- Una historia y algunos cuentos (II)/Ignacio Carrillo Prieto
Testimonio Memorias de un fiscal. (Segunda de tres entregas).
Publicado en Reforma (suplemento Enfoque), 30/08/2007;
Ya instalados en aquellas modestísimas oficinas de la Avenida Juárez, frente a la Lotería Nacional -nueva paradoja para el fiscal ganador de "la rifa del tigre"- había urgencia, premura, impaciencia incontenible para entrar de lleno en el trabajo ministerial, reto criminalístico y jurídico penal sin parangón en nuestra historia. La febril actividad del comienzo no permitía detenerse en contemplaciones: tascábamos el freno y sólo mirábamos oportunidades y resquicios legales sin parar mientes ni prestar oídos a otras voces, que, en tono sombrío, presagiaban fracasos y reacciones adversas, ominosas. Este murmullo susurrado a nuestros oídos nos advertía de peligros y revanchas en clave solemne a veces, y otras burlona y sarcástica: "¿A dónde vas fiscal, si todo está prescrito y bien prescrito?" Era el "atado y bien atado" del "Caudillo por la Gracia de Dios" o, mejor, grotesca caricatura de un modelo de por sí deleznable. En el fondo, el mismo rictus de asco del poderoso que se cree eterno, al entrever o adivinar el fin de privilegios y preeminencias mantenidas a sangre y fuego. No faltó quien exhortara, una y otra vez: "con Echeverría ni te metas: para salvar la cara dicta un 'no ejercicio de la acción penal' y deja abierto el triplicado. Quien examine la cosa te dará la razón y como el triplicado (de la averiguación previa) permite seguir investigando.... ¡que investiguen eternamente! Tú no te comprometas y llega sano y salvo al puesto de tu jubilación, que así será jugosa, te lo aseguro. Tengo un departamento, allá por Santa Fe, con unas amigas preciosas, que te esperan una de estas noches, cuando tú digas. No te envenenes con esto, haz gala de colmillo. Esos infelices alborotadores y guerrilleros no merecen que sacrifiques tu carrera. Fueron -lo sabes ya- crueles hasta con los suyos: purgas y facturas mortales son parte de su mezquina historia de enemigos del Estado y sus instituciones. ¡Tales por cuales, desgraciados vendepatrias! Tú eres, has sido siempre, hombre institucional, no abjures de tus credos. A nadie de bien le gustan los apóstatas. ¡Cuidado fiscal porque, además, te van a dejar solo... te van a dejar solo... ya lo verás! Este ranchero iletrado de Fox no entiende ni jota de este enredo y lo que es más... ¡ni le importa!".
Al escuchar la desconsideración con el presidente de México le dije al mensajero que era para mí imposible seguir este "hilo argumentativo", que no era sino rosario de disparates. Que su torpeza hacía inviable, en adelante, cualquier conversación objetiva y de ponderación correcta de las cosas, puesto que pretendía impunidad ofendiendo a quien, hipotéticamente, podía regalarla: se equivocaba de cabo a rabo. Fox -le dije- ni les daría ese salvoconducto ni faltaría a su promesa. Es Presidente democrático, sin los aspavientos teatrales tan del gusto de ustedes, populistas irredentos y mendaces. "En aras de la amistad que tuvimos, te pido no vuelvas a pretender interferir en nuestro trabajo".
El mensajero, con el rabo entre las patas, sólo pudo balbucear en algún pasquín, torpe descalificación sin trascendencia. Tampoco la tendría ya su carrera política, enfrentada a la candidatura de Roberto Madrazo, de burlas o veras. Perdí así, lamentablemente, un amigo inteligente y laborioso. En esta misma línea recibí una llamada inesperada de un dueño de periódicos y revistas de circulación nacional; me invitaba a comer en sus oficinas (provistas de una barra de cantina de perpetua recordación). Ahí me dijo: "si se meten con Luis Echeverría, Fox no concluirá su período". Atónito repuse que me explicara su desmesurada profecía. No lo hizo y me pidió pusiera en conocimiento del Presidente su advertencia amenazante. Así se lo dije al Presidente y desde las alturas de su investidura el gran Fox repuso: "¡qué curiosa ocurrencia!, ¡qué raro! Bueno, habrá de ser llamado el opinante de marras". No le dije que el profeta del desastre colectivo también me había prometido un desastre mediático personal. Cumplió a medias.
Los visitantes del fiscal
La oficina del fiscal comenzó a recibir visitantes, curiosos algunos, otros con interés legítimo en la ventanilla recién abierta, y muchos portadores de mensajes de aliento aunque escépticos y reticentes. Excepcional fue la de la presidenta de Amnistía Internacional, la doctora Irene Khan, cuya figura -mejor que la de Indira Gandhi-, la recordaba sin embargo en mi imaginación. La presidenta había estado con Vicente Fox en la mañana de ese mismo día agridulce, pues de esa fecha data la dimisión de Mariclaire Acosta, magnifica y elocuente, y el nombramiento de doña Patricia Olamendi, que no pudo ser mejor protectora de la fiscalía. Patricia es ejemplo consumado de laboriosidad, talento, buen humor y perspicacia política. A la presidenta de Amnistía debió resultarle anticlimática aquella tarde en nuestras pobres oficinas tan lejanas de los fastos "Los Pinos". Sin embargo, pienso que supo sobreponerse a la decepcionante primera impresión que, seguro, hubimos de causarle, porque nos ofreció ayuda y consejo que aprovechamos literalmente: "las escaleras se barren de arriba para bajo". Ya se ve que lo hicimos: Echeverría, al día de hoy, es preso formalmente hablando en sus extensos dominios de San Jerónimo. Fue el peldaño más alto de la escala autoritaria in illo témpore.
Llegó un antiguo encargado del Instituto de Investigaciones Políticas y Sociales del autoritarismo, hombre instruido y curtido: Oscar de Lassé, quien quiso preparar normas y procedimientos para la fiscalía. No se le negó oportunidad y elaboró documentos serios, pero alejados de la realidad que se configuraba ante nuestros ojos.
Era preciso reconocer que nuestras mejores armas habríamos de forjarlas con los materiales de la conciencia universal de hoy sobre los crímenes de Estado y la copiosa normativa internacional. Así reapareció entre nosotros un hombre excepcional, mi viejo amigo Raúl Eugenio Zaffaroni, hoy ministro de la Corte Suprema de Argentina, el ilustre penalista de fama mundial, vicepresidente de la centenaria Asociación Internacional de Derecho Penal, sociedad científica de abolengo, con la que ya el fiscal mantenía cordialísimas relaciones gracias a Raúl, amigo entrañable, ejemplo de rigor intelectual hermanado con vigor moral y político más que probado en los avatares por la democracia austral. En otra responsabilidad anterior, cuando tuve el honor durante cuatro años reglamentarios, de dirigir el Instituto Nacional de Ciencias Penales, el doctor Zaffaroni, presidente entonces del Instituto Latinoamericano de la Organización de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, con sede en Costa Rica, consintió en establecer en ese organismo una sede alterna de éste, con el consiguiente provecho y avance para el esfuerzo mexicano. Raúl era, es, garantía de insobornable claridad e impecable estratega jurídico. Zaffaroni nos confirmó en nuestra perspectiva de hacer de la cuestión, no un diferendo parroquial, sino antes bien un asunto del "mundo ancho y ajeno" (ya no tan ajeno y cada vez menos ancho, por fortuna). La enseñanza del gran jurista argentino era imprescindible y de utilidad grandísima para el grupo de agentes del Ministerio Público que conformábamos la fiscalía. Estudioso desde entonces del embrollo mexicano de la prescripción autóctona. Con la generosidad dilapidadora de su preciado tiempo y agenda -munificencia que lo mantiene esbelto y correoso, amén de su cotidiana natación en la piscina más cercana a su trabajo internacional- aceptó Raúl impartir el Seminario de Estrategia Ministerial para la Consignación Judicial de Crímenes contra la Humanidad.
Con la sonrisa y el acento inolvidables que lo caracterizan y con la diplomacia que sabe desplegar magistralmente, sin palabra que sobre o falte, aceptó acompañarme a visitar al procurador Macedo de la Concha, en sus flamantes oficinas. El general Macedo -quien había sido advertido por mí de la conveniencia de tener contacto con Zaffaroni- nos recibió con la solemnidad del caso: era claro que el fiscal disponía de un cañón argentino y universal de larguísimo alcance, imprevisto y contundente, que fue adversario político de la dictadura militar que enlutó a su patria, tan hermanada con la nuestra. El general Macedo, perspicaz y oportuno, le dio la bienvenida como preceptor de nuestros trabajos iniciales y, con gesto que mucho le honra, abordó sin rodeos el tópico del fuero militar, protestando su convicción de que el precepto contenido en el articulo 13 de la Constitución federal es tajante: "Subsiste el fuero de guerra para los delitos y faltas contra la disciplina militar", punto. Ni Raúl ni yo ocultamos nuestra satisfacción de escuchar del procurador y del general de división tan claro deslinde. Macedo nunca se desdijo, ante el fiscal, de su convicción de que toda persona militar que tuviera cuenta pendiente no podría cobijarse o esconderse bajo ese fuero que "subsiste"; tampoco hubo ni el menor atisbo de cambio de rumbo en este tema. El presidente Fox sabía que la menor vacilación sobre la preeminencia de la ley civil equivaldría a retrógrado suicidio. Después, algunos intentarían, creciente y veladamente, introducir modulaciones que debimos atajar con firmeza "no rupturista". La historia del dificilísimo viaje hacia las Lomas de Sotelo merece ser consignada más adelante.
Zaffaroni profesó como sólo él sabe hacerlo, y las estudiosas jornadas que compartimos mis compañeros y yo con él son unos de los recuerdos y de las lecciones mejores de esa travesía en el desierto (que tuvo por nombre el muy feo de Femospp). Más tarde me invitó a la Argentina a fin de dar a conocer allá a la fiscalía y conocer de allá, vívidamente, las luces y las sombras del procesamiento de la Junta Militar. En Buenos Aires se nos recibió con gran respeto y amistad cordialísima, regalada por abogados, jueces y periodistas interesados genuinamente por la vía mexicana, con pizca escéptica, ya de rigor. Los trabajos y los días no impidieron largas horas borgianas y la visita a uno de mis amigos: el librero erudito don Alberto Casares, en cuyo recinto de la calle de Suipacha -pleno de la sombra del escritor- me topé con el proyecto del duque de Morny, medio hermano del Napoleón, infausto que desencadenó la intervención francesa en México. El recuerdo de la respuesta juarista a tan descabellada aventura trágica nos reforzó en optimismo voluntarioso de conseguir un avance en el ajuste de nuestras tribulaciones nacionales, en clave menor, claro está, que claro estuvo siempre.
Mensaje papal
Aliciente muy poderoso para la travesía en la que habíamos embarcado apenas unos meses antes, fue el cardenal Etchegaray, a quien Su Santidad Juan Pablo II le había confiado la representación y gestión vaticanas de los derechos humanos. El encuentro tuvo como marco el conferimiento del doctorado Honoris Causa en la Universidad Iberoamericana, una de las mejores casas de San Ignacio de Loyola y mi universidad en la filosofía, en la que obtuve la licencia guiado por un jesuita sabio y santo, el padre Héctor González Uribe, director de mi tesis sobre Francisco Suárez y la escolástica tardía. Días antes de la solemnidad académica, el padre rector González Torres, amable y extrovertido, tuvo a bien recibirme. El propósito de dicha audiencia rectoral, solicitada por el fiscal, era como con otros personajes de la vida pública mexicana, dar a conocer el plan de trabajo y requerir el apoyo social imprescindible, que algunos, aparentemente más comprometidos con la rendición de cuentas del pasado autoritario, comenzaban a regatear o a condicionar, con razón o sin ella. En la misma línea conversé con un mexicano ilustre, don Juan Sánchez Navarro y con otro emprendedor exitoso, hombre finísimo de modestia señorial, don Lorenzo Servitje. Mayor simpatía por el fiscal era imposible; no me pareció equivalente la que guardaban por la tarea y sus consecuencias.
La invitación para acompañar al padre rector en la recepción del cardenal Etchegaray la recibí con júbilo inocultable. Habría la oportunidad de decirle al alto dignatario vaticano de la voluntad de esclarecer el pasado y contribuir a la obra de la justicia: verdad y equidad, que son claves evangélicas a las que la Iglesia no podía renunciar. Al llegar a la rectoría, rodeada de medidas y agentes de seguridad discretísimos, me vi en un salón eclesiásticamente puro. Obispos y arzobispos mexicanos rodeaban la imponente figura cardenalicia. El rector González Torres, con hospitalidad inolvidable, me presentó ante "Su Ilustrísima", quien me dedicó honrosísimos momentos para la síntesis que llevaba yo preparada. Después, en solemne y despaciosa procesión académica ingresamos en el auditorio y ahí se pronunció una de las más logradas oraciones legales y morales sobre los derechos del hombre que jamás haya yo escuchado. Etchegaray, inspirado y haciendo gala de pulcra dicción, exhortó a defender los derechos humanos, comenzando por el principio; esto es, defendiendo a los defensores de ésos, porque su integridad conlleva siempre riesgos. Al escucharlo me prometí constituirme en escudo de mis compañeros agentes del Ministerio Público, valientes y generosos, sin escoltas ni blindajes, que los merecían más que ninguno. Ello no impediría, a mi pesar explícitamente manifestado, que no obstante la palabra empañada por Daniel Cabeza de Vaca distinguidos mexicanos, universitarios destacados formados en la UNAM, fueran removidos sin contemplaciones, después de haber prestado leales y eficaces servicios al Estado. Puede y debe remediarse esta vergonzosa y arbitraria decisión, de tufo autoritario y ajena del todo al Estado de derecho.
También nos impelió adelante la historia y la elocuencia del gran Marcelino Perelló, conductor del 68. Nada más verle llegar aquella noche a La Cava, con su balanceante (que nunca vacilante) paso, me reconfortaba y confirmaba en el propósito legal que nos habíamos impuesto. Primero, claro está, hablamos de "Bruxa", airdale terrier prima hermana del mío. La canófila conversación era un divertimento para "lo mero prencipal": la encrucijada mexicana en los sesenta que él contribuyó a resolver a la buena y la historia de esa hazaña. Perelló tiene todos los atributos del actor consumado y es, al propio tiempo, su público crítico exigentísimo. Todas sus representaciones son memorables y valen "su altura en oro".
Un otro poderoso impulso para la tarea fue la que conocemos entre nosotros como la Asamblea de Chilpancingo, que guarda reminiscencias del Generalísimo del Anáhuac, Morelos y Pavón: no pierdo la proporción de los medios aquellos y los nuestros, ni me avergüenza la pretensión, legítima a mi entender y salvo la mejor opinión de quien esto leyere, de hacer coincidir nuestros afanes con todo anterior por la verdad y la justicia. ¿Cómo olvidar entonces a Morelos?, ¿cómo no recordar aquella mañana a la vera de la súper carretera del sol (entonces casi intacta) en aquel amable lugar desayunando, con un nudo en la garganta al oír a don Vicente Estrada, antiguo compañero de Lucio Cabañas, y a su señora esposa doña María Teresa Franco, amigos míos del alma, ir presentando con nombre, apellido y relato sucinto de su vida y pasión, a los legendarios de los setenta, empeñados en cambiar el rumbo torcido? Viejos y no tanto, curtidos todos en la esperanza y en algunos desencantos. Con Octaviano Santiago Dionisio, Félix Bautista, Andrés Castro, N. Nájera y otros, nos asomamos, con sus ojos, a la negra hondura de la represión, de la tortura, de la desaparición forzada, de la ejecución extrajudicial, de la inhumación clandestina: infierno de esa Guerra en el Paraíso del magistral Carlos Montemayor. Aquí sin novela ni mediación estética: negrísima noche sin las estrellas de la Bellísima Bahía de Ricardo Garibay. Esa mañana se tomó la primicia de lo que después serían prolongadas requisitorias ministeriales, un largo, larguísimo llanto contenido sólo por el pudor y la hombría de quienes no dudaron en sacrificarlo todo porque todo había sido ya ultrajado por el Estado monstruoso, más voraz e inclemente que todo Leviatán imaginado.
La reverberación del sol en la cinta de asfalto que corría a nuestro lado quiso explicar el humedecerse de las pupilas de mis compañeras y las de los hasta ahí imperturbables agentes ministeriales que queríamos ser todos nosotros, peregrinos en pos de los atormentados, cuyo testimonio sería la clave para ingresar a la verdad y para imponer la justicia, reclamada por sangre derramada, sin razón ni derecho. No seríamos nunca más los mismos cuando retornáramos a la Ciudad de México.
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