La violenta
“pacificación” de Juárez/MARCELA TURATI
Reportaje
Revista Proceso # 1842, 19 de febrero de 2012
El gobierno de
Felipe Calderón y la alcaldía de la ciudad chihuahuense proclaman que los
homicidios disminuyeron drásticamente y la Policía Municipal volvió a
encargarse de la seguridad. Ahora el problema es que su jefe, el militar Julián
Leyzaola, se atribuye la misión de “pacificar” el territorio a su manera: a
costa de los derechos de la población y con impunidad para sus efectivos, así
que los juarenses tienen que cuidarse de narcos, militares y policías de los
tres niveles de gobierno.
CIUDAD JUÁREZ,
CHIH.- Escondida en una casa en ruinas, con montes de escombros en lugar de
piso y huecos donde alguna vez hubo puertas o ventanas, la señora Padilla
Martínez asoma la cabeza poco a poco. Hasta cerciorarse de que está fuera de
peligro, se acerca. Desde su refugio cuenta que en noviembre su hijo mayor,
Jorge (que llevaba sus mismos apellidos), fue “levantado” por policías
municipales del puesto de hamburguesas que atendía. Su cadáver fue encontrado
al día siguiente, en el fondo de un mirador, arrojado como cualquier perro
muerto.
Para conseguir los
15 mil pesos que costó el entierro hipotecó la casa donde vivía. Veló un ataúd
sellado, pues la Fiscalía Estatal de Justicia le pidió que no lo abriera.
Cuando fue citada a declarar ante el Ministerio Público recordó que unos
policías molestaban a Jorge Andrés y comían en su puesto sin pagar. Lo dijo. En
un descuido del agente hojeó el expediente y encontró las fotos de su hijo de
24 años encuerado, con la piel quemada, la cara deformada, cinta canela en la
boca, el cráneo deshecho.
Por el periódico
se enteró de que la noche del homicidio otros tres jóvenes habían sido
detenidos por los mismos patrulleros; iban a ser presentados como una célula de
sicarios desactivada. Desde la cárcel, los otros detenidos denunciaron que los
policías mataron a Jorge.
“Nosotros vimos
cuando el secretario de Seguridad Pública, Julián Leyzaola, y los policías que
nos detuvieron golpearon hasta causarle la muerte en la estación de policía a
Jorge Andrés Padilla (…) Y después de matarlo a golpes, vimos y escuchamos
cuando el señor Leyzaola les ordenó que al muerto lo fueran a aventar al camino
real para que no quedara evidencia”, indica el escrito enviado por los presos e
integrado como declaración en la carpeta del caso de Padilla, como reportaron
los diarios locales.
Tres días después,
mientras la señora Padilla cocinaba en el comedor de una maquila, unas vecinas
le avisaron que corriera a su casa. La encontró en llamas: esa mañana seis
hombres habían entrado y acribillado a sus dos hijos mayores (de 20 y 14 años),
después los rociaron con diesel y les prendieron fuego. Sus otros seis hijos,
todos chiquillos, observaron desesperados. Sus súplicas a los asesinos para que
se apiadaran fueron en vano.
“Todo se vino el
día que dije que eran los policías los que los molestaban. Fue mi culpa. Sé que
fueron policías los que me los mataron, me acabaron a los más grandes. Se
portan igual que los sicarios pero más descarados. Los sicarios no matan a
golpes, al primero me lo mataron de los golpes que traía, seguro lo torturaron
porque les dijo que ya no les iba a dar nada, porque los policías son los que
cobran la cuota”, dice mientras escala los cascajos de la casa abandonada
adonde se mudará para esconderse. Sólo le falta poner triplay a puertas y
ventanas.
“Tengo a mis hijos
traumados. La de siete años les gritaba a los asesinos: ‘Déjenlos, ellos nos
cuidan’, y se quiso aventar a la lumbre para quemarse con ellos, pero la
aventaron. Traigo mucho coraje con los que hicieron esto y no les tengo miedo,
al cabo el día que me van a matar me van a matar”, rumia en el desconsuelo.
La historia de la
señora Padilla es una más en esta frontera que desde 2008 está en guerra y donde
se cometieron uno de cada cinco asesinatos del país. La ciudad/laboratorio
donde el gobierno federal probó diferentes estrategias de seguridad en las que
a la gente sólo le quedó clara una cosa: que cualquiera puede morir víctima de
sicarios, soldados, policías federales y ahora también de municipales.
En marzo se cumple
un año de este último ajuste a la estrategia: la devolución de la seguridad
ciudadana a la Policía Municipal, encabezada por el polémico teniente Leyzaola,
el militar a quien se adjudica la “pacificación” de Tijuana y cuya designación
coincidió con el descenso de los homicidios.
Si el año pasado
se llegó a una tasa de 300 asesinatos por cada 100 mil habitantes, actualmente
se cometen 120. Los homicidios en la que fue considerada la ciudad más
mortífera del mundo se redujeron en 57%, pero aún son demasiados.
Con Leyzaola al
mando, la corporación estrena –entre sus funciones– el combate al narcotráfico
y los excesos cometidos por los elementos han sido ampliamente documentados por
la prensa local. Muchos juarenses los creen; otros consideran que son
invenciones de los criminales enojados por la estrategia, bravucona y echada
pa’delante, del nuevo director de la policía.
Pero las
incriminaciones son muchas.
Al mes siguiente
de que Leyzaola se estrenara como secretario de Seguridad Pública municipal, en
un predio abandonado fueron hallados los cadáveres de cuatro jóvenes torturados
–tres de ellos degollados–, que eran buscados por sus familias desde el 26 de
marzo. Desaparecieron cuando los detuvo, tras un altercado, una patrulla del
Grupo Delta, cuerpo de élite de la Policía Municipal.
Otro caso famoso
fue el del parkero Ismael Flores Chavarría, que durante una balacera se
abalanzó hacia una mujer con un niño en brazos para salvarle la vida. Al día
siguiente la policía lo presentó ante los periodistas como culpable de un
homicidio, junto a César Adrián García, ambos desfigurados por las torturas.
Flores tuvo que ser operado de emergencia de la cabeza y salió vivo, pero su
“cómplice” murió. Los dos eran inocentes.
Está el caso de la
empresaria hotelera María Acosta, quien fue víctima de un robo, pero al llegar
a la estación de policía fue golpeada –según denunció– por el propio Leyzaola.
Estuvo a punto de ser presentada como secuestradora.
Otro es el caso de
Susano Esparza, quemado con el mofle ardiente de una patrulla.
El más reciente es
el de Sonia Tapia Cisneros, una maestra que esperaba en su auto a que su hija
saliera de casa de una amiga, pero arrancó despavorida cuando la calle se llenó
de policías, pues pensó que habría una balacera. “¡Mamá, me dieron en mis manos
y mis pies y me arde!”, le gritó su hijo de nueve años, que estaba herido.
Cuando se detuvo para auxiliarlo los policías que le dispararon, la esposaron y
la llevaron a la fiscalía, donde la acusaron de tentativa de homicidio y de
transportar a cuatro sicarios. Cuando probó la mentira, salió en libertad y se
mudó a Estados Unidos.
Abusos
generalizados
“Todas las noches
en la televisión nos presentan sin recato a los detenidos. La semana pasada,
una mujer que trae un parche y no puede abrir los ojos; antes, un señor en
calzones. A muchos los presentan sangrando, con los ojos cerrados, que no se
pueden ni enderezar. Antes te escondían al torturado y te lo ponían cuando
estaba mejor, ahora ya ni se cuidan”, dice indignada Emilia González, veterana
defensora de derechos humanos y representante de la organización civil
Cosyddhac.
En la página de
Comunicación Social del municipio es posible mirar esa galería del horror de
personas con los rostros deformados por las golpizas.
Aunque González
reconoce que los homicidios han disminuido y que la gente siente alivio de no
ver en cada esquina camionetas de militares o federales, considera también que
la situación ha empeorado porque antes la tortura era selectiva y “ahora es
para todo el mundo”.
“Este tipo
(Leyzaola) ha aprovechado terriblemente la situación y ha logrado venderse como
el que ha logrado combatir la delincuencia con su mano dura. Y, por supuesto,
los empresarios luego luego se la compraron. Pero toda su fuerza ha radicado en
criminalizar a la población, en detener a cientos de personas todos los días
sólo por no traer credencial de elector”, explica.
Según un reporte
de El Diario de Juárez, en esta ciudad de 1 millón 300 mil habitantes, desde
que llegó Leyzaola 359 personas son detenidas cada día por faltas al reglamento
de policías; sólo en 2011, 98 mil 958 personas fueron llevadas a barandillas.
En enero pasado acumuló 23 casos de denuncias de abusos ante la Comisión
Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua (CEDHCH), con lo que superó el récord
de la Policía Federal.
“La Mesa de
Seguridad le planteó a Leyzaola desde su llegada que no rompiera el esquema de
trabajo, que su papel no era perseguir a narcotraficantes, secuestradores o
extorsionadores, sino dar seguridad a la ciudadanía e ir ganando terreno en lo
preventivo para que la gente volviera a salir a la calle, pero él dijo que,
como en Tijuana, su tarea sería limpiar de delincuentes la ciudad. Y como le tenía
desconfianza a la PF, nunca llegó a coordinarse”, señala Gustavo de la Rosa
Hickerson, visitador especial de la CEDHCH.
El abogado
considera que la declaratoria de guerra de Leyzaola al crimen organizado
provocó que en enero comenzaran a matarle un policía diariamente (ocho fueron
asesinados) y que “la que empezó como una guerra de cárteles y luego entre
pandillas, se descompusiera a una guerra de un cártel contra la policía”.
De la Rosa critica
la detención indiscriminada y sistemática de la gente pobre, de “mal aspecto” o
carente de credencial de elector, que debe pagar multas de 300 a 2 mil pesos
para obtener su libertad.
“Si de enero a
marzo del 2011 eran detenidas alrededor de 6 mil personas, de noviembre a enero
de 2012 se detuvo a un promedio de 30 mil al mes. Pero, de cada 10 mil
detenidos, sólo se puso a disposición de un ministerio público a 300, y de esos
sólo 100 (1% de lo detenidos) llega ante el juez. Pero antes ya se presentó en
la televisión a decenas de personas, que dicen que eran secuestradores o
extorsionadores, ya golpeadísimos, con la cara reventada”, detalla el
visitador.
Para el
entrevistado, quien además es el actual titular del Centro de Confianza
Ciudadana de la Fiscalía de Justicia, tres hechos hicieron caer la confianza
hacia el teniente Leyzaola: presumió ante The New York Times la captura de El
Diego (líder de La Línea, brazo armado del Cártel de Juárez) cuando en realidad
lo detuvieron fuerzas federales en Chihuahua; yanunció a los medios que el
sucesor del cabecilla era un tal Tin Tan, cuya foto presentó pero resultó ser
un trabajador de construcción de El Paso, Texas, que tramitaba su pensión por
jubilación; y aún más la agresión a la maestra Tapia y a su hijo.
“No se vale que
después de todo lo que hemos pasado en esta ciudad vengan a burlarse de nuestra
tragedia. Está muy cabrón. Y encima se va contra los periodistas por hacer su
trabajo”, dice molesto De la Rosa.
Agrupaciones de
periodistas denunciaron la semana pasada que 12 compañeros han sido agredidos
por policías de Leyzaola, lo que obligó a que el martes 14 el alcalde Héctor
Murguía y él se sentaran a dialogar con los dueños de medios de comunicación, a
quienes prometieron que evitarían criminalizar a pobres y a periodistas.
Una víctima de
esos excesos fue el reportero de El Diario Joel Edgardo González, quien desde
la ventana de la empresa notó que había un altercado en la calle. Cuando salió
se encontró con que unos policías habían detenido a una mujer de Nuevo México
recién operada y le quitaban su camioneta porque les parecía sospechosa. Por
reportear el suceso fue esposado y llevado a barandilla.
“Cuando me
trasladaban prendieron las torretas, se iban pasando semáforos, frenando para
que yo me fuera golpeando, como si trajeran a un (narco) pesado. Cuando llegamos
a la base un policía se sube a la caja del cámper y me dice: ‘Te vas a tener
que dar un tiro conmigo antes de entrar a barandilla, pinche delincuente’. Yo
le dije que no cometí ningún delito y me dijo: ‘Desde que estás en mi unidad
eres un pinche delincuente, a ustedes (los periodistas) parece que no les queda
claro quién es la Policía Municipal, te voy a enseñar a respetar mi placa y mi
uniforme. ¿A poco crees que no te puedo matar?’.”
En la celda,
González se encontró con una treintena de detenidos por motivos absurdos: a un
hombre lo apresaron al encontrarlo fumando afuera de su casa (le cobraron 2 mil
800 pesos por discutir) y a otro porque escuchaba música en un auto (su multa
fue de 320 pesos). La gringa, llorando de dolor por su operación y por los
jaloneos e insultos que sufrió, pagó 620 pesos y otra multa para rescatar su
camioneta.
Todos los
entrevistados, entre ellos Hugo Almada y Leticia Chavaría, integrantes de la
Mesa de Seguridad, coinciden en que estas detenciones tienen afán recaudatorio.
Rastro de sangre
El teniente
coronel Leyzaola llega como Robocop a su oficina para nuestra entrevista. Una
metralleta le cruza el cuerpo y lleva una pistola amarrada en la pierna. Viste
los pantalones de comando del uniforme azul marino que eligió para que su
corporación dejara de usar el color gris rata y su autoestima subiera.
No es bien visto
por los defensores de derechos humanos del país. En su recomendación 10/2011,
la Comisión Nacional de los Derechos Humanos lo responsabiliza de la comisión
de torturas cuando era titular de la policía de Tijuana.
Pero tiene la
simpatía de sus subalternos. Uno de ellos, sargento que pide el anonimato, dijo
que antes de su llegada se sentían desmotivados:
“Éramos como un
perrito al que todo mundo pasa y le pega, y si alguien se quejaba de nosotros
nos echaban encima a Asuntos Internos. Antes si agarrábamos ‘un buen trabajo’
nos corrían y lo soltaban; hoy el secretario nos protege y nos premia. Nunca
habíamos tenido ese apoyo”, afirma.
Este policía
sintió la presión por todos los experimentos a los que ha sido sometida esta
ciudad. Cuando el alcalde anterior solicitó la militarización, fue uno de los
efectivos enviados a capacitarse en la base de Santa Gertrudis.
“Fue la peor
experiencia de mi vida –recuerda–; nos incomunicaron, dormíamos 30 elementos en
una vil carpa con alacranes y víboras, sobre sarapes; a las ocho de la mañana
ya te deshidratabas del calor; teníamos que cantar las cancioncillas que cantan
los soldados y un soldadito nos daba clases de cosas que ni qué: técnicas de
arrastre o las partes de la brújula. ¿Pa’ qué, si somos policías?Íbamos a
letrinas seguidas en hileras de 10 personas, la comida era pésima.”
Dice que esa era
una de las causas de su desmotivación y la de sus compañeros. El sargento
reconoce que ahora, con la autoestima inflada, sus compañeros se han excedido
en el uso de la fuerza bruta, pero igual que el secretario dice que es porque
están exaltados y por la presión que cargan. Admite, además, que hay narcos
infiltrados en sus filas.
“La administración
pasada nos dieron con todo, se estaba perdiendo mucho el respeto a los mandos.
Ahora, como ya llegaron 260 patrullas y nos dejan traer pistolas a casa, muchos
sienten que de perdida se van a poder defender cuando los embosquen, y los
otros (los narcos) se sienten desesperados porque les hemos pegado mucho”, dice
orgulloso. Su pistola Beretta reposa sobre la mesa del comedor.
En cambio el
visitador De La Rosa indica que el mérito no es de la estrategia de Leyzaola:
“Después de la sangría de estos tres años, con 10 mil muertos y la cifra
impresionante de casi 10 muertos diarios, la estructura de los dos cárteles, de
Sinaloa y La Línea, se debilitó. Por eso se dio un equilibrio y cada uno se
quedó con el territorio que podía tener: el poniente y el centro de la ciudad
para La Línea, y el Oriente y Valle para El Chapo”.
En la entrevista
con Proceso, Leyzaola no se adjudica el milagro de la pacificación de Ciudad
Juárez pero tampoco se resta méritos. Presume que él devolvió el orgullo a una
corporación policiaca que encontró de rodillas, atrincherada tras costales de
arena y vallas de jardineras o ventanas tapiadas. Burlón, dice que 60% de los
efectivos no estaba en la calle sino en puestos administrativos o al servicio
de los mandos (tenían encargados de tomarles fotos, bolear zapatos, tender
camas o hacer comida). Los patrullajes se hacían en grupos, por miedo.
La situación que
describe, sin embargo, no ha variado tanto: desde el 31 de enero los 3 mil
policías juarenses permanecen “acuartelados” en un hotel para evitar que los
criminales los cacen cuando regresan a sus casas.
A finales de enero
aparecieron en la ciudad 10 narcomantas en las que La Línea amenazaba al
secretario: “Si sigues apoyando a los montaperros y agarrando pura gente de
nosotros te vamos a estar tumbando un elemento diario. Para que sepa toda la
ciudadanía lo corrupto que eres/ Leyzaola=delincuente con placas Atte NCJ”. En
efecto, mataron a ocho elementos.
El militar replica
que sus policías se hospedan en hoteles pero no están acuartelados. Señala que
portan la placa con dignidad y asegura que no renunciará como sus antecesores,
que así les dieron gusto a los criminales: “En otras ocasiones esa táctica les
dio resultado, y el titular al renunciar salía magnánimo, decía que lo hacía
como un bien. Pero eso no puede ni debe ser, ¡eso es hacer pactos!”.
Sostiene que el
combate a los secuestradores, carjackers (asaltantes de automovilistas),
narcotraficantes y todos los delincuentes encontrados in fragranti son responsabilidad
de la Policía Municipal:
“Desde el momento
en que uno está uniformado, investido de autoridad, no puedo excusarme y decir:
‘Este asunto es federal, no lo voy a atender’. Ya a la hora de la consignación
deslindamos competencias”. Luego agrega que los municipales pueden combatir al
narcotráfico porque están capacitados y cuentan con armas largas.
A su parecer, los
municipales son más rápidos que los agentes federales porque conocen el
terreno, se desplazan en una patrulla sectorizada y están dispuestos a luchar
por su gente, los juarenses.
Se le recuerda que
esos policías que según él tienen “arraigo social” son señalados como
violadores de derechos humanos y se le mencionan los casos de la empresaria que
lo señala como golpeador, los cuatro asesinados por el grupo Delta, los tres
hermanos Padilla y el parkero –que los medios han difundido ampliamente–, le
pide a su asistente que le recuerde los hechos.
“Todas las
denuncias están en las instituciones correspondientes…. A las quejas de
derechos humanos les hemos dado contestación puntual”, se defiende.
Sobre las personas
presentadas en público como delincuentes y que posteriormente han salido
libres, argumenta que a veces es porque los testigos reciben amenazas de los
delincuentes, que los obligan a retirar las denuncias.
Un empresario
local comenta a la reportera que Leyzaola se siente omnipotente y por encima
del presidente municipal, y que en corto presume que a él lo envió su general
Galván (el secretario de la Defensa Nacional) en acuerdo con todos los niveles
de gobierno. Por eso ve difícil que las denuncias por sus excesos lo derrumben.
Otra persona confirma que le dijo esa frase: “A mí me mandó mi general Galván”.
Cuestionado sobre
el combate a la delincuencia organizada, Leyzaola informa que está por comenzar
una siguiente fase de su estrategia, que es “sectorizar” (intensificar el
patrullaje y aumentar el número de elementos) en las zonas del Valle de Juárez
y Oriente, bastiones del Cártel de Sinaloa. Argumenta que comenzó en la zona Centro
y el Poniente, considerada macetero de la estructura criminal de La Línea,
porque es la de mayor densidad poblacional.
“De ese pequeño
espacio sacaban de 6 a 8 millones de pesos semanales para la estructura
criminal. Hemos estado golpeando muy fuerte”, se jacta, aunque de inmediato
dice que no golpeó territorios de La Línea, sino que ha ido actuando donde se
beneficia más a la población, donde la ciudad está más poblada, y que ha
llegado el turno de entrar en los otros puntos de la ciudad donde la policía no
lo había hecho antes.
“Hemos estado golpeando muy fuerte. Yo nomás golpeo
en flagrancia (…) Se están persiguiendo las muertes
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