Revista Proceso No. 1986, 1 de noviembre de 2014.
De
Édgar Octavio Valadez Blanco
LA
REDACCIÓN
PALABRA
DE LECTOR
Señor
director:
¿Cuánto
más debemos soportar? ¿Cuántos asesinatos, cuántas desapariciones, cuántas
violaciones, cuántos cinismos e hipocresías de quienes detentan el poder? La
imagen del estudiante de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, desollado y tirado
en la calle por policías, nos horroriza, nos llena de rabia. Tenía solo 22
años, una hija y una esposa. Apenas iniciaba sus estudios. Nuestras vidas se
conmueven. Ya no hay consuelo. México está en penumbra.
Somos
Julio, somos él, todos, y principalmente los jóvenes hijos de trabajadores
comunes y corrientes. Nos han arrancado los ojos, la boca, han tirado nuestro
cuerpo destrozado sobre la calle de la historia. Pareciera un mensaje atroz: no
mirar, no hablar, no vivir. Así nos quieren: callados, ciegos, obedientes,
muertos en vida. Servimos como sirvientes, sólo así: corriendo hacia las
migajas neoliberales, adulando a una oligarquía estatal y empresarial, formados
para recibir la hostia del egoísmo y la avaricia del poder.
No
servimos como futuro utópico, como pregunta radical, como interpelación
histórica; no servimos como juventud crítica. La sonrisa cínica de los partidos
y sus gobernantes corruptos parecía ser el extremo de lo insoportable. Sin
embargo, hoy la hipocresía ha sustituido esta ignominia: ahora los responsables
impunes se condolecen públicamente con sus víctimas.
El
dolor del pueblo es usado como botín electoral y mediático. No hay vergüenza de
los gobernantes. Sólo una “democracia” hipócrita: esta lección de paz, de
progreso y de libertad, donde el juez es también el victimario o su cómplice,
donde la ley para la “paz” está hecha con la tinta de los verdugos. El poder
del Estado se desnuda y se afirma como necropoder: desollando, asesinando y
reprimiendo; mostrando que ellos son los dueños de la vida, de la ley y del
futuro. La violencia estatal y criminal pareciera ser ya una misma atrocidad.
Esta
masacre tiene el estigma de nuestra historia, desde aquellas narraciones de la
masacre del Templo Mayor; pero sobre todo tiene el tufo de las masacres de
Tlatelolco, Aguas Blancas y Acteal, ese crimen de Estado que es usado para
aterrorizar y perdurar en la impunidad.
Y
por eso no basta con que renuncie el gobernador de Guerrero, cuando hay
expedientes de injusticias pendientes de todos en los gobiernos locales y
federales, en ese entramado de instituciones y empresas donde el poder fue
secuestrado por criminales impunes. El coraje crece. Es ya rabia. Es
indignación histórica. Es un río de reclamos generacionales que crece.
¿Cuál
es la salida que nos queda para devolverle los ojos, la boca y la vida a esta
esperanza desollada? ¿Cuál es el camino para aquellos que hemos dejado de
esperar la iluminación ética de los poderosos, sus partidos, sus corporaciones?
No
hay respuestas claras, pero al menos hay un punto de partida: sentir el dolor
del otro como nuestro, hacer de Julio nuestro rostro, nuestro sueño pendiente.
Quizás sólo unidos y organizados podamos recuperar sus ojos, su boca, su
sonrisa y poder ser así la esperanza de nuestros muertos, de esta historia que
quiere terminar al fin su luto.
Atentamente
Édgar
Octavio Valadez Blanco
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