El hara kiri ¿impuesto? a De la Madrid/ María Teresa Priego
El Universal, 16 de mayo de 2009
¿Por qué Miguel de la Madrid eligió concederle una entrevista a Aristegui? ¿Por qué eligió ejercer su libertad y su derecho a responder a cada una de sus preguntas de la manera en la que lo hizo? ¿Habría acudido a la cita de no haberle parecido indispensable? ¿Con quién era la cita? Con la periodista, con los mexicanos, con una parte de la historia de México de la que se vive responsable. Probablemente era una cita consigo mismo. Con una verdad suya, silenciada y postergada. Quizá a estas alturas de su vida necesitaba expresar ese mensaje que fue tan claro: considera que se equivocó, y quizá también que hay graves heridas en el México de hoy, que son consecuencia de una cadena de errores graves de los que él formó parte.
Tal vez acudió a la cita porque sobreestimó no su derecho a la libertad de palabra, sino su fortaleza para defenderlo ahora. Creyó que podía plantarse ante los mexicanos como un ser humano, como un hombre que ha tenido y tiene que lidiar con su conciencia, y se le olvidó que para tantos, tal vez ya desde hace mucho, más que una persona es una marca registrada.
Toda diferencia guardada, en los últimos años de Jean-Paul Sartre, en el contexto de la disputa por los certificados de “exactitud” del pensamiento sartriano, entre “la familia” de Les Temps Modernes, encabezada por De Beauvoir, y la “nueva familia” del filósofo, su hija adoptiva Arlette Elkaim y su secretario y al final coautor Benny Lévy, Sartre, ya muy enfermo y con episodios de pérdida de lucidez, hizo tres afirmaciones personales lúcidas y rotundas: a Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur: “Yo, Sartre, le pido que publique ese texto, y que lo publique íntegramente. Sé que mis amigos se han puesto en contacto con usted (para que no lo publicaran), pero se equivocan; la trayectoria de mi pensamiento se les escapa a todos”. A De Beauvoir: “¿Sabe, Castor? Yo sigo vivo y pensando, tiene usted que permitirme que lo siga haciendo”. A Elkaim: “Me tratan como a un muerto que tiene el mal gusto de manifestarse”.
Sabiéndose enfermo, Francois Mitterrand eligió encarar sus pendientes morales. Uno tenía que ver con su lugar en la historia de Francia, otro con lo personal. El primero lo llevó a enfrentar la polémica alrededor de su supuesta cercanía en la juventud con militantes de la extrema derecha. El personal, con reconocer la existencia de su hija Mazarine, nombrándola públicamente como tal. Entiendo que sus decisiones lo implicaban sobre todo a él y a su entorno (causaron un rudo escándalo). Entiendo, en el caso de Sartre, que no es lo mismo el choque entre intelectuales que las macroluchas de poder. Al borde de una votación. No es igual la “familia” que la “famiglia”. El acto de fondo es el mismo. Un hombre ya mayor defiende su derecho a las palabras, su derecho a cambiar de opinión, a arrepentirse, a cuestionarse sus elecciones, a analizar quién ha sido. Lo que está defendiendo es su libertad de conciencia. Y puesto que es un hombre público, la defiende —como tiene que hacerlo— públicamente.
La entrevista. La carta: “Un estado de salud que no me permite procesar adecuadamente los diálogos o cuestionamientos… Mis respuestas carecen de validez y exactitud”. Hara kiri. El ex presidente firma. Aceptando (¿por qué?) ser expulsado hacia esa tierra de nadie en la que lo dicho no fue dicho. A una zona fantasmagórica en la que su calidad de sujeto pensante y actuante queda reducida a niveles de “irrigación en el cerebro”, descalificando así la lucidez que mostró en la entrevista. No dudo que padezca los males que Salinas tan profusamente describe. Ni que padezca somnolencias. Sólo que nada en sus respuestas a Aristegui suena disparatado o incoherente. Qué tristeza grande. Qué doloroso que De la Madrid se haya retractado. Es en ese intento de borrar sus afirmaciones, de borrarse en tanto que sujeto con derecho a sus convicciones, donde se escucha a un hombre cansado, vulnerable, frágil. Que no pudo defenderse del acoso. ¿Alguien creerá que firmó esa carta espontáneamente?
Ante la carta de “invalidez”, a Salinas le bastó una hora para encarnarse en “agraviado magnánimo”, y escribir una joya de “empatía y compasión” para consumo de imaginarios lectores lobotomizados. Se la dirige a Aristegui y no a De la Madrid. ¿Por qué? Supongo que dirigírsela a él implicaría reconocerlo como un interlocutor legítimo y válido. Deja claro que semejante trato no es posible: dada “su desfavorable situación de salud y la limitación de sus capacidades”. Este es el centro de la insoportable humillación que le inflige a su predecesor. Por si no bastara, nos ofrece un parte médico: “La oxigenación insuficiente ha provocado la pérdida de un tercio de su función cerebral”.
En tan “dramáticas” circunstancias y ante ese “desahucio intelectual”, Salinas culpa a Carmen de abusar de las “condiciones clínicas del declarante”. No es el “agraviado”, sino el defensor de un pobre hombre reducido a su mínima expresión y “manipulado”. “Mostrar así a quien tuvo bajo su responsabilidad la conducción de la República en tiempos difíciles”, escribe (ante las cámaras habría enjugado una lágrima). ¿Mostrarlo así como perdón? Quien lo está mostrando “así” es él. Se la pusieron en bandeja de plata. Es cierto.
¿Un tercio del cerebro del entrevistado está dañado? pues al parecer los otros dos le funcionan muy bien. ¿Quiénes corrieron a “salvar” a De la Madrid de su honestidad y de él mismo? ¿Pensaron un segundo en él, en sus razones para hablar, aunque sea a destiempo? Ofreció una disculpa a los mexicanos. Podríamos decir ¿y ya como para qué? Porque esa fue quizá la necesidad de un hombre que quiso vivirse honesto ante la amenaza de la muerte. Podría retractarse en 10 cartas más, lo que ya no cambia la contundencia de sus palabras. Ni mucho menos la realidad.
El valor del acto simbólico de Miguel de la Madrid está en las respuestas a la entrevista. Lo que vino después son intentos desesperados —¿de la famiglia “traicionada”?— por salvar lo insalvable. A costa de la dignidad de un hombre. Y ese es un acto que no se vale. En términos morales, por impositivo y por artero. En términos mediáticos y electorales, por inútil, por patético y por sórdido. Sartre murmuró: “¿Sabe, Castor? Yo sigo vivo y pensando, tiene usted que permitirme que lo siga haciendo”…
El Universal, 16 de mayo de 2009
¿Por qué Miguel de la Madrid eligió concederle una entrevista a Aristegui? ¿Por qué eligió ejercer su libertad y su derecho a responder a cada una de sus preguntas de la manera en la que lo hizo? ¿Habría acudido a la cita de no haberle parecido indispensable? ¿Con quién era la cita? Con la periodista, con los mexicanos, con una parte de la historia de México de la que se vive responsable. Probablemente era una cita consigo mismo. Con una verdad suya, silenciada y postergada. Quizá a estas alturas de su vida necesitaba expresar ese mensaje que fue tan claro: considera que se equivocó, y quizá también que hay graves heridas en el México de hoy, que son consecuencia de una cadena de errores graves de los que él formó parte.
Tal vez acudió a la cita porque sobreestimó no su derecho a la libertad de palabra, sino su fortaleza para defenderlo ahora. Creyó que podía plantarse ante los mexicanos como un ser humano, como un hombre que ha tenido y tiene que lidiar con su conciencia, y se le olvidó que para tantos, tal vez ya desde hace mucho, más que una persona es una marca registrada.
Toda diferencia guardada, en los últimos años de Jean-Paul Sartre, en el contexto de la disputa por los certificados de “exactitud” del pensamiento sartriano, entre “la familia” de Les Temps Modernes, encabezada por De Beauvoir, y la “nueva familia” del filósofo, su hija adoptiva Arlette Elkaim y su secretario y al final coautor Benny Lévy, Sartre, ya muy enfermo y con episodios de pérdida de lucidez, hizo tres afirmaciones personales lúcidas y rotundas: a Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur: “Yo, Sartre, le pido que publique ese texto, y que lo publique íntegramente. Sé que mis amigos se han puesto en contacto con usted (para que no lo publicaran), pero se equivocan; la trayectoria de mi pensamiento se les escapa a todos”. A De Beauvoir: “¿Sabe, Castor? Yo sigo vivo y pensando, tiene usted que permitirme que lo siga haciendo”. A Elkaim: “Me tratan como a un muerto que tiene el mal gusto de manifestarse”.
Sabiéndose enfermo, Francois Mitterrand eligió encarar sus pendientes morales. Uno tenía que ver con su lugar en la historia de Francia, otro con lo personal. El primero lo llevó a enfrentar la polémica alrededor de su supuesta cercanía en la juventud con militantes de la extrema derecha. El personal, con reconocer la existencia de su hija Mazarine, nombrándola públicamente como tal. Entiendo que sus decisiones lo implicaban sobre todo a él y a su entorno (causaron un rudo escándalo). Entiendo, en el caso de Sartre, que no es lo mismo el choque entre intelectuales que las macroluchas de poder. Al borde de una votación. No es igual la “familia” que la “famiglia”. El acto de fondo es el mismo. Un hombre ya mayor defiende su derecho a las palabras, su derecho a cambiar de opinión, a arrepentirse, a cuestionarse sus elecciones, a analizar quién ha sido. Lo que está defendiendo es su libertad de conciencia. Y puesto que es un hombre público, la defiende —como tiene que hacerlo— públicamente.
La entrevista. La carta: “Un estado de salud que no me permite procesar adecuadamente los diálogos o cuestionamientos… Mis respuestas carecen de validez y exactitud”. Hara kiri. El ex presidente firma. Aceptando (¿por qué?) ser expulsado hacia esa tierra de nadie en la que lo dicho no fue dicho. A una zona fantasmagórica en la que su calidad de sujeto pensante y actuante queda reducida a niveles de “irrigación en el cerebro”, descalificando así la lucidez que mostró en la entrevista. No dudo que padezca los males que Salinas tan profusamente describe. Ni que padezca somnolencias. Sólo que nada en sus respuestas a Aristegui suena disparatado o incoherente. Qué tristeza grande. Qué doloroso que De la Madrid se haya retractado. Es en ese intento de borrar sus afirmaciones, de borrarse en tanto que sujeto con derecho a sus convicciones, donde se escucha a un hombre cansado, vulnerable, frágil. Que no pudo defenderse del acoso. ¿Alguien creerá que firmó esa carta espontáneamente?
Ante la carta de “invalidez”, a Salinas le bastó una hora para encarnarse en “agraviado magnánimo”, y escribir una joya de “empatía y compasión” para consumo de imaginarios lectores lobotomizados. Se la dirige a Aristegui y no a De la Madrid. ¿Por qué? Supongo que dirigírsela a él implicaría reconocerlo como un interlocutor legítimo y válido. Deja claro que semejante trato no es posible: dada “su desfavorable situación de salud y la limitación de sus capacidades”. Este es el centro de la insoportable humillación que le inflige a su predecesor. Por si no bastara, nos ofrece un parte médico: “La oxigenación insuficiente ha provocado la pérdida de un tercio de su función cerebral”.
En tan “dramáticas” circunstancias y ante ese “desahucio intelectual”, Salinas culpa a Carmen de abusar de las “condiciones clínicas del declarante”. No es el “agraviado”, sino el defensor de un pobre hombre reducido a su mínima expresión y “manipulado”. “Mostrar así a quien tuvo bajo su responsabilidad la conducción de la República en tiempos difíciles”, escribe (ante las cámaras habría enjugado una lágrima). ¿Mostrarlo así como perdón? Quien lo está mostrando “así” es él. Se la pusieron en bandeja de plata. Es cierto.
¿Un tercio del cerebro del entrevistado está dañado? pues al parecer los otros dos le funcionan muy bien. ¿Quiénes corrieron a “salvar” a De la Madrid de su honestidad y de él mismo? ¿Pensaron un segundo en él, en sus razones para hablar, aunque sea a destiempo? Ofreció una disculpa a los mexicanos. Podríamos decir ¿y ya como para qué? Porque esa fue quizá la necesidad de un hombre que quiso vivirse honesto ante la amenaza de la muerte. Podría retractarse en 10 cartas más, lo que ya no cambia la contundencia de sus palabras. Ni mucho menos la realidad.
El valor del acto simbólico de Miguel de la Madrid está en las respuestas a la entrevista. Lo que vino después son intentos desesperados —¿de la famiglia “traicionada”?— por salvar lo insalvable. A costa de la dignidad de un hombre. Y ese es un acto que no se vale. En términos morales, por impositivo y por artero. En términos mediáticos y electorales, por inútil, por patético y por sórdido. Sartre murmuró: “¿Sabe, Castor? Yo sigo vivo y pensando, tiene usted que permitirme que lo siga haciendo”…
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