¿Es
importante la abdicación del Rey?/Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional y autor del libro Paciencia e independencia, publicado recientemente.
Publicado en El
País |10 de junio de 2014
En
los últimos tiempos, muchos opinaban que el rey Juan Carlos debía retirarse y
dar paso a su hijo. Tras la abdicación, otros, quizá los mismos, o bien
consideran que debe celebrarse un referéndum sobre la alternativa Monarquía /
República como forma de Estado, o bien sostienen que el futuro Felipe VI debe
ser capaz de solucionar todos los problemas de nuestro país. Antes de que nos
machaquen el cerebro con tan geniales ideas quizá deberíamos aclarar otras más
fundamentales. Veamos.
En
España la Monarquía no es una forma de Estado. Tal como dice el artículo 1 de
la Constitución (CE) “España se constituye en un Estado social y democrático de
Derecho”: ésta es nuestra forma de Estado. Las formas de Estado se determinan
por dos factores: quién es el titular originario del poder —quién es el sujeto
de la soberanía— y cuál es el modo de ejercerlo. En nuestra Constitución el
titular de la soberanía es el pueblo español —el poder constituyente— y el
poder se ejerce de acuerdo con los principios del Estado de derecho,
establecidos en el artículo 9 CE, y desarrollados en el resto de la
Constitución y del ordenamiento jurídico.
En
otras épocas la Monarquía fue una forma de Estado, ya que el rey o bien era el
sujeto único de la soberanía —en el Estado absoluto—, o bien compartía esta
soberanía con el Parlamento. Esto último sucedía en las monarquías
constitucionales del liberalismo moderado europeo, entre ellas las nuestras. En
estos supuestos, República y Monarquía eran términos opuestos: la primera era
democrática y la segunda, no. La proclamación de la República el 14 de abril de
1931 significó el triunfo de la democracia en España porque la Monarquía no era
democrática.
Sin
embargo, la Monarquía parlamentaria como “forma política” de Estado, según la
define en España el artículo 1.3 CE, es algo muy distinto. No es una forma de
Estado, sino de Gobierno. Para configurarla debemos combinar tres componentes:
los poderes del rey, sus funciones y el contexto institucional en el que opera.
Vayamos
a lo primero: los poderes. El rey (o reina), titular de la Corona, un órgano
constitucional, ejerce de jefe del Estado con una característica esencial: no
tiene poderes políticos sustantivos, sino sólo poderes formales, es decir, no
puede imponer su voluntad a nadie, con lo cual, en lógica correspondencia, de
sus actos políticos son responsables quienes los refrendan, en general, el
presidente del Gobierno. Por tanto, la Corona no tiene Poder Legislativo, ni
Poder Ejecutivo, ni Poder Judicial, es decir, no puede dictar ni leyes, ni
reglamentos, ni actos administrativos ni sentencias. En un Estado de derecho
esto implica no tener poder.
Ahora
bien, en segundo lugar, como jefe del Estado, además de estos poderes formales
sin contenido sustancial, el Rey ejerce también funciones relacionales de un
mayor calado. Por un lado, según el artículo 56.1 CE, es el símbolo de la
unidad y permanencia del Estado: de ahí derivan sus facultades de relación con
otros Estados de la comunidad internacional. Cuando una autoridad de otro país
habla con el Rey está tratando con la más alta representación permanente del
Estado español, no con un gobernante cuyo mandato es circunstancial, pues
deriva de unas elecciones.
Por
otro lado, ejerce también la muy importante función interna de reinar: “el rey
no gobierna, pero reina”, solía decir el profesor Jiménez de Parga, matizando
significativamente la conocida frase de “el rey reina, pero no gobierna”.
Reinar es, pues, importante: consiste en ejercer la función arbitral y moderadora
en el funcionamiento regular de las instituciones que al Rey le asigna el
artículo 56.1, dado que es el único órgano constitucional que puede ejercer tal
función debido a su posición neutral, no dependiente de elecciones ni de
partidos.
Pero
¿qué significa arbitrar y moderar? El británico Bagehot, en la segunda mitad
del siglo XIX, decía que significa “advertir, animar y ser consultado” por los
representantes de las demás instituciones. Tomás y Valiente puso al día esta
fórmula clásica refiriéndose a la actual Corona española: “El Rey, en el
ejercicio de su función arbitral, puede (…) escuchar, consultar, informarse;
puede, después, recomendar, sugerir, instar, aconsejar, moderar. No puede
decidir por sí solo [pero sí conjugar éstos y otros verbos] con discreción y
prudencia”. Por tanto, junto a poderes simplemente formales, la Corona tiene
también importantes facultades relacionales imprecisas, pero efectivas.
Vistos
estos poderes y funciones, analicemos, en tercer lugar, la posición de la
Corona en el contexto de nuestra forma de gobierno parlamentaria. Tal forma de
gobierno se define por dos características: primera, una relación de confianza
entre el Parlamento y el Gobierno; segunda, la responsabilidad política del
Gobierno ante el Parlamento. Veamos ambas.
Por
un lado, los ciudadanos eligen mediante sufragio a los diputados del Congreso
que, por mayoría, designan a un presidente del Gobierno, el cual escoge su
Consejo de Ministros. Por otro lado, este presidente es políticamente
responsable ante quienes le han elegido y, en consecuencia, los diputados, por
mayoría, pueden destituirlo. Lo relevante, a nuestros efectos, es que el Rey no
interfiere para nada en estos procesos: los protagonistas son los ciudadanos
que votan, los diputados que eligen o destituyen al presidente y éste que
designa al Gobierno. El Rey se limita a ejercer actos formales sin condicionar
su contenido.
Llegamos,
por tanto, a la conclusión. ¿Qué es nuestra Monarquía parlamentaria? Una forma
de gobierno parlamentaria, como podría ser una República, con una Jefatura del
Estado monárquica. Es decir, un Gobierno elegido indirectamente por los
ciudadanos y un Rey que, en cambio, accede al cargo de forma mecánica por
sucesión hereditaria. La combinación de ambos elementos no sería democrática si
el Rey tuviera poderes. Pero como no es así, la fórmula resultante es
perfectamente democrática: el poder sólo reside en el pueblo.
¿Cuál
es la diferencia entre una República democrática y una Monarquía democrática?
Que en la República el jefe del Estado es elegido —directa o indirectamente—
por el pueblo: en unos Estados tiene muchos poderes, como es el caso de los
sistemas presidenciales (por ejemplo, EE UU), en otros algo menos (como en
Francia), en unos terceros apenas nada (como en Italia o Alemania). En las
monarquías parlamentarias el jefe del Estado no es elegido por el pueblo, pero
no tiene poderes. Por ello nuestra Monarquía parlamentaria no es menos
democrática que una República con el mismo carácter. Como también son
democráticas las monarquías sueca, danesa, noruega o británica. Se puede desear
que España se convierta en República, pero no en nombre de la democracia: la
Monarquía parlamentaria ya es democrática.
De
este extenso planteamiento deducimos con facilidad la incógnita que plantea el
interrogante del título: ¿Es importante la abdicación del Rey? No hay una
respuesta taxativa. Por un lado, al carecer de poderes políticos, al nuevo Rey
no se le puede pedir que resuelva él solo los arduos problemas del presente que
son responsabilidad de las instituciones políticas y de los partidos que las
dirigen. Pero, por otro lado, el Rey ejerce en nuestro sistema constitucional
amplias funciones relacionales y de su autoridad —de su auctoritas, ese viejo
concepto romano— dependerá un ejercicio eficaz de las mismas.
Éste
será el primer reto de Felipe VI: ganarse la auctoritas, que no es tener poder,
sino suscitar confianza. Juan Carlos I la obtuvo impulsando la democracia en la
Transición, derrotando a los golpistas y actuando después de acuerdo con la
Constitución. El todavía príncipe Felipe se encuentra en circunstancias muy
distintas, menos épicas aunque también complicadas. En los próximos meses debe
demostrarnos que es capaz de navegar con discreción entre los escollos mediante
las sutiles funciones que tiene asignadas.
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