Este vienes 27 de abril murio Mstislav Leopóldovich Rostropóvich, quien nació en 1927 en Bakú, República Socialista Soviética de Azerbaiyán.
Era considerado uno de los máximos violonchelistas de su generación. Estudió en el conservatorio de Moscú. Desde hace más de 50 años compaginó su pasión por el violín con su labor como director y profesor. En 1974, tuvo que huir de la entonces Unión Soviética por su defensa reiterada de los derechos humanos y su apoyo a figuras disidentes, como el Nobel de Literatura Alexander Solzhenitsin, y sólo pudo regresar 16 años después, con Mijail Gorbachov en el poder.
Él y su esposa, la soprano Galina Vishnevskaia, de 80 años, siempre tuvieron un fuerte compromiso político.
Él y su esposa, la soprano Galina Vishnevskaia, de 80 años, siempre tuvieron un fuerte compromiso político.
Pocos días después de la caída del Muro de Berlín en 1989, el violonchelista ofreció un concierto allí. A partir de 1990, él y su esposa volvieron a vivir en Rusia.
¡Descanse en paz!
Mstislav Rostropovich in memoriam/Cristóbal Halffter, de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
Mstislav Rostropovich in memoriam/Cristóbal Halffter, de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
Publicado en ABC, 28/04/2007;
Una cruel enfermedad y lo avanzado de su edad hacían prever la noticia que hoy me llega: el fallecimiento de Mstislav Rostropovich. No por esperada deja de impresionarme de manera profunda y desde esa sensación escribo estas líneas en su honor y recuerdo.
Tuve la suerte y el privilegio de gozar de su amistad y de poder sentir de una forma bien cercana en primer lugar, su hombría de bien, la calidad humana de este hombre excepcional. Quiero anteponer estas consideraciones antes de entrar a hablar de su importancia como músico, como artista creador, como intérprete, pues creo que toda esa actividad que ejerció en vida, eran sólo reflejo de lo que había en su interior como persona. Rostropovitch era portador de esos atributos que hacen a un ser humano llevar esa condición con la dignidad requerida y que la humanidad pueda mirarse en él para intentar conducir la evolución de nuestra especie por el buen camino.
Todas esas cualidades están inscritas en nuestro código genético, ahora bien, para ejercerlas es necesario creer en ellas, luchar por ellas, esforzarse día a día por ellas para que estén, como en el caso de Slava, en el primer término de nuestra tarea de vivir en sociedad y mostrar las obligaciones que tenemos ante nuestros semejantes.
Al hablar de atributos y cualidades me refiero a los conceptos de dignidad, bondad y belleza, a la capacidad de sacrificio, a la lucha por alcanzar los mas nobles ideales. En Slava se manifestaban en todos los actos de su vida, a las que se unía su constante esfuerzo por crear belleza y su afán de procurar elevar el grado de percepción de esa belleza en sus semejantes. A esta tarea le dedicó la mayor parte de su existencia, hora a hora, día a día.
Como hombre comprometido con el mundo de la cultura, lucho por llevar ésta al último rincón de su patria, primero, y al mundo entero, después. Y como hombre comprometido con la cultura de su tiempo quiso dejar constancia de ese compromiso con numerosos encargos a aquellos compositores que él consideraba que estaban en su línea. Estas obras han enriquecido el repertorio de cello de una manera extraordinaria y quedarán en la historia uniendo su nombre al del creador que para él las escribiera. Porque Rostropovitch no se limitó como hacen tantos otros divos de la música, a encerrarse en la repetición una y otra vez del repertorio más trillado, aunque, cuando ese repertorio lo tomaba en sus manos lo interpretaba como muy pocos lo han conseguido a través de los tiempos. Slava quiso poner su carrera al servicio de la creación y no la creación al servicio de su carrera.
En 1983 me encargó un concierto para cello y orquesta. Fruto de este encargo es mi concierto «No queda mas que el silencio», obra que conjuntamente dedicamos a García Lorca, que conjuntamente estrenamos en el Festival de Granada de 1986 y que conjuntamente grabamos ese mismo año con la Orquesta Nacional de Francia. Esta colaboración me permitió conocer en profundidad a una persona que si hacía música con la más alta calidad, su trato respondía en todo momento a lo que con su cello comunicaba.
En los últimos años la frecuencia de nuestros encuentros se distanciaba en el tiempo por razones profesionales. Pero cada vez que podíamos volver a estar unas horas juntos, parecía que acabamos de vernos el día anterior y que nuestras conversaciones en torno a cómo se debía tocar algún pasaje o las opiniones de la importancia que tal o cual compositor o intérprete pudiese tener, estaban todavía en el aire.
Rostropovitch pasará a la historia de la música con letras de oro por varios aspectos de su riquísima personalidad. Pero ese aura que envolvía su presencia física sólo podremos recordarla aquellos que tuvimos el privilegio de convivir en ciertos momentos con él y de hacer música a su lado.
A estas horas se estarán escribiendo miles de páginas en su honor que glosarán esa riquísima personalidad, para que no se pierda la impronta de su paso por este mundo que nos ha tocado vivir, en que las cosas más sublimes y trascendentales al lado de los hechos más intrascendentes aparecen y desaparecen en cuestión de minutos, días, semanas a lo sumo. Pienso que el ser humano solo muere cuando lo olvidan y en el caso de Slava, quiero pensar que su muerte, que hoy es un dolorosa realidad, su otra muerte, la que es consecuencia del ovido, tardará mucho tiempo en ser efectiva.
Podría ahora en estas, insisto, improvisadas frases escritas desde el dolor del amigo perdido, contar mil anécdotas de las muchas que tuve la suerte de vivir con él. Si bien lo que más profundamente me dejó impactado de su personalidad fue cuando me cercioré que para llegar a tocar un instrumentos como él hacía, para llegar a hacer música con la altísima calidad que de él surgia, que para llegar a crear esa comunicación entre compositor, intérpretes y oyentes, son necesarias muchas horas de esfuerzo y sacrificio, muchas horas de abandonar las infinitas cosas que nos rodean y que sólo desde ese abandono es posible llegar a alcanzar la meta soñada.
Estábamos grabando mi concierto de cello; todo transcurría con la exigencia y el rigor que los dos poníamos en nuestra tarea: él, como solista; yo, como compositor y director. Llegó el momento de grabar la cadencia y Slava pidió que esto se hiciese al final de la sesión y sin la presencia de la orquesta, para luego insertarla en la cinta definitiva en su sitio correspondiente.
Así lo hicimos y al final de la tarde, Slava se retiró a una habitación solitaria para repasar nota a nota la cadencia que quedaba por grabar. Al cabo de un tiempo y ya bien entrada la noche, volvieron los técnicos para grabar lo que quedaba del concierto, pero a él solo en la inmensidad de la Sala Pleyel de París. Yo permanecía callado como único espectador y después de mil repeticiones y mil correcciones, como si de un estudiante ante su primera grabación se tratase, terminó su tarea: seis minutos de música para violoncello solo donde se alcanzó la perfección en la simbiosis entre mi idea como compositor y la ejecución de la misma por un intérprete, un músico excepcional.
En aquellas horas se me reveló una verdad: cuando Mstislav Rostropovich toca -tocaba- Bach, Tchaikowski o lo que fuese, esa versión era fruto de muchas horas de trabajo, esfuerzo, voluntad y tesón.
Muchas veces nos dicen que un determinado solista o director consigue esas altas cotas de comunicación y de perfección interpretativa por poseer unas dotes especiales o por mil circunstancias diferentes, y quizá la mas repetida sea porque está apoyado por tal o cual grupo social, un medio de comunicación o un grupo político que le prepara para conseguir un éxito ya antes de ser escuchado. Pero pocas veces nos dicen que ese éxito sólo se consigue de verdad cuando el intérprete ha imaginado unas cotas de calidad y rigor en la recreación de una partitura y ha puesto todo el esfuerzo, el trabajo y el sacrificio necesario para alcanzar la meta imaginada. Aquí las dotes especiales y todo lo demás son elementos secundarios que sin lo anterior carecen de todo valor según va pasando el tiempo.
Slava era bueno como músico, como persona comprometida con la cultura de su patria, de su tiempo y del mundo entero. Slava era bueno como ser humano al pretender alcanzar unas cotas de bondad que están fuera de lo habitual y por poner todos los medios y esfuerzos necesarios, día a día, hora a hora, para lograr, tanto en lo uno como en lo otro, esas cotas de bondad por él imaginadas y con su esfuerzo alcanzadas, que lo dejarán inscrito durante generaciones en la memoria de muchos seres humanos.
Tuve la suerte y el privilegio de gozar de su amistad y de poder sentir de una forma bien cercana en primer lugar, su hombría de bien, la calidad humana de este hombre excepcional. Quiero anteponer estas consideraciones antes de entrar a hablar de su importancia como músico, como artista creador, como intérprete, pues creo que toda esa actividad que ejerció en vida, eran sólo reflejo de lo que había en su interior como persona. Rostropovitch era portador de esos atributos que hacen a un ser humano llevar esa condición con la dignidad requerida y que la humanidad pueda mirarse en él para intentar conducir la evolución de nuestra especie por el buen camino.
Todas esas cualidades están inscritas en nuestro código genético, ahora bien, para ejercerlas es necesario creer en ellas, luchar por ellas, esforzarse día a día por ellas para que estén, como en el caso de Slava, en el primer término de nuestra tarea de vivir en sociedad y mostrar las obligaciones que tenemos ante nuestros semejantes.
Al hablar de atributos y cualidades me refiero a los conceptos de dignidad, bondad y belleza, a la capacidad de sacrificio, a la lucha por alcanzar los mas nobles ideales. En Slava se manifestaban en todos los actos de su vida, a las que se unía su constante esfuerzo por crear belleza y su afán de procurar elevar el grado de percepción de esa belleza en sus semejantes. A esta tarea le dedicó la mayor parte de su existencia, hora a hora, día a día.
Como hombre comprometido con el mundo de la cultura, lucho por llevar ésta al último rincón de su patria, primero, y al mundo entero, después. Y como hombre comprometido con la cultura de su tiempo quiso dejar constancia de ese compromiso con numerosos encargos a aquellos compositores que él consideraba que estaban en su línea. Estas obras han enriquecido el repertorio de cello de una manera extraordinaria y quedarán en la historia uniendo su nombre al del creador que para él las escribiera. Porque Rostropovitch no se limitó como hacen tantos otros divos de la música, a encerrarse en la repetición una y otra vez del repertorio más trillado, aunque, cuando ese repertorio lo tomaba en sus manos lo interpretaba como muy pocos lo han conseguido a través de los tiempos. Slava quiso poner su carrera al servicio de la creación y no la creación al servicio de su carrera.
En 1983 me encargó un concierto para cello y orquesta. Fruto de este encargo es mi concierto «No queda mas que el silencio», obra que conjuntamente dedicamos a García Lorca, que conjuntamente estrenamos en el Festival de Granada de 1986 y que conjuntamente grabamos ese mismo año con la Orquesta Nacional de Francia. Esta colaboración me permitió conocer en profundidad a una persona que si hacía música con la más alta calidad, su trato respondía en todo momento a lo que con su cello comunicaba.
En los últimos años la frecuencia de nuestros encuentros se distanciaba en el tiempo por razones profesionales. Pero cada vez que podíamos volver a estar unas horas juntos, parecía que acabamos de vernos el día anterior y que nuestras conversaciones en torno a cómo se debía tocar algún pasaje o las opiniones de la importancia que tal o cual compositor o intérprete pudiese tener, estaban todavía en el aire.
Rostropovitch pasará a la historia de la música con letras de oro por varios aspectos de su riquísima personalidad. Pero ese aura que envolvía su presencia física sólo podremos recordarla aquellos que tuvimos el privilegio de convivir en ciertos momentos con él y de hacer música a su lado.
A estas horas se estarán escribiendo miles de páginas en su honor que glosarán esa riquísima personalidad, para que no se pierda la impronta de su paso por este mundo que nos ha tocado vivir, en que las cosas más sublimes y trascendentales al lado de los hechos más intrascendentes aparecen y desaparecen en cuestión de minutos, días, semanas a lo sumo. Pienso que el ser humano solo muere cuando lo olvidan y en el caso de Slava, quiero pensar que su muerte, que hoy es un dolorosa realidad, su otra muerte, la que es consecuencia del ovido, tardará mucho tiempo en ser efectiva.
Podría ahora en estas, insisto, improvisadas frases escritas desde el dolor del amigo perdido, contar mil anécdotas de las muchas que tuve la suerte de vivir con él. Si bien lo que más profundamente me dejó impactado de su personalidad fue cuando me cercioré que para llegar a tocar un instrumentos como él hacía, para llegar a hacer música con la altísima calidad que de él surgia, que para llegar a crear esa comunicación entre compositor, intérpretes y oyentes, son necesarias muchas horas de esfuerzo y sacrificio, muchas horas de abandonar las infinitas cosas que nos rodean y que sólo desde ese abandono es posible llegar a alcanzar la meta soñada.
Estábamos grabando mi concierto de cello; todo transcurría con la exigencia y el rigor que los dos poníamos en nuestra tarea: él, como solista; yo, como compositor y director. Llegó el momento de grabar la cadencia y Slava pidió que esto se hiciese al final de la sesión y sin la presencia de la orquesta, para luego insertarla en la cinta definitiva en su sitio correspondiente.
Así lo hicimos y al final de la tarde, Slava se retiró a una habitación solitaria para repasar nota a nota la cadencia que quedaba por grabar. Al cabo de un tiempo y ya bien entrada la noche, volvieron los técnicos para grabar lo que quedaba del concierto, pero a él solo en la inmensidad de la Sala Pleyel de París. Yo permanecía callado como único espectador y después de mil repeticiones y mil correcciones, como si de un estudiante ante su primera grabación se tratase, terminó su tarea: seis minutos de música para violoncello solo donde se alcanzó la perfección en la simbiosis entre mi idea como compositor y la ejecución de la misma por un intérprete, un músico excepcional.
En aquellas horas se me reveló una verdad: cuando Mstislav Rostropovich toca -tocaba- Bach, Tchaikowski o lo que fuese, esa versión era fruto de muchas horas de trabajo, esfuerzo, voluntad y tesón.
Muchas veces nos dicen que un determinado solista o director consigue esas altas cotas de comunicación y de perfección interpretativa por poseer unas dotes especiales o por mil circunstancias diferentes, y quizá la mas repetida sea porque está apoyado por tal o cual grupo social, un medio de comunicación o un grupo político que le prepara para conseguir un éxito ya antes de ser escuchado. Pero pocas veces nos dicen que ese éxito sólo se consigue de verdad cuando el intérprete ha imaginado unas cotas de calidad y rigor en la recreación de una partitura y ha puesto todo el esfuerzo, el trabajo y el sacrificio necesario para alcanzar la meta imaginada. Aquí las dotes especiales y todo lo demás son elementos secundarios que sin lo anterior carecen de todo valor según va pasando el tiempo.
Slava era bueno como músico, como persona comprometida con la cultura de su patria, de su tiempo y del mundo entero. Slava era bueno como ser humano al pretender alcanzar unas cotas de bondad que están fuera de lo habitual y por poner todos los medios y esfuerzos necesarios, día a día, hora a hora, para lograr, tanto en lo uno como en lo otro, esas cotas de bondad por él imaginadas y con su esfuerzo alcanzadas, que lo dejarán inscrito durante generaciones en la memoria de muchos seres humanos.
Goosbye, Maestro/By Lambert Orkis, principal keyboard of the National Symphony Orchestra
THE WASHINGTON POST, 28/04/2007;
Though every human relationship is special, close personal musical relationships are cherished.
For more than 11 years, between 1983 and 1995, I was at the piano playing recitals with the great Russian cellist Mstislav Rostropovich. We performed in the United States, Asia, South America and down under. We made music together, sat in planes talking to each other, ate together and, though he did accuse me of drinking like a student, drank together.
Slava, as he affectionately urged us all to call him, was larger than life in almost every respect. He had more energy, more love, more anger, more concern and more insight than any other individual I knew. His Death yesterday took not only a gifted cellist and former National Symphony Orchestra conductor from the world but also a great humanitarian. He risked his life to show solidarity with the fledgling pro-democracy movement in his native Russia. And he was outspoken in his support of artistic and political freedom.
Slava’s ability to maintain a staggering workload and his self-imposed discipline were amazing. Yet, on tour at least, he celebrated life after every concert. He would keep restaurants open, dazzling the staff and chefs with his charm. Of course they would work after hours — Slava and his entourage were hungry. Their reward was the honor he bestowed upon them with his presence, his stories, his financial generosity and his attentive listening.
Playing recitals with Slava was a great privilege. It was also intimidating. Not only did he know the cello part with an intimacy and authority born of close personal relationships with the likes of Dmitri Shostakovich, Sergei Prokofiev and Benjamin Britten, he also knew every note of the piano part by memory. It was a singular feeling in rehearsals to hear him shouting over our joint music-making the correct pitch names of inner notes in complex chords I was playing incorrectly. The man had incredible ears!
But Slava’s musical abilities are well known in Washington and elsewhere. I also got to know another Slava, one who would lug a liter of special vodka in his carry-on luggage for a month so that he could give it to me. He was a man who took time out of his busy schedule to come over to my new house in the Washington area to bestow upon it a special Russian blessing. He could no longer obtain the ceremonial items directly from the Soviet Union but had to search in places such as Argentina.
Slava was responsible for my position as the pianist with the National Symphony Orchestra, and he knew that I had moved from a comfortable position in Philadelphia to play with his orchestra. Blessing our house and standing in our bare kitchen breaking bread and drinking vodka with us was one of the ways he showed me that he loved me and that he wanted my family to feel appreciated and happy.
It was not only his musical personality that motivated me and my colleagues to give all our strength to the service of music. His warmth, friendship and love of life, as well as his irrepressible joy in music-making, invigorated us and will do so for the rest of our days.
In the 17 years he led the NSO, he made his colleagues aware of international standards in the world of classical music. Leading by example, he expected the very best from us and believed that we were capable of being compared favorably with the best in the world. Watching him work in master classes and in front of other symphony orchestras, I saw that his love of life and music was infectious. He inspired all whom he touched to greater heights of artistry and excitement. Our best memorial to him is to share with others the enthusiasm he so generously shared with us.
For more than 11 years, between 1983 and 1995, I was at the piano playing recitals with the great Russian cellist Mstislav Rostropovich. We performed in the United States, Asia, South America and down under. We made music together, sat in planes talking to each other, ate together and, though he did accuse me of drinking like a student, drank together.
Slava, as he affectionately urged us all to call him, was larger than life in almost every respect. He had more energy, more love, more anger, more concern and more insight than any other individual I knew. His Death yesterday took not only a gifted cellist and former National Symphony Orchestra conductor from the world but also a great humanitarian. He risked his life to show solidarity with the fledgling pro-democracy movement in his native Russia. And he was outspoken in his support of artistic and political freedom.
Slava’s ability to maintain a staggering workload and his self-imposed discipline were amazing. Yet, on tour at least, he celebrated life after every concert. He would keep restaurants open, dazzling the staff and chefs with his charm. Of course they would work after hours — Slava and his entourage were hungry. Their reward was the honor he bestowed upon them with his presence, his stories, his financial generosity and his attentive listening.
Playing recitals with Slava was a great privilege. It was also intimidating. Not only did he know the cello part with an intimacy and authority born of close personal relationships with the likes of Dmitri Shostakovich, Sergei Prokofiev and Benjamin Britten, he also knew every note of the piano part by memory. It was a singular feeling in rehearsals to hear him shouting over our joint music-making the correct pitch names of inner notes in complex chords I was playing incorrectly. The man had incredible ears!
But Slava’s musical abilities are well known in Washington and elsewhere. I also got to know another Slava, one who would lug a liter of special vodka in his carry-on luggage for a month so that he could give it to me. He was a man who took time out of his busy schedule to come over to my new house in the Washington area to bestow upon it a special Russian blessing. He could no longer obtain the ceremonial items directly from the Soviet Union but had to search in places such as Argentina.
Slava was responsible for my position as the pianist with the National Symphony Orchestra, and he knew that I had moved from a comfortable position in Philadelphia to play with his orchestra. Blessing our house and standing in our bare kitchen breaking bread and drinking vodka with us was one of the ways he showed me that he loved me and that he wanted my family to feel appreciated and happy.
It was not only his musical personality that motivated me and my colleagues to give all our strength to the service of music. His warmth, friendship and love of life, as well as his irrepressible joy in music-making, invigorated us and will do so for the rest of our days.
In the 17 years he led the NSO, he made his colleagues aware of international standards in the world of classical music. Leading by example, he expected the very best from us and believed that we were capable of being compared favorably with the best in the world. Watching him work in master classes and in front of other symphony orchestras, I saw that his love of life and music was infectious. He inspired all whom he touched to greater heights of artistry and excitement. Our best memorial to him is to share with others the enthusiasm he so generously shared with us.
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