11 sept 2012

Un martes bajo el terror/BARBARA PROBST SOLOMON

Un martes bajo el terror/BARBARA PROBST SOLOMON
El País, Jueves, 13 de septiembre de 2001
Martes por la mañana. EL PAÍS me ha pedido una crónica de la situación en Nueva York. La gran diferencia entre nuestras vidas aquí y la realidad de la televisión que es absorbida minuto a minuto por el resto del mundo está en que las necesidades inmediatas de la gente de la ciudad son prioritarias para nosotros. Así pues, tenía que decidir entre escribir o arriesgarme a quedarme sin agua y sin comida. Decidí intentar hacer ambas cosas. El sistema normal de suministro de la ciudad se había detenido. Bajé las escaleras, la gente se arremolinaba en las calles caminando hacia el norte desde el centro de la ciudad. Los neoyorquinos no utilizan los coches de la misma forma que los europeos para ir de un sitio a otro; los vehículos que seguían en servicio iban parando por el camino para acercar a la gente a los sitios, como ya había sucedido durante los grandes apagones que padeció la ciudad.
Se daba información acerca de qué hospitales y en qué estaciones se estaba recibiendo sangre para transfusiones. Por todas partes había gente con bolsas llenas de alimentos y artículos diversos. Fui al supermercado de enfrente; llegué demasiado tarde para la leche, demasiado tarde para la carne. Cargué en un carro tantos litros de agua como pude encontrar y todo tipo de alimentos congelados que generalmente no uso, lo que hubiera: paquetes de spaghetti, de albóndigas. Me las apañé para conseguir uno de los últimos zumos, algo de fruta y unos quesos de aspecto extraño. Entonces, el dependiente me dijo que hoy solamente aceptaban metálico. El mundo de la tarjeta de crédito se había derrumbado de repente. Yo nunca llevo mucho efectivo, así que corrí hacia el banco más próximo y conseguí sacar algún dinero; de pronto me di cuenta de que también tenía que hacer provisión de eso. Cuando volví al supermercado estaban vacías casi todas las estanterías y había grupos de gente que intentaba llegar andando a su casa; algunos, que evidentemente habían estado en la zona del centro, tenían aún las caras manchadas. Parece como si toda la ciudad se hubiera apuntado a un desfile interminable en el que cargaban en silencio con bolsas de agua y de comida. Las iglesias, mezquitas y sinagogas están haciendo horas extras, ofreciendo comida, agua y cobijo. Por toda la ciudad han brotado puestos en los que se ofrece agua y limonada gratis. Más llamadas telefónicas de gente que vive fuera de Nueva York. Que si estoy bien. Hay una inundación de mensajes electrónicos de gente que no es de Nueva York ofreciendo sus casas a todos los neoyorquinos. La mayoría de los habitantes de Manhattan no piensan en abandonar la ciudad, cosa que, por ahora, es prácticamente imposible, sino en superar el día. Recibo otra llamada, esta vez de Josep Cuní, para que haga una breve crónica para la radio de Cataluña. Lo intento, pero mi problema es que había olvidado comprobar cuál era la provisión que teníamos en casa de papel higiénico, de jabón y de medicinas de emergencia, y en realidad eso es lo que más me preocupa. Nueva York se ha convertido en una zona de guerra en la que todo el mundo camina hacia algún sitio y hay bolsas de caos y muerte (las autoridades han evitado cuidadosamente hasta el momento dar cifras de víctimas mortales, limitándose a hablar de miles, pero aquí en Nueva York contenemos el aliento sabiendo que las cifras finales van a ser catastróficas). Más llamadas de teléfono. Una de mis amigas del sur me cuenta que el mejor amigo de su hijo trabaja en Merrill Lynch en el World Trade Center. No pueden localizarle; Merrill Lynch se limita a decir que ha evacuado todas sus oficinas. Que si sé algo. Le digo que no sé nada, pero le doy el número de teléfono de un corredor de bolsa de Merrill Lynch que conozco que trabaja en una oficina fuera del centro. Mi amiga localiza a su mujer en casa; ella le dice que lo único que sabe es que su marido, como el resto de Nueva York, se dirige andando hacia casa.
De pronto recuerdo que el miércoles por la mañana, mañana por la mañana, que ahora parece estar a una eternidad, yo tenía que ir con Larry Rivers a una revisión médica rutinaria en Mount Sinai. Le llamo por teléfono a Southampton; me dice que sus teléfonos no funcionan, que no puede hacer llamadas. Evidentemente la cita queda cancelada. No sólo porque él no puede ir a Nueva York, sino porque los hospitales tienen otros asuntos que atender más importantes que las revisiones de rutina. Comentamos si debo intentar cancelar la cita o si las llamadas al hospital que no sean imprescindibles supondrán una molestia. Mientras tanto, el ruido de las sirenas y el rugido de los aviones que sobrevuelan se hace más fuerte.
Lo siguiente en mi agenda es intentar descubrir qué conocidos míos podrían estar atascados en Manhattan y necesitar un lugar para quedarse. Localizo a una amiga en Greenwich Village, que me dijo que su teléfono, como el de Larry, no funcionaba para las llamadas salientes. Me cuenta que bajó a la calle a eso de las nueve de la mañana y que vio a toda aquella gente inmóvil, sin emitir un solo sonido, todos mirando fijamente hacia el sur. Había una enorme nube de humo negro, y, mientras ella estaba allí de pie, de pronto el World Trade Center desapareció. Dijo que todo el mundo estaba atónito. Nadie se movía, nadie hacía ruido. Dijo que algunos tenían lágrimas en los ojos, esa clase de llanto silencioso que va hacia dentro, y no se oía el más mínimo sonido. No podía hablar mucho tiempo porque estaba esperando que su marido se volviera a comunicar con ella. Él da clases cerca del puente de Queens y estaba buscando un motel para él y sus alumnos. Otro amigo que había estado en los alrededores del puente dijo que la inmensa ola humana que caminaba en silencio por el puente parecía salida de una escena de una película de Spielberg.
Aquí en Nueva York estamos aturdidos, no sabemos más que el resto del mundo de lo que está pasando. Lo que nos separa del resto del mundo no son nuestros puertos y aeropuertos, sino que nuestra atención se centra sólo en lo inmediato, en las cosas básicas para terminar este día. Aún es martes por la tarde.
Martes por la tarde. Algunos teléfonos han vuelto a funcionar, otros no. La ciudad no se ha dejado dominar por el pánico, no ha habido incidentes de pillaje, algunas líneas de metro y de autobús han vuelto a funcionar. Ahora sabemos por qué el alcalde Giuliani estaba tan pálido y dijo tan poco en la primera entrevista para televisión. Él y sus ayudantes habían quedado atrapados por los escombros que caían de un edificio cercano en Barclay Street. Fueron arrastrándose por el subterráneo del edificio en que se encontraban hasta llegar al sótano de otro edificio colindante y salieron en otra calle. La rabia se está volviendo contra el FBI. ¿Cómo había podido producirse un ataque estrechamente coordinado que involucraba a cinco aeropuertos distintos? Pero la rabia por el momento es imprecisa, porque nadie se hace aún una idea exacta de la procedencia de este ataque terrorista. La gente contiene la respiración ante las cifras de víctimas. Acaba de telefonearme un amigo mío que no había sido capaz de localizar a su hija en toda la mañana (una periodista de la CBS en el lugar de los hechos). Me dijo que ella le había hecho llegar un mensaje: está bien, pero demasiado liada para hablar con él. Y así están las cosas.
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El País, Lunes, 24 de septiembre de 2001
EE UU da un giro histórico /BARBARA PROBST SOLOMON
Estados Unidos es un país cíclico, con muchos modelos distintos de conducta y con una brusquedad que puede sobresaltar a los observadores; podemos cambiar súbitamente de marcha y adoptar otro modelo nuevo, pero que casi siempre tiene raíces en nuestro pasado. En los años veinte de Scott Fitzgerald comíamos carpas y bailábamos el charlestón, y en Las uvas de la ira, de John Steinbeck, con la pobreza y el sufrimiento de la Gran Depresión de los treinta, nos volvimos serios e izquierdistas. En 1940, Europa parecía estar todavía muy lejos, nosotros no éramos un país militar, había un enorme sentimiento aislacionista en grandes zonas del país y la ley para el llamamiento a filas se aprobó en el Senado por un escaso y soñoliento voto. Después vino Pearl Harbor, el auténtico Pearl Harbor, no el que están poniendo ahora en los cines de pantalla gigante, y Estados Unidos dio un giro brusco. Casi de la noche a la mañana, la energía de este país, que era como un enorme gigante dormido, activó todas las facetas de la vida; fábricas, mano de obra, etcétera, fueron movilizadas y nos convertimos en un país en guerra.
No tengo auténticos recuerdos de Estados Unidos antes de la II Guerra Mundial. Yo era una niña entonces y dudo de que el que me enviaran a campamentos de verano en el campo, donde, como niña de diez años de la burguesía, yo (al igual que otros muchos niños de mi edad) me encontré dando de comer a los cerdos y ordeñando a las vacas, contribuyera en mucho al esfuerzo de guerra (los granjeros estaban supuestamente en el Ejército), pero aclara un poco la psiquis estadounidense, a veces tan desconcertante para los europeos.
No somos un país ideológico, y no tenemos recuerdos pasados de una autoridad suprema, de un rey poderoso que tuviera el poder y tomase las decisiones fundamentales. Para los primeros colonos que se abrieron paso por los terrenos salvajes, el depender del vecino no era simplemente delicadeza o un acto de bondad social; era cuestión de vida o muerte. Así es como Estados Unidos se organizó, y esto forma parte de nuestro tejido social, nuestra vida económica (incluso la manera en que están estructuradas nuestras leyes fiscales) y ha dado forma a nuestras respuestas psicológicas ante el peligro (ir inmediatamente a donar sangre, etcétera). Para bien o para mal, la iniciativa privada mantiene los museos, la cultura, las campañas políticas, causas como el sida, las relaciones entre razas, los movimientos contra la guerra, la atención a los ancianos, etcétera. La responsabilidad cívica se les inculca a los niños desde preescolar. Los estudiantes cuentan con que, al solicitar plaza en universidades del calibre de Harvard, se les pida que presenten, además de sus logros académicos, una relación de las horas empleadas en servicios sociales.
La ciudad de Nueva York siempre se ha enorgullecido de funcionar extraordinariamente bien en los grandes desastres como los apagones (un apagón parece ahora una pequeñez). Los neoyorquinos sobrevivieron a las privaciones económicas durante los sombríos años sesenta, setenta y parte de los ochenta, cuando la mayor parte del país nos consideraba un lugar peligroso y venido a menos. Estos reflejos profundamente arraigados se pusieron en acción el 11 de septiembre.
Hay un antes del 11 de septiembre y un después de ese día. El mundo de Monica Lewinsky, de riqueza sofocante, de una joven generación que se sentía nostálgica porque no tenía grandes causas aparte de decorar un nuevo piso que podía costar uno o dos millones de dólares, ha desaparecido. Los pocos republicanos de Newt Gingrich que habrían llegado al extremo de cerrar el Gobierno por innecesario, que parecían creer que no necesitaban Gobierno, ahora aparecen como una rara reliquia del pasado. Las películas, cada cual con más y más escenas artificiales de sangrientas guerras y horrores de mentirijillas, encaminadas a contentar a un público muy protegido de la tragedia, también parecen una reliquia de otros tiempos. En estos días, nadie siente la necesidad de ir corriendo a ver la megapelícula Pearl Harbor.
Una vez más, Estados Unidos ha dado uno de sus bruscos giros históricos. Tenemos un presidente sin experiencia que ni siquiera fue votado por la mayoría del país, y, sin embargo, el Gobierno instantáneamente adopta, casi sin fisuras, el modelo histórico bipartidista de la II Guerra Mundial: Clinton y los demócratas prometen apoyar sin reservas a Bush. El alcalde Giuliani le da a su antigua rival Hillary Clinton un beso en la mejilla. La preocupación de antes del 11 de septiembre acerca de qué político se acuesta con quién está pasada de moda. Gary Condit, ¿quién es ése? Rusia y Estados Unidos, sin el menor esfuerzo, recaen en su modelo histórico de aliarse en las grandes guerras. Y así van las cosas.
¿Y qué hay de Bush? Aunque tenemos la desventaja de un presidente sin experiencia, el Gobierno tiene la ventaja de que el 'nivel cero' se produjo en un momento en que el país estaba inusualmente bien integrado y tranquilo. No hay grandes batallas estudiantiles, ni grandes tensiones raciales o de clases. Y, como ocurrió en el momento en que el país estaba comprometido en un examen de conciencia de las injusticias cometidas contra los americano-japoneses durante la II Guerra Mundial (se les encerró como posibles enemigos extranjeros), la medida inmediata fue proteger a los árabes y musulmanes residentes en Estados Unidos.
Muchos de mis amigos están alborotados porque tenemos a George W. al timón. Yo me sentiría más a gusto si hubiera estado Gore o Clinton. Pero una de las razones de que el mundo tuviera grandes líderes como Roosevelt y Churchill durante la II Guerra Mundial es que los tiempos exigían grandes líderes. Una de las razones de que el mundo se haya visto invadido por enanos sensuales o de moralidad puritana en las últimas décadas es que los tiempos no exigían nada mejor. El FBI estaba tan plagado de bostezos burocráticos que ni siquiera podía leer sus propios mensajes urgentes de que Nueva York estaba a punto de saltar por los aires.
Las circunstancias moldean el carácter, y a este hombre aniñado y malcriado de Tejas, al que una extraña serie de circunstancias ha convertido en presidente de Estados Unidos, inevitablemente, y por pura necesidad, se le dará otro destino histórico. El gran héroe del momento es el alcalde Giuliani. Giuliani fue un alcalde brillante en su primer mandato, que tuvo su mejor momento cuando sacó a la ciudad de Nueva York del estancamiento económico, devolviéndola a su papel de gran ciudad internacional. Y estuvo en su peor momento cuando la ciudad ya no le necesitaba realmente, y se desintegró en una irascible moralidad de bolsillo, peleándose con la burocracia por cuestiones estúpidas y riñendo con la que estaba a punto de convertirse en su ex mujer. Y, sin embargo, el 11 de septiembre se convirtió en el nuevo Franklin D. Roosevelt de la ciudad de Nueva York, utilizando otra vez su valentía y brillantez para salvar la ciudad. Es demasiado pronto para saber si Estados Unidos tomará las decisiones adecuadas, pero el proceso de toma de decisiones traerá consigo un cuadro de cerebros y de expertos (muchos esperan que Bush le dé a Giuliani un puesto en el Gabinete), además de los líderes y expertos de la OTAN. Este nuevo tipo de guerra implicará una gran cantidad de maniobras políticas, diplomacia y sanciones económicas.
Barbara Probst Solomon es escritora y periodista estadounidense. 
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El País, Domingo, 21 de octubre de 2001
El poder de las palabras /BARBARA PROBST SOLOMON
George Orwell comentó una vez que los intelectuales occidentales no olvidaban nunca el poder liberador de la ideología y el poder opresivo del nacionalismo, pero rara vez recordaban el poder opresivo de la ideología y la fuerza liberadora del nacionalismo. En estos tiempos peligrosos e inciertos, yo valoro más el sentido común que los principios abstractos sobre las libertades civiles.
Está claro que fue una ineptitud por parte de la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, el pedir a la CNN que redujese la cobertura directa de Osama Bin Laden, y también que los medios de comunicación son un monstruo sin cabeza que se mueve a zancadas, tienen un poder inmenso y que podrían resistir un análisis más minucioso. Pero convertir la metedura de pata CNN / Osama Bin Laden en una importante cuestión de libertades civiles me parece tendencioso, y no es mi prioridad máxima en este momento.
A Bin Laden no le preocupaban los derechos de las 6000 personas que estaban en las Torres Gemelas, donde la mayor parte de los que recibieron el golpe (aparte de los bomberos y los policías) eran gente que va temprano a trabajar, gente de la clase trabajadora, la mayoría nacidos fuera de Estados Unidos, y ejecutivos jóvenes. Ni tampoco está interesado en las libertades civiles de las mujeres de Afganistán, cuyas vidas se han convertido en un infierno viviente bajo los talibanes. El momento de haber empezado a preocuparse urgentemente por las libertades civiles y el derecho a la libertad de expresión, y, por supuesto, el derecho a la vida, fue cuando asesinaron al traductor de Salman Rushdie.
En Nueva York, nuestra prioridad sigue siendo levantar la moral de la ciudad y proteger a la enorme población árabe y musulmana (nadie se ha vuelto contra la población árabe y musulmana de Nueva York). A escala internacional, la prioridad es la protección humanitaria de la población de Afganistán.Las noticias llegan hasta nosotros de varias maneras. Hay reportajes directos, entre los que se incluyen los reportajes estúpidos y todos los vicios ya conocidos de los medios de información. También incluyen propaganda y desinformación. Seamos realistas. Yo comprendo la lógica de ser antibelicista o pacifista. Pero el estar en guerra con Bin Laden y fingir que estás interesado en lanzar su mensaje a todo el mundo es un contrasentido.
El recuerdo de mi infancia durante la II Guerra Mundial es que nos impusieron muchas restricciones. Las cartas de los soldados llegaban censuradas a casa para que no se divulgara información militar, la prensa no se quejó porque Roosevelt no la informara con anticipación del desembarco en Normandía, ni tampoco nos transmitían la propaganda de Goebbels.
La potencia de las máquinas de propaganda está muy subestimada (por eso siempre he insistido en que cada país tenga su propia prensa). Una parte enorme del éxito inicial de Hitler se debió a la máquina de propaganda bélica de Goebbels, un hecho que frecuentemente pasan por alto los historiadores que prefieren hablar de las batallas militares. La razón de que Francia fuera tan dura con los escritores colaboracionistas tras la liberación es que no eran escritores que simplemente estuvieran expresando su opinión. Eran escritores a sueldo de la Oficina Alemana de Propaganda (la Quinta Columna), y contribuyeron a desestabilizar sus Gobiernos antes de que llegasen las tropas alemanas.
Las palabras pueden ser armas potentes de guerra y de caos. Los mulás exportados a todo el mundo desde Arabia Saudí no predican la religión islámica: enseñan a los niños a odiar. Aplaudo el artículo del jeque Saud Nasser al-Sabbah que apareció esta semana en el periódico saudí con sede en Londres Asharq al-Awset, en el que este antiguo ministro kuwaití de muy alta posición critica a su propio país por su peligrosa hipocresía al no imponerse a sus extremistas islámicos. Si vamos a hablar de libertad es esencial que sean oídas las voces de los árabes y musulmanes moderados.
 

 

 

 

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