Fortalecer la profesion docente/Álvaro Marchesi, catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid
Tomado de EL PAÍS, 26/11/2006):
Posiblemente ahora hay más violencia en los centros docentes que hace unas décadas o, al menos, así se percibe. Tal vez porque hay más alumnos que estudian durante más tiempo, por fortuna para ellos y para la sociedad, y porque los cambios sociales se producen ahora de forma vertiginosa, de manera que tienden a difuminarse los referentes morales. No se vislumbra en el futuro un cambio de esta situación. Más bien da la impresión de que estas tendencias, lejos de detenerse, se van a incrementar, por lo que no debe extrañarnos que las dificultades vayan en aumento. ¿Qué hacer, entonces?
Conviene, antes de plantear algunas líneas de actuación, pensar brevemente sobre los alumnos violentos. Los estudios realizados apuntan su escasa autoestima, sus dificultades en las relaciones sociales y en la empatía con los otros, su falta de comprensión y control de la conducta y su desvinculación de los objetivos escolares. La descripción de estos alumnos se mueve habitualmente entre dos polos: son alumnos que hacen daño, a veces demasiado daño, pero también son alumnos que sufren. El énfasis en uno o en otro polo orienta las preferencias en las iniciativas educativas: el castigo y la sanción frente a la ayuda pedagógica y psicológica. Ambas, sin duda, deben combinarse con el objetivo de lograr, en la medida de lo posible, la recuperación del alumno para proseguir su formación.
Existen diversas estrategias que pueden reducir la violencia en las escuelas: favorecer la participación de los alumnos, avanzar en la capacidad de decisión de los centros -con la supervisión de la comunidad escolar y de la Administración educativa-, impulsar la cooperación de las familias, trabajar por un mayor compromiso social con la educación y fortalecer la profesión docente. Esta última es la que considero fundamental para mejorar la enseñanza y la que puede otorgar coherencia y dinamismo al resto de las iniciativas.
El fortalecimiento de la labor de maestros y profesores supone una acción en varios ámbitos interrelacionados: mejorar sus competencias profesionales y su preparación, cuidar su equilibrio emocional, situar la profesión docente en la dimensión moral que le corresponde y velar por el prestigio de la profesión.
La gestión adecuada de los comportamientos disruptivos o violentos de determinados alumnos es una dura exigencia para los profesores y les obliga a disponer de diferentes competencias y habilidades: mantener la autoridad, demostrar seguridad y confianza, dialogar, negociar, comprender, exigir. Hace falta formación suficiente y un carácter firme y equilibrado para lograrlo.
La acción educadora exige una estrecha y confiada relación personal entre el profesor y los alumnos. El mérito de la actividad docente es que este vínculo impuesto se convierta en una relación constructiva, en la que la confianza, el afecto y el respeto mutuo sean sus elementos constitutivos. Para ello es imprescindible que el profesor cuide su dimensión emocional, un cuidado del que deberían también ser responsables las Administraciones educativas.
El profesor debe mantener el buen ánimo, la sensibilidad por la formación de sus alumnos y la preocupación por ellos a pesar del desgaste que tanto esfuerzo personal supone. ¿Cómo se logra? En gran medida por el convencimiento de que enseñar a los otros es una tarea que merece la pena, que conecta con lo más noble del ser humano y sitúa a los profesores en el lugar adecuado para promover el bienestar de las nuevas generaciones. De alguna manera esa intuición desvela el carácter moral de la profesión docente y la necesidad de descubrir su valor y su sentido para ejercerla con rigor y vivirla con satisfacción. La consideración del trabajo docente como una profesión moral adquiere desde esta perspectiva toda su fuerza motivadora y permite comprender cómo el olvido o la falta de cuidado de esta dimensión conduce a la “desmoralización” de los docentes.
Además, los profesores deberían sentir que forman parte de una profesión respetada y valorada ya que gran parte de la identidad profesional depende de la consideración social percibida. El sentimiento de pertenencia a una colectividad contribuye a la autoestima. Por ello, las Administraciones educativas tendrían que contribuir a que los profesores se sientan orgullosos de ser profesores. No es una tarea sencilla si tenemos en cuenta que la mayoría de los profesores considera que ni la sociedad ni la propia administración educativa los valora.
Una encuesta reciente realizada por la Fundación SM constató que el 81% de los profesores creen que la sociedad no los valora y el 67% opina lo mismo de su Administración educativa.
La tarea de reforzar la identidad profesional de los docentes conduciría a que las administraciones educativas defendieran el establecimiento de una carrera profesional incentivadora y exigente. Pero también deberían apoyar las distintas formas de representación colectiva de los profesores. Entre ellas, además de los sindicatos y de las asociaciones de profesores, podría tener su lugar un Consejo General de la Profesión Docente que fuera un referente ante la sociedad por sus iniciativas para mejorar la situación del profesorado y la calidad de la enseñanza.
No sería justo atribuir a los profesores la responsabilidad exclusiva de su acción educadora. De nuevo hay que insistir en que la capacidad de los profesores para enseñar adecuadamente a todos sus alumnos, crear un clima de convivencia y reducir los comportamientos violentos tiene mucho que ver con las condiciones en las que se enseña, con los apoyos disponibles, con el número de alumnos con dificultades de aprendizaje que hay en cada aula, con el ambiente sociocultural de los centros, con la cooperación de las familias y con el apoyo social recibido. El compromiso de los profesores depende en gran medida del compromiso de la sociedad con la educación y ambos se apoyan mutuamente para lograr una enseñanza mejor.
Una nueva ley que no tolere ni ejerza la vioolencia/Ricardo Moreno Castillo, profesor del Instituto Gregorio Marañón, profesor asociado en la Universidad Complutense y autor del Panfleto antipedagógico
Tomado de EL PAÍS, 26/11/2006):
Para resolver un problema se ha de averiguar su causa, y la de la violencia en nuestras aulas no está, dígase lo que se diga, ni en los cambios sociales, ni en la televisión, ni en la presencia de inmigrantes. Está, sencillamente, en que nuestro sistema educativo no educa, es un sistema perverso porque ejerce la violencia y la tolera.
La ejerce sobre los que quieren estudiar, y no pueden por culpa de quienes boicotean la clase. La ejerce sobre los que quisieran aprender un oficio para llegar a la edad laboral profesionalmente cualificados, y están encerrados en un aula escuchando cosas que ni entienden ni les interesan. En una misma clase, bajo el cuidado de un profesor al cual se ha despojado de toda autoridad, hay alumnos con todas las asignaturas del curso anterior aprobadas y otros que no han aprobado ninguna, alumnos que desean progresar y otros que se dedican a molestar. Unos y otros están frustrados. ¿Es de extrañar que un ambiente de general frustración degenere en violencia? Si un alumno repite porque suspende ocho asignaturas sabe que no va a repetir de nuevo aunque las vuelva a suspender, por lo cual nada le estimula a estudiar. ¿Es para sorprenderse que un alumno completamente ocioso se porte mal?
El desprecio por el conocimiento (se puede terminar la ESO sin saber la tabla de multiplicar ni distinguir un nombre de un verbo) y la falta de hábito de trabajo generan seres inmaduros, y en consecuencia, propensos a la violencia. Una persona madura no necesita agredir a un semejante para sentirse alguien.
La madurez, además, tiene que ver con la responsabilidad, y hoy los alumnos raramente tienen que responder. Si no aprenden, la culpa es del sistema, que no les motiva. Si son zafios y maleducados, es que están inadaptados. Si no estudian, algo les pasa, porque ya se sabe que los chicos tienen una inclinación natural hacia el trabajo, y a la vagancia se la conoce a menudo como “dificultades de aprendizaje”. Hay una tendencia por parte de algunos educadores paternalistas a considerar los defectos como patologías, pero madurar significa reflexionar sobre los propios defectos, a fin de superarlos, y si los defectos se consideran patologías, se bloquea toda capacidad de mejorar.
Hay un cuento de Gogol, intercalado en su novela Las almas muertas, que narra la historia de un profesor severo, que exigía un buen rendimiento, porque consideraba que estudiar es la obligación de los alumnos. Éstos le querían, porque un profesor exigente es el que valora a sus discípulos. El que se conforma con poco está tratándolos como si fueran idiotas, y nadie aprecia a quien lo trata como un idiota. Los alumnos se portaban bien. Ocupados en estudiar, tenían poco tiempo para hacer travesuras. Pero he aquí que este profesor se muere y llegan otros con ideas novedosas: lo importante no es el saber, sino el comportamiento (en la jerga actual, lo decisivo no son los contenidos). Y como el saber no era importante, dejaron de estudiar, y así tuvieron tiempo para hacer diabluras. En cuanto se empezó a despreciar el saber frente al comportamiento, no sólo decayó el saber, también decayó el comportamiento. Y de este cuento podemos sacar una segunda moraleja. Gogol murió en 1852, lo cual quiere decir que algunas de las sandeces pedagógicas que él satiriza, ya se decían hace mucho tiempo. Una idea no por parecer novedosa es buena, pero además puede suceder que ni siquiera sea novedosa.
Los resultados de la LOGSE no han sorprendido más que a los ingenuos, y la actual LOE no va a resolver absolutamente nada, por mucho que se financie. Un error no deja de serlo por estar mejor financiado.
Los problemas de la violencia en las aulas y de la falta de autoridad de los profesores no tienen solución dentro de la legislación vigente. Urge pues una nueva ley de educación, consensuada por todas las fuerzas políticas, y elaborada con el asesoramiento de profesores (no de pedagogos ni sindicalistas) escogidos por su valía (no por su militancia política). Y esa ley habría de contemplar lo siguiente:
1. La protección de los que sí quieran estudiar, proporcionándoles el ambiente de tranquilidad en el aula que necesitan para ello.
2. Escolarización obligatoria no significa enseñanza común hasta los 16 años. Mantener encerrados en los institutos a los chicos mayores de 12 que deseen prepararse laboralmente es hacerles entrar en el mercado de trabajo a los 16 como mano de obra barata. Aunque pueda parecer una edad demasiado temprana, un alumno que no quiera estudiar no sólo no va a estudiar, sino que también impedirá aprender a los demás. Muchos estudiantes potencialmente buenos se malogran por culpa de los boicoteadores. Así, por no dejar decidir a un muchacho sobre su futuro, se le deja decidir sobre el futuro de los demás.
3. Valorar el saber y la excelencia. Bajar el nivel para no discriminar a los alumnos menos trabajadores frente a los más trabajadores es un acto de barbarie contra los segundos que en nada beneficia a los primeros. Despreciar el saber crea una juventud más ociosa y más inculta, en consecuencia más inmadura y más violenta.
4. Que se castiguen las faltas de disciplina, y se admita sin rodeos que quien manda en la clase es el profesor, igual que admitimos que quien manda en un avión es la tripulación, y que esto no significa ser fascista ni autoritario.
Cuando los hechos contradicen las ideas podemos negar los hechos o rectificar las ideas. Mientras los creadores de la reforma sigan negando los hechos, el desastre educativo irá en aumento. Ya va siendo hora de que rectifiquen sus ideas
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