Elecciones sin ganadores/Ralf Dahrendorf*
Cuando los partidos de fútbol - al menos aquellos de los que debe salir un ganador- quedan empatados, el problema se debe resolver con una serie de penaltis. La competencia individual por el heroísmo o la desdicha que representan los penaltis es en realidad ajena a un juego de equipo como el fútbol, pero se acepta como una forma necesaria para resolver el empate. Cuando se trata de elecciones no hay tal mecanismo.
Sin embargo, muchas de las elecciones recientes han terminado en al menos un empate técnico. La elección presidencial de México es solamente el ejemplo más reciente. Hace varias semanas, las elecciones generales en la República Checa produjeron un impasse total al ganar la izquierda y la derecha cien escaños cada una en la Cámara Baja, sin ninguna resolución a la vista. En Italia, una regla curiosa le permite al grupo que consiga un puñado de votos más que el otro obtener un complemento de varias docenas de escaños en el Parlamento. El Gobierno de Romano Prodi debe actuar con un margen muy pequeño en el Senado.
Hay otros ejemplos recientes, incluyendo el que tal vez es el más notorio, las elecciones presidenciales de Estados Unidos del 2000. ¿Por qué repentinamente estamos experimentando tantos resultados cerrados en elecciones democráticas? ¿Cuál es la mejor manera de enfrentarnos a ellas? ¿Y cómo afectan a la legitimidad de los gobiernos que surgieron de estos procesos?
La primera pregunta es la más difícil de responder. Para el observador, no parece que el electorado de los países democráticos esté dividido tan equilibradamente por clases sociales o líneas similares como para causar un estancamiento político. Al contrario, por todos lados los electorados parecen ser más volátiles que cualquier otra cosa, con votantes dispuestos a cambiar sus preferencias de una votación a la siguiente. Suelen querer un cambio, sólo eso.
Tampoco hay señales de que la ideología política haya regresado al seno de la sociedad en su conjunto. Con todo, las divisiones entre los candidatos a cargos de elección popular son hoy más profundas que nunca - y son aún más marcadas entre los activistas de los partidos-.
Esto ciertamente se cumple en América Latina, donde una ola de populismo de izquierda se ha notado en muchos países. Varios países de Europa también han revelado una división menos dramática entre izquierda y derecha, con España e Italia - aunque no así Polonia y la República Checa- moviéndose un tanto hacia la izquierda. Pero el asunto real no es simple. Cada vez más, la división de las instancias democráticas refleja una combinación de votantes indecisos, motivados por sentimientos efímeros, y el surgimiento de activistas políticos, que frecuentemente se centran en temas específicos, que explotan la volatilidad electoral.
Entonces, en términos prácticos, ¿qué se puede hacer cuando la división conduce al estancamiento? Una solución es formar una gran coalición como en la Alemania actual. Es impresionante observar lo rápido que los democristianos y los socialdemócratas han olvidado sus promesas de campaña y han acordado un programa de impuestos más elevados. Se puede dudar que esto vaya a aumentar la confianza popular en la clase política, pero, por lo menos hasta ahora, el acuerdo está funcionando.
Otra posibilidad es convertir a las mayorías con ventajas minúsculas en gobiernos que no sean de coalición pero que mantengan políticas de centro, como sucedió en Italia y puede suceder en la República Checa. En los países de América Latina, por otra parte, parece que prevalece una actitud de todo o nada, y se considera que el 50,1% del voto popular es motivo suficiente para emprender una revolución de sentimientos, si no de políticas.
¿Cómo afecta esto a la legitimidad de los gobiernos y de las instituciones políticas en general? Mientras los ganadores con mayorías escasas adopten una postura de centro en sus funciones de gobierno, es más probable que sigan siendo aceptables ante un electorado que se muestra más volátil que dividido. En contraste, a largo plazo las grandes coaliciones pueden levantar dudas sobre el sistema y alentar a los grupos radicales. Lo mismo puede pasar también si los ganadores con poco margen adoptan un programa radical como algunos creen que George W. Bush ha hecho en Estados Unidos y como muchos temían que Andrés Manuel López Obrador hiciera en México. No obstante, mientras esos líderes respeten la Constitución democrática no es probable que se alejen mucho, porque saltarían en la siguiente elección.
La pregunta real es si un electorado vacilante está dispuesto a defender las constituciones democráticas en el caso de que un extremista que gane por un pelo trate de revertirlas e iniciar una nueva era de tiranía. Por el momento no hay tal riesgo en Europa. Silvio Berlusconi al final aceptó que había perdido, aunque fuera por muy poco, al igual que Viktor Orban en Hungría. Pero hay una conclusión que es, tal vez, más profunda que nunca. Las últimas elecciones en el Reino Unido también produjeron un resultado cerrado. Sin embargo, los escaños en el Parlamento y no los porcentajes del voto son lo que importa, debido al sistema electoral del país, en el que el ganador se lo lleva todo a partir de circunscripciones uninominales, lo que empuja a los partidos políticos a moverse hacia el centro. Un electorado volátil puede reemplazar al ganador de la vez anterior, pero ambos pueden tratar de persuadir a los votantes y gobernar sin tener que irse a los extremos para ganar la mayoría. El sistema en el que gana quien obtiene más votos sigue siendo el método más efectivo de asegurar un cambio ordenado.
Exrector de la LSE, Londres, y ex decano del Saint Antony´s College de Oxford. Traducción: Kena Nequiz
Tomado del periódico español La Vanguardia, 18/07/06
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