8 jun 2014

El anarquista y el Presidente


El anarquista y el Presidente/Silvio Waisbord, profesor de la Escuela de Ciencias de la Información y Asuntos Públicos de la Universidad George Washington. 
© Project Syndicate, 2012.
 Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Publicado en La Vanguardia |8 de septiembre de 2012
Una de las lecciones claves del caso de Julian Assange es que los Estados no son intranscendentes para el periodismo.
Cuando WikiLeaks apareció en la escena mundial de noticias, fue recibido como un fenómeno original: una forma innovadora de periodismo que contrarrestaba el poder de los Estados al desafiar su capacidad para suprimir las noticias críticas y publicar información sobre temas delicados. WikiLeaks aprovechó las posibilidades de las tecnologías digitales para burlar la censura oficial y, gracias a información filtrada, difundió información que varios gobiernos deseaban mantener secreta.
Como consecuencia, se consideró a Assange la encarnación de un nuevo tipo de periodista “anarquista,” capaz de saltar las fronteras estatales y atemorizar a los funcionarios gubernamentales (o al menos volverlos más cautos en sus cables diplomáticos). Los defensores de WikiLeaks se apresuraron a celebrarlo como un ejemplo de periodismo crítico que escapa al control estatal.

Sin embargo, los problemas legales internacionales de Assange muestran no sólo el persistente poder del Estado sino que aun es fundamental para el periodismo. El Estado no es una reliquia de tiempos pasados, desplazado por mecanismos globales de rendición de cuentas. La mano visible del Estado (en realidad, varios Estados) es omnipresente en este embrollo diplomático.
El hecho de que el Presidente del Ecuador, Rafael Correa, haya aparecido como aliado principal de Assange es profundamente irónico. Correa, que ha apretado las clavijas a la prensa de su país, no es precisamente el portaestandarte de la tradición libertaria de la prensa que ejemplifica Assange, representante por antonomasia del periodismo “sin Estado”. Encarna más bien una nueva versión de una antigua tradición de presidentes populistas latinoamericanos, tristemente famosa por su intolerancia con la disidencia y que echa a mano a diversas estrategias para reducir el volumen de las críticas.
El regreso del populismo a Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela en el último decenio ha infundido nuevo vigor a una concepción maniquea de la prensa: se consideran las organizaciones periodísticas “leales” o “enemigas”. Los periodistas son el brazo comunicacional del Gobierno o el enemigo al que se debe atraer o controlar. La idea de que la prensa deba velar por la rendición política de cuentas, informar al público y fomentar un gobierno receptivo a la crítica es ajena a la convicción populista que identifica el “buen periodismo” con los escribas aduladores.
Los dirigentes populistas de América Latina siguen una larga tradición de “l’État c’est moi” (“el Estado soy yo”): el Presidente como la encarnación del Estado. Se utilizan los recursos de los medios de comunicación públicos para fortalecer al Ejecutivo en lugar de servir al interés público, y los presidentes recurren a “leyes-mordaza” para silenciar a los críticos reales y potenciales.
Así, en sus frecuentes emisiones radiotelevisivas nacionales, los presidentes populistas arremeten contra los periodistas que se atreven a exigir información o critican las políticas públicas, actitud que contradice claramente su propia retórica que defiende el periodismo ciudadano y el poder comunicacional popular. Premian generosamente a la prensa amiga mientras castigan al periodismo critico o cualquier medio de comunicación que se niegue a aceptar los dictados oficiales.
Correa ha recurrido a una larga lista de insultos llamativos para caracterizar a la prensa y a los periodistas. De hecho, ha escrito virtualmente el manual para desalentar el tipo de periodismo propugnado por WikiLeaks. Por ejemplo, ha demandado ante la Justicia y solicitado daños y perjuicios multimillonarios a periodistas que investigaron la corrupción en su gobierno y columnistas que lo criticaron. Además, su gobierno ha propuesto una nueva ley sobre los medios de comunicación que concede un gran poder a los funcionarios públicos para que determinen que se puede publicar: lo opuesto precisamente al tipo de libertad ilimitada que WikiLeaks simboliza.
De igual modo, Correa ha ordenado a miembros de su gabinete que anulen la publicidad oficial de los medios de comunicación que considera sus adversarios, como si la utilización de los recursos públicos debiera estar sujeta a los cálculos de costos y beneficios personales. Insistiendo que nadie puede inmiscuirse en los asuntos internos del Ecuador, el gobierno de Correa lanzó una ofensiva frontal contra la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Organización de Estados Americanos.
Así, pues, las acciones de Correa con la prensa no son exactamente un dechado de apoyo al periodismo colaborador, crítico y abierto fomentado por WikiLeaks. En realidad, resulta difícil imaginar que Correa hubiera acogido a Assange, si WikiLeaks hubiese revelado secretos de Estado ecuatorianos, en lugar de las indiscreciones e intrigas de la diplomacia estadounidense.
Sin embargo, la novela de Assange ya ha arrojado un balde de agua fría a la idea de un “hacktivismo” sin ley que existe más allá de las fronteras estatales. La aparente anarquía de Internet y las noticias digitales contribuyeron a un pujante movimiento mundial de activistas digitales empeñados en dejar al descubierto el funcionamiento interno de los gobiernos y las grandes empresas. Montado sobre la idea del poder global de los ciudadanos, este movimiento se topa, sin embargo, con el persistente poder del Estado.
Afortunadamente para Assange, un Presidente ha estado dispuesto a lanzarle un salvavidas cuando nadaba las turbulentas aguas del derecho internacional. Lamentablemente para el movimiento que representa, su caso significa que aun el arquetipo de periodista anarquista, ahora refugiado en la embajada del Ecuador en Londres, necesita la protección del Estado.

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