8 sept 2006

Más sobre Grass

El caso de Günter Grass/ Tahar Ben Jelloum*
Seguro que el premio Nobel de Literatura Günter Grass padece migrañas espantosas. Los dolores de cabeza suelen provenir muchas veces de un descontrol en la presión sanguínea. La sangre maltrata las arterias, y ello puede provocar dolores muy intensos. También ocurre que la migraña sea producto de una contrariedad psicológica. Acaba de ocurrirle a Günter Grass con un recuerdo oculto en el fondo de su mente y encerrado durante más de sesenta años que se le ha aparecido cuando escribía sus memorias. Por lo general, con la edad, el peligro es el alzheimer. En el caso del escritor alemán, se trata de un caso de antialzheimer. Se le ha desbordado la memoria, los recuerdos han huido de su escondite sin pedir permiso. A menos que haya decidido con toda frialdad contar lo que siempre había reprimido meticulosamente y borrado de su juventud.
Así, pues, la pluma de Grass nos informa de que a los 17 años se alistó como voluntario en las Waffen-SS. Error de juventud, locura momentánea en una Alemania inundada por el nazismo y, sobre todo, por la ceguera que un sistema diabólico había instalado en el país y las mentalidades. Su biógrafo oficial, Michael Jürgs, admite no haber sabido nunca nada de ese episodio. Un biógrafo investiga, escarba en los archivos sin contentarse con lo que le dice el biografiado ni con lo que se dice sobre él. Es muy probable que Michael Jürgs haya hecho un buen trabajo y, sobre todo, como millones de lectores en todo el mundo, no podía imaginar que el autor hubiera cometido un grave error durante la guerra.

Günter Grass confiesa hoy que esa verdad es compleja y que ha sido difícil extraerla de su memoria. El modo en que llega al gran público es objeto de algunas burlas. La pregunta es por qué haber esperado tanto para informarnos de ese hecho y por qué no haber reconocido ese compromiso explicándolo y excusándose por él en el momento en que Alemania salía de la guerra. Al fin y al cabo, a los 17 años es posible equivocarse y elegir muy mal. Todo queda zanjado si se admite y condena públicamente esa deriva provocada por la ignorancia o sencillamente por una decisión irreflexiva cuya gravedad no se ha medido lo bastante.

El caso Grass se complica porque su obra constituye una lectura crítica y severa de la historia de Alemania (véase, en particular, El tambor de hojalata,publicado en 1961 y llevado a la pantalla por Volker Schlöndorff con un éxito que contribuyó muchísimo a ampliar su público de lectores) y porque se presenta a menudo como la conciencia moral de un país que se vio envuelto en la espiral del Mal, lo cual provocó una tragedia sin precedentes. Además, Günter Grass condenó la visita de Ronald Reagan y Helmut Kohl al cementerio de Bitburg, cerca de la frontera belga, porque había soldados de las SS enterrados junto a soldados alemanes y estadounidenses.

Por más que un escritor tome distancias con respecto a su propia persona, el lector no siempre consigue distinguir entre el hombre y el artista. En Francia, el debate sobre Louis-Ferdinand Céline, enorme escritor y enorme antisemita, no ha concluido nunca. Hay quien dice que leer Viaje al fondo de la noche constituye un placer magnífico, mientras que otros recuerdan que quien ha escrito las páginas más reprobables sobre los judíos no puede ser un buen escritor por más que en Francia los especialistas de la historia literaria lo consideren como un genio de la talla de un Marcel Proust.
También el filósofo rumano Émile Cioran, que vivió más de sesenta años en Francia y escribió la mayor parte de su obra en un francés notable, cometió graves errores durante su juventud. Escribió en rumano textos antisemitas, unos textos que hizo desaparecer, pero que un investigador francés consiguió localizar al poco de su muerte. Se comprendió entonces que toda la obra de ese autor había sido una especie de ejercicio para el olvido, el olvido de una falta cometida en la Rumania nacionalista y racista de los años treinta y cuarenta.
¿Qué hacer con estos tres ejemplos de grandes escritores que tienen una mancha en su juventud? ¿Leerlos o hacer caso omiso de ellos?
¿Quemarlos o perdonarlos? ¿Reprenderlos? No sirve de nada. El ejemplo de Céline es harto explícito: a Céline, que era médico, no le gustaban los judíos, ni los árabes, ni los negros, ni sus padres, ni sus primos, ni sus vecinos. Céline era un misántropo absoluto. Y quizá debido a esa desgracia que padecía pudo escribir y revolucionar la lengua francesa. Günter Grass no alcanza las cimas de Céline, aunque no por ello deja de ser su obra esencial para comprender la Alemania de nuestros días.

El austriaco Peter Handke ha sufrido también esa confusión entre el escritor y el hombre con motivo de su apoyo a Serbia. Los franceses lo han castigado no hace mucho: tras asistir al entierro de Milosevic, el director de la Comédie Française anuló una de sus obras programada desde hacía dos años y sin relación alguna con Serbia.
Y es que, se quiera o no, el hombre y el escritor están inextricablemente unidos y son percibidos como una misma y única persona.
*Tahar Ben Jelloum, es escritor. Premio Goncourt 1987.
Traducción: Juan Gabriel López Guix
La Vanguardia, 6/09/2006, http://www.lavanguardia.es/

La lata del tambor/Julián Rios, escritor
El País, 26/08/2006, www.elpais.es
El escritor alemán Arno Schmidt (1914-1979) publicó en 1953 una novela, Momentos de la vida de un fauno, que describe precisamente, a fuerza de detalles reveladores, la vida cotidiana de Alemania durante la inmediata preguerra y la Segunda Guerra Mundial. El narrador, modesto funcionario que trata de sobrevivir en medio de la locura colectiva, es un testigo lúcido e impotente de la abyección nazi de cada día y de la creciente marea parda que va cubriéndolo todo y llega hasta su propio hogar. Su hijo adolescente no escapa al contagio de la propaganda virulenta y, con el ardor propio de su edad, se exalta ante los desfiles, las banderas desplegadas y la perspectiva de convertirse en héroe a los 17 años, apoyado por su madre, que se extasía ante sus galones y vibra también con los redobles del melodrama épico del Tercer Reich que acabará en drama a secas. En efecto, el joven soldado morirá en combate en el frente ruso. Y el narrador aceptará resignado que su mujer recurra de nuevo al lugar común y ponga en la esquela: “Caído por la Gran Alemania”.
Por la misma época, Günter Grass, según sabemos por su reciente confesión, era otro de esos jovencísimos soldados a los que les habían calentado los cascos con las soflamas bélicas. Grass tuvo más suerte que el soldadito de la novela de Schmidt y vivió para contarlo.
Unos quince años después de llevar la doble runa de las SS, que ahora algunos querrían grabársela como estigma indeleble, Grass irrumpió escandalosamente en la escena literaria con su primera novela, El tambor de hojalata (1959), que contribuyó a la renovación de la lengua alemana, prostituida y postrada tras los años de dictadura, y además a la del género, a medida que se multiplicaban sus traducciones.
En El tambor de hojalata, Oskar, su protagonista, de 30 años, que no quiso crecer y prefiere creer en sus historias, recuerdos fabulosos y fantasías, aporrea su juguete y lanza sus gritos rompecristales para que no siga haciendo oídos sordos una sórdida sociedad.
Aupado en la plataforma de la notoriedad, por el merecido éxito mundial de su novela, Grass siguió el ejemplo de su criatura novelesca y se puso a armar ruido y a elevar la voz para hacerse oír en el nuevo diálogo de sordos de la posguerra, dispuesto siempre a entrar en polémicas, a predicar con el ejemplo del compromiso y a defender sus ideas e ideales, la mayor parte de las veces, justos y razonables. Y, así, Günter Grass se convirtió en una figura pública, a la que el Premio Nobel le llegó al fin, en 1999, con toda justicia.
La gran obra literaria suele escaparse de las jaulas clasificatorias, de las trampas de las buenas o malas intenciones, de las redes ideológicas e incluso de las ideas preconcebidas de sus autores.
Y los grandes autores convertidos en autoridades, a los que casi siempre se les pide su opinión sobre casi todo, suelen ser, a veces sin sospecharlo, trasuntos del doctor Jekyll y míster Hyde. Lo que dicen doctoralmente no siempre aparece tan claro, negro sobre blanco, en sus obras literarias.
Si Günter Grass se hubiese ocupado sólo de su vasta obra literaria, o de sus cebollas, como dicen los franceses, y nos revelara ahora su participación juvenil en una unidad de élite nazi, de infame memoria, no habría armado tal revuelo. Pero para el gran público, la fama de Grass está en buena parte cimentada en su compromiso de intelectual de izquierdas, en su fustigación de los horrores del pasado y de los errores presentes, en los constantes combates políticos por la justicia en Alemania y fuera de ella, por los que su figura alcanzó una estatura de estatua ejemplar o, como repiten los periódicos estos días, de “referencia moral”.
Se ha dicho que la confesión de Grass llega demasiado tarde, cuando el autor tiene ya 78 años. Nunca es tarde si lo dicho o confesado es bueno y sincero. Pero esta confesión llega sobre todo a destiempo, en el momento en que saca un libro de memorias: Pelando la cebolla. Se piense o no mal, los hechos están ahí: su editor adelantó la publicación del libro apelando al cebo del escándalo, y en veinticuatro horas, recogen los periódicos, se agotó la primera edición de 150.000 ejemplares y ya se prepara una segunda de 100.000. Cuando Hamlet se paseaba anunciando lo que leía: “Palabras, palabras, palabras”, se refería probablemente a alguna protonovela de ésas que le secaron el cerebro a Don Quijote. Pero el género ha progresado mucho desde entonces y sin duda Hamlet repetiría hoy simplemente: “Publicidad, publicidad, publicidad”.
La mujer del César quizás hoy día, en el mundo virtual de la apariencia, ya no tiene que ser honesta, pero sí ha de parecerlo. Es lástima que Günter Grass haya escogido tan mal momento para parecer deshonesto. Oscar Wilde, autor de profundas confesiones, dijo: “Es la confesión, no el cura, lo que nos da la absolución”.
Este lector le desea a Günter Grass que se sienta absuelto totalmente, con un peso menos encima y, por tanto, más libre para campar por sus respetos y escribir todavía algunas páginas dignas de El tambor de hojalata. Quizá ya no tenga necesidad de tomar el tambor de Oskar y remedar sus redobles. En realidad los tambores, independientemente de su materia, acaban siendo una lata.

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