acusados de disparar contra una camioneta en la que viajaban ocho miembros de la familia Esparza Galaviz, todo porque el conductor, Adán Abel Esparza, no detuvo la marcha al pasar por un retén instalado el 1 de junio de 2007 en las inmediaciones de La Joya de los Martínez, en la sierra de Sinaloa.
Las víctimas, dos mujeres, de 17 y 25 años, y tres niños, de siete, cuatro y dos años, fueron de los primeros “daños colaterales” de la “guerra contra el crimen organizado”, lanzada por Calderón en diciembre de 2006.
Flaco, moreno, marcado el rostro por el paño que deja la exposición constante al sol, Eladio es hijo de un soldado que no conoció: murió enfrentando a la guerrilla de Lucio Cabañas en la sierra de Atoyac.
De 37 años y de origen humilde, se enlistó en el Ejército el 1 de mayo de 1996 y dos años después se integró al cuerpo de sanidad. Como integrante del Cuarto Regimiento de Caballería Motorizada estuvo en Reynosa y en Tehuacán antes de ser enviado a Culiacán el 27 de mayo de 2007.
Tres días después sería incorporado a una unidad encabezada por el capitán Cándido Alday Aldana, que tenía como misión erradicar plantíos de mariguana en la sierra.
El 1 de junio, mientras la tropa se dedicaba a quemar los sembradíos, el capitán recibió un mensaje de alerta por radio: militares habían sido atacados en un sitio muy cerca de donde se encontraba Alday.
“Esa noticia nos puso nerviosos a todos”, recuerda Pérez Arriaga, quien esa noche, asegura, se recargó en un árbol alejado del dispositivo de revisión que ordenó el capitán, porque “por estrategia, los de sanidad y los de transmisiones siempre estamos en la retaguardia”.
Su sueño fue interrumpido por disparos y, “de reflejo”, accionó dos veces su arma.
“Todo fue en segundos. Cuando me levanté vi de donde venía la balacera, luego escuché que gritaban ‘¡sanidad, sanidad!’, y fui corriendo a donde estaba una camioneta patas pa’rriba. Dos cayeron en el acto –una señora y un menor–, seis estaban heridos. No me daba abasto. Se me acabó todo el material de mi botiquín. ‘¡Atiende a mi hijo!’, me gritaban, y yo lloraba porque no tenía con qué atenderlos”, cuenta.
Según el cabo, los superiores al mando de la unidad ordenaron trasladar a los heridos a un punto específico donde llegaría un helicóptero a recogerlos. Pero nunca llegó, por lo que los propios campesinos trasladaron a los enfermos. “La gente nos quería linchar, de milagro salimos vivos”, recuerda Eladio.
A pesar de la inconformidad, los soldados se quedaron resguardando el lugar hasta que llegó el personal de la Procuraduría General de la República a hacerse cargo.
Para entonces la noticia de la matanza estaba regada. El padre de la familia denunció que no recibió advertencia de que se detuviera antes de la balacera, que los soldados estaban borrachos y drogados y tuvieron que sortear varios retenes en el camino a Culiacán, adonde llegaron nueve horas después de salir de La Joya de los Martínez, en un recorrido que normalmente toma cinco horas.
Para él, su estancia en la prisión tiene una explicación “política”: es una estrategia de la Sedena para detener el escándalo que causó la muerte de inocentes por las balas del Ejército.
Alday y su unidad fueron trasladados a la cárcel militar de Mazatlán. De 20 soldados que participaron, la Procuraduría de Justicia Militar consignó a 19 en la causa penal 1531/2007. Actualmente, en el Primer Juzgado Penal Militar se les siguen además las causas acumuladas 1895/2007 y 456/2008.
Ahí, refiere Pérez Arriaga, policías judiciales militares lo interrogaron durante dos días. Dice que no lo torturaron pero que lo amenazaron con hacerlo si no aceptaba que había disparado contra la familia o si no señalaba a los soldados que sí lo hicieron.
Mientras los policías lo presionaban, él se empezó a convulsionar. Se desmayó y despertó ocho días después en el Hospital Militar Regional en Mazatlán.
“No me respondían las piernas. Estuve en silla de ruedas un tiempo y después, cuando nos trasladaron al Campo Militar Número 1, estuve otros 15 días en el hospital, en cama. Los doctores dijeron que fue por estrés.”
En la recomendación 40/2007 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos se reproduce la valoración del cabo realizada por un psiquiatra del Hospital Militar de Mazatlán:
“El paciente presentó trastorno por estrés agudo con la siguiente sintomatología: embotamiento emocional subjetivo, reducción en su relación con el entorno, así como reexperimentación del evento traumático generado precisamente por los hechos suscitados el 1 de junio de 2007 en la comunidad de La Joya de los Martínez, municipio de Sinaloa de Leyva, en el estado de Sinaloa, en los que se encontró involucrado.”
Aunque en la recomendación se asegura que el tratamiento psicofarmacológico al que está sometido Pérez Arriaga es adecuado, para él no lo es; ya son cuatro años de ver imágenes aterradoras que lo asaltan de día y de noche. “Los doctores me dicen que se me va a pasar. quieren que tome unas pastillas para dormir, pero yo no quiero tomarlas”.
Sostiene que en la reconstrucción de los hechos, que se llevó a cabo en el Campo Militar, los peritos descartaron que él haya disparado contra la camioneta. Por eso confía en que en el Consejo de Guerra, próximo a realizarse, todo se aclare y se le ponga en libertad.
Aun considerándose inocente tiene temor: “A veces no quiero salir de la cárcel; pienso que los familiares de los niños que murieron pueden matarme”.
–¿Qué le diría a los familiares de las víctimas, tras cuatro años de estar en la cárcel? –se le pregunta.
“Aunque no tuve la culpa, quiero pedirles perdón. Yo también sufrí esa noche: vi a mis hijos en esos niños. Les pediría que me crean, que hubiera dado mi vida por salvar a esos inocentes.” l
2 comentarios:
GLORIA LETICIA DIAZ YO CONOSCO UN MILITAR ESTA EN LA PRISION MIL Y A SU ESPOSA LE GUSTARIA COMUNICARSE CONTIGO
GRACIAS A TODAS LAS PERSONAS Q VIERON ESTE REPORTAJE,SEGUIREMOS EN LA DEFENSA DE NUESTROS ESPOSOS PADRES E HIJOS Q ESTAN AHI,AHORA LES FALTA UN REPORTAJE DE COMO VIVEN LAS ESPOSAS DE ESOS PRESOS MIL ESPOSAS Q TIENEN Q TRABAJAR Y HASTA PROSTITUIRSE PARA SACAR A UNA FAMILIA ADELANTE O DE HIJOS Q DEJEN DE ESTUDIAR
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