Revista Proceso No. 1986, 1 de noviembre de 2014.
Dylan
Thomas y John Berryman/RAFAEL VARGAS
Se
conmemora en el orbe de habla inglesa el centenario natal de dos grandes
poetas: el estadunidense John Berryman y el británico Dylan Thomas, célebres
también en el mundo de habla hispana donde, a pesar de las dificultades que
entraña la traducción de sus poemas, al paso de los años se multiplica el
número de sus lectores.
I
Si
hubiera un mínimo de verdad en las caracterizaciones que el horóscopo propone
según el signo zodiacal bajo el que cada persona ha nacido –los piscis son
dulces y amables; los sagitario, independientes y filosóficos; los cáncer
tremendamente emocionales–, entonces John Berryman y Dylan Thomas, nacidos el
25 y el 27 de octubre, respectivamente (lo que los convertiría en súbditos de
escorpio), estarían cortados casi por la misma tijera y tendrían muchos rasgos
en común: apasionamiento, confianza en su intuición, sentido de la justicia.
(Es obvio que, nativos del signo de escorpio o no, millones de personas pueden
atribuírselos.)
Pero
con ser estrictamente coetáneos y haber nacido casi en la misma fecha, Berryman
y Thomas son poetas profundamente distintos, y sus obras lo demuestran. En
tanto que Dylan es un poeta solar, celebratorio (vasta apoyarse en las palabras
con que cierra sus espléndidas “Notas sobre el arte de la poesía”: “La función
y el placer de la poesía es, y ha sido, la celebración del hombre, que es
también la celebración de Dios”), Berryman es un poeta enfrascado,
prácticamente desde el principio, en una dolorosa lucha contra la desesperación
y la desesperanza, originadas, como muchas veces se ha dicho, en el suicidio de
su padre una mañana de finales de junio de 1926.
“No
hablábamos mucho de poesía –le contó Berryman a Peter A. Stitt, quien lo
entrevistó para The Paris Review en octubre de 1970–. Él me llevaba mucha
ventaja. De vez en cuando me mostraba un poema, o yo le enseñaba un poema. Le
encantaba sugerir cambios. Una vez leyó un verso mío que no le gustó (un poema
que después se publicó bajo el título de ‘La noche y la ciudad`), un poema muy
malo. Bueno, a Dylan no le gustó uno de los versos, y me sugirió sustituirlo
con un verso que se le ocurrió en ese momento: “un mero ballet octagonal por
penitencia”. ¡Bueno, mi poema era incoherente, pero no podía contener, usted me
entiende, semejante línea! Yo le tenía gran afecto, lo quise mucho, y en ese
tiempo pensaba que era un maestro. En eso me equivocaba. En realidad se
convirtió en un maestro tiempo después. Lo que sí era entonces era un gran
orador. Magnífico. Pero creo que escribió sus poemas verdaderamente grandes
después de la Segunda Guerra Mundial.”
Otro
de los momentos de su amistad con Dylan que Berryman recordaría siempre tuvo
lugar en Londres, al año siguiente.
Berryman
había intentado ver a Yeats casi desde que había llegado a Inglaterra, pero no
había corrido con suerte. Por fin, a mediados de 1938, su héroe literario le
envió una pequeña nota para invitarlo a tomar el té de las cinco en su casa.
John
Berryman cuenta que cuando llegó el día estaba tan nervioso que tenía la boca
seca y el corazón se le salía del pecho. Se encontró con Dylan y entraron a un
bar para tomar un trago y relajarse. Una hora más tarde se dio cuenta de que
Dylan estaba tratando de embriagarlo para evitar que llegara a su cita con
Yeats. Dylan no tenía mucho aprecio por el poeta irlandés y se mofaba de la
admiración que Berryman le profesaba. Éste salió del bar, regresó al pequeño
departamento que tenía, se dio un baño de agua fría, y llegó justo a tiempo
para encontrarse con el poeta cuya sombra majestuosa –a decir del propio
Berryman– lo acompañaría toda la vida.
IV
Concluida
su maestría, Berryman regresó a los Estados Unidos en octubre de 1938. Cruzó
unas cuantas cartas con Dylan que se conservan en la colección de manuscritos
literarios de la Universidad de Minnesota. Nunca han sido publicadas.
No
volverían a encontrarse sino hasta 1950, cuando Dylan llegó a los Estados
Unidos para ofrecer una serie de lecturas de poesía en diversas ciudades. Se
encontraron en abril, en Seattle. Dylan leyó en la Universidad de Washington,
donde Berryman daba clases, y nuevamente se vieron en una fiesta en honor del
británico, que para entonces se había convertido en una figura de renombre
internacional.
Andrew
Lycett, autor de la mejor biografía que se ha escrito sobre Dylan, cuenta que
los dos amigos se saludaron con calidez, e inmediatamente se pusieron a
conversar, pero que la anfitriona se apresuró a separarlos para que no se
enfrascaran en el cotilleo literario. Berryman recordaría tiempo después –dice
Lycett– que, aunque Dylan no había bebido gran cosa, le contestó a la
anfitriona con deliberada lentitud: “Nada más estábamos hablando sobre los
métodos empleados por Hitler para acabar con los judíos…”
El
éxito de la gira que Dylan emprendió lo llevó a recorrer Estados Unidos de
costa a costa. Su estadía en el país norteamericano fue prolongada y
extraordinariamente compleja. John Malcolm Brinnin, el crítico y poeta
estadunidense que llevó a Dylan a ese país, la ha documentado de manera
pormenorizada en Dylan Thomas in America, un libro publicado en noviembre de
1955, dos años después de la desdichada muerte de Thomas. Hasta el día de hoy
suele creerse que falleció a causa de una congestión alcohólica. En realidad,
como ya es del todo claro, no murió a causa de los famosos dieciocho whiskies
que se ufanó de haber bebido en una sola tarde, sino debido a un complejo
cuadro clínico y a la mala atención médica que recibió en el hospital de San
Vicente, en Nueva York, donde había sido internado.
Curiosamente,
después de haber sido velado con absoluta devoción días y noches enteros por
Brinnin y Liz Reitell, el 9 de noviembre de 1953, día en que Dylan Thomas
falleció, nadie lo acompañaba en la habitación que le había sido asignada en el
hospital, salvo una enfermera que le daba en esos instantes un baño de esponja.
Afuera del cuarto, a sólo un par de metros, la única persona presente era John
Berryman.
Berryman
escribiría después varias veces sobre Thomas en diversos poemas. Y le dedicó
una elegía: “In memoriam (1914-1853)” y un ensayo estupendo, “La sonora colina
de Gales”, que sería recogido en el volumen de ensayos The Freedom of the Poet
(La libertad del poeta), publicado en 1976, cuatro años después de la muerte de
Berryman, tan prematura como la de Thomas.
V
Estados
Unidos es, por desgracia, un país con muy poca memoria cuando se trata de
recordar a sus grandes escritores. Berryman no recibirá en su patria ni la
mitad de atención que Thomas recibe en la Gran Bretaña. Pero aunque los
reflectores lo soslayen brilla con luz propia. Gran estudioso de Shakespeare,
gran poeta y crítico literario, en nuestra lengua poco a poco crece el número
de sus lectores.
Uno
de ellos era Octavio Paz, que conoció a Berryman en el Festival Internacional
de Poesía de Spoleto, Italia, en 1967.
Otro,
José Emilio Pacheco, que tradujo tres o cuatro poemas recogidos en
Aproximaciones.
Y
dos más: Luis Miguel Aguilar, traductor de una docena de sus poemas a finales
de los años setenta, y Hernán Bravo Varela, quien hace cuatro años publicó
algunas versiones en la revista Letras Libres.
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