- Mi memoria histórica/Fernando Castelló, periodista y presidente de la organización internacional Reporteros sin Fronteras
Acabo de cumplir 70 años, uno menos de los que hace que estalló aquella incivil guerra nuestra, no precisamente fría, pero que heló el alma a un millón de españoles y nos torció el destino al resto. Y todavía no sé muy bien si la gané o la perdí, pues por mis venas corre a partes iguales la sangre mestiza de las dos Españas antaño enfrentadas a muerte, y a voz en grito hogaño: la de la derecha vencedora y la de la izquierda vencida. En cualquier caso, se me espantan los hematíes rojiazules cuando veo volver a alzarse el humo dormido de entre los rescoldos, al parecer aún no del todo extintos, de aquella conflagración fratricida, al soplo aventador de los poco dados al olvido ni al perdón.
Mi madre era una campesina urbanizada manchega cuyos cinco hermanos varones eran a cual más rojo. Uno, Javier, de Izquierda Republicana, fue comisario del pueblo; otro, Marino, conocido como Seisdedos, encabezó el primer desembarco anarquista en Ibiza; un tercero, Pedro, purgó tras la guerra con 10 años de penal el haber sido maestro comunista; Octavio y Pompeyo eran socialistas… ¡Menuda tropa!
Mi padre, hijo de una familia de militares de derechas de toda la vida y casado con mi madre en segundas nupcias, era comisario de policía en Valencia, donde poseía una academia de formación para acceder al cuerpo y ejercía un alto cargo de seguridad en el puerto. Su ideología derechista le impelía, antes del alzamiento franquista, a salir al balcón cuando pasaba por la calle alguna manifestación izquierdista para llamar -¿en baja o alta voz?, no sé- a los manifestantes: «¡Gente de alpargata!». Lo cual le valía el reproche de mi madre, que le recordaba que ella y sus hermanos habían calzado esparteñas.
Todavía hoy ignoro cómo se conocieron y casaron dos personas procedentes de medios sociales e ideológicos tan opuestos. Mi mujer y yo discutimos hoy en día por nuestras ideas quasi terminales, ahora divergentes: ella sigue siendo feminista de izquierda sin fisuras, y yo, ahíto de utopías falsamente redentoras, he desembocado en el escepticismo y el descreimiento en otra cosa que las libertades individuales y los derechos humanos.
A los dos meses de estallar la guerra, y tres antes de yo nacer (milagrosamente, pues, estando en el vientre de mi madre, una bomba de la aviación nacional cayó en el portal de nuestra casa de la burguesa calle de Don Juan de Austria), un grupo anarquista sacó con engaños a mi padre (un Judas del pueblo de mi madre le vino a mentir que ésta le requería urgentemente en casa) de la jefatura de policía en la que se había refugiado, y donde hasta no hace mucho figuraba en lugar destacado su fotografía, por haber resuelto el robo de las joyas de la Virgen de los Desamparados. Con fría determinación, no distinta de la de los asesinos de García Lorca, los de la acracia se lo llevaron de paseíllo y le pegaron tres tiros por la espalda en una cuneta de la huerta de Alboraya.
Las dos Españas -facha y roja-, me atravesarían en la larga y pertinaz posguerra también a mí, que primero monté guardia, como buen hijo de caído, bajo los luceros en los campamentos juveniles bien abastecidos del Frente de Juventudes; y, luego, en un triple salto mortal ideológico o freudiano (¿rematar al padre?), me convertí al comunismo en mi exilio económico parisiense. Pasé de un totalitarismo al otro. Mi sangre azul falange se tiñó de rojo Marx.
Y seguí militando en el partido (hoy llamado PC, como el aparato donde escribo) tras mi repatriación a España, en los duros años 60, aquejado de una tisis adquirida en la lucha por la supervivencia familiar con la magra pensión de mi madre como viuda de «caído por Dios y por España». De esa militancia, que duraría hasta la muerte del dictador, tienen constancia los archivos policiales, heredados seguramente de la brigada político/social, en cuyos calabozos del edificio de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol, hoy sede de la Comunidad de Madrid, pasé hasta una docena de detenciones y decenas de interrogatorios. De la crueldad física de éstos, que acabaron con más de una vida, sólo me salvó la casualidad de que el comisario de la social, Saturnino Yagüe, hubiera estudiado en la academia de mi padre.
El evitó que me abrieran la cabeza sus acólitos con las obras completas de Marx, editadas, en francés, en papel bíblia y piel de Rusia (¡!) y decomisadas como pieza de convicción en una de las razzias policiales en mi casa. Y el Hades de aquel infernal reino de las sombras me repetía cada vez que visitaba sus dominios, traído de madrugada por el Billy el Niño de turno: «Parece mentira, Castelló: su padre, asesinado por los rojos; y usted, ¡comunista!».
Tengo en Valencia (o tenía, porque no sé si vive aún) un hermanastro de padre, médico de la policía y facha de siempre, que llegó, ya en democracia, a proponernos a mi hermano Andrés y a mí ir a ajustarle las cuentas al asesino de nuestro común progenitor, pues él sabía en qué pueblo levantino envejecía impune el de la FAI. Pero le respondimos que no, que había que hacer con el pasado lo que hicieron los políticos de todo signo en los pactos de La Moncloa: no un ajuste de cuentas, sino borrón y cuenta nueva. Y dejar de volver la cabeza hacia el ayer para no entrar en el mañana, como el cordelero nietzscheano, de espaldas.
Hoy en día, mirando hacia atrás sin ira ya, aunque con un suave amargor, me digo grouchomarxianamente que no habría podido vivir en un país gobernado por tipos como yo. Como el tipo duro que yo era cuando no quería ser el que ahora soy: alguien a quien el mundo ha cambiado, tras haber él querido cambiar el mundo, armado de yugo y flechas o de martillo y hoz. Y en mi descargo añado que no toda la culpa de ser quien fui y soy es mía, pues, como decía, la guerra me retorció el sino. Si mi padre no hubiera sido paseado al amanecer de una contienda fratricida; si la sangre de cuneta, ávida fiera, no hubiera salpicado mi cuna y condenado a la penuria temblorosa la mano materna que la mecía, yo habría podido gozar de una educación y un bienestar (guardo una foto de mi padre con sombrero, de aquellos Bravent que los rojos no usaban, al volante de un Bugatti descapotable) de los que no disfruté en la emigración forzada. Y a lo mejor un padre, aunque de derechas, vivo, me hubiera enderezado el rumbo y yo habría terminado, como el honrado pueblo español bajo el franquismo, acomodaticiamente adaptado al medio, en vez de dar bandazos entre extremos.
Hoy, más de dos tercios de siglo después de aquel año en que estalló la ira asesina, me digo con Gabriel Celaya que habría que dejar a los muertos enterrar como Dios manda a sus muertos. Y no exhumar cadáveres roídos por el tiempo, aunque sea para rendir honor o justicia a nuestros ya ancestros. Pues, como remacharía Quevedo, cuando se revuelve en los huesos sepultados, se hallan, más que blasones, gusanos.
Por seguir con los poetas, dejemos que la Guerra Civil española quede allá, allá lejos, donde habita el olvido de lo que pudo haber sido y no fue, y de lo que fue y pudo no haber sido; donde aquel nuestro pasado aciago ya sólo sea memoria cernudiana de una piedra sepultada entre ortigas. ¡Y cuidado con hurgar en ellas, pues todavía levantan ronchas en las almas!
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