Homilía
del papa Francisco en la misa de Noche Buena -
Presidió este 24 de diciembre la misa de Noche Buena en la basílica
de San Pedro celebrada con gran solemnidad.
En su homilía destacó que con la llegada del Niño Jesús la tristeza es
arrojada fuera, porque la Virgen nos ofrece a su hijo como comienzo de vida
nueva; que este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra
vida
A
continuación el texto completo:
En
esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece la luz
del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras del profeta
Isaías, que acabamos de escuchar: «Acreciste la alegría, aumentaste el gozo»
(Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de alegría mientras esperaba este
momento; ahora, ese sentimiento se ha incrementado hasta rebosar, porque la
promesa se ha cumplido, por fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos
aseguran que el mensaje contenido en el misterio de esta noche viene
verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos
que, interrogando sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio
para la indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer,
porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el
Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy
ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene a compartir
nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados. La Virgen nos
ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera viene a
iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del pecado.
Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el
camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el
temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos
inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro
Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este
Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia Isaías (cf.
9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre todos los caminos del
mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le confía la
misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las naciones su
instrumento eficaz.
Cuando
oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese
Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada
de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz
del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente
importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un
puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un
establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta
nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres
de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate
perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la
bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos nosotros
sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de «renunciar a la
impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una vida «sobria, justa y
piadosa» (Tt 2,12).
En
una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de abundancia y de
lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a tener un comportamiento
sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender y vivir lo
que es importante. En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con
el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la
búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la
indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de
vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia,
que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que,
al igual que el de los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen de asombro y
maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y que, ante Él, brote
de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y
danos tu salvación» (Sal 85,8).