La
llave de Borges/Jorge Edwards, escritor.
ABC
| 23 de agosto de 2015..
En
un ensayo sobre Mirabeau de la década de los veinte del siglo pasado, José
Ortega y Gasset intentó definir al político en su esencia, en su naturaleza
última, con la mayor libertad de espíritu, sin el menor tecnicismo, sin
pretensiones de «politología», como se diría más tarde. El ensayo llevaba un
subtítulo importante: «Mirabeau o la política», y sostenía, en resumen, que el
político debe «tener una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en
una nación».
Después
de mucho leer sobre Mirabeau, sobre Julio César, sobre la revolución en
Francia, Ortega había llegado a la conclusión de que el político debe ir
doblado, en parte, de un intelectual. Sólo en parte, puesto que el exceso de
intelectualismo podía conducir a la parálisis en la acción. Yo alcancé a
conocer en mi adolescencia, de lejos, de oídas, los comienzos del peronismo, y
alcancé a leer con atención un discurso que hizo Juan Domingo Perón en la
Universidad de Chile durante una visita oficial suya. Pues bien, aunque hoy día
sea difícil de creer, a juzgar por sus herederos actuales, Perón tenía un lado
intelectual bastante notorio: hizo una explicación brillante de la influencia
de la revolución bolchevique en la historia del Occidente moderno e incluso en
la de Argentina y Chile.
Hablo del año 1952, del período de la primera
postguerra y de los comienzos de la Guerra Fría. Si uno piensa ahora en lo que
sucedería pocos años más tarde, llega a la concusión de que el general Perón no
estaba tan despistado. Su discurso era una versión coherente del fenómeno que
más tarde se conocería como gatopardismo: la necesidad de cambiar un poco para
impedir que todo cambie. El coronel Perón, después de ser agregado militar en
Chile, había ocupado el mismo cargo en la Roma de Benito Mussolini. Algo había
aprendido, sin duda, y algo sabía sobre lo que había y no había que hacer.
Uno
de sus seguidores remotos, Daniel Scioli, después de sacar más del 30 por
ciento de los votos en las últimas elecciones primarias de Argentina, declara
lo siguiente: «¿Qué es el centro? ¿Qué es la izquierda? ¿Qué es la derecha? ¡Yo
voy a hacer lo correcto!». Uno se hace una pregunta obvia: si no se sabe dónde
está el centro, dónde la izquierda y dónde la derecha, ¿cómo se puede saber
cuál es la acción correcta? Y, sin embargo, ahí están los votos, y comprobamos
que el candidato, sin la menor necesidad de ser un intelectual, con la ayuda de
una vaga fama deportiva, sabía conseguirlos. Sus argumentos, al menos a primera
vista, son notablemente débiles, pero quedó demostrado que Mauricio Macri no
supo encontrar una clave eficaz para desarmarlos. Ni siquiera sabemos si habrá
una segunda vuelta, pero podríamos esperar que Macri encuentre razones mejores.
A lo mejor lo consigue estudiando en profundidad el pensamiento del padrino, el
del precursor de todo.
He
viajado a Buenos Aires desde mis años de colegial y el peronismo, seguido y
excedido en Cuba y fuera de Cuba por el guevarismo, ha sido, para bien o para
mal, una de las experiencias decisivas de mi época. A mis quince años de edad,
durante un viaje de curso organizado por los jesuitas de Santiago, hubo un
atentado de bomba contra Perón. Todos corrimos a la Plaza de Mayo, la sede de
la Casa Rosada, rodeada en ese tiempo de edificios en construcción. La plaza y
los andamios estaban atestados de una multitud fervorosa, electrizada, los
famosos descamisados del primer peronismo, y Evita, única, sin duda, hablaba
desde el balcón principal, observada en silencio por su marido. Alcancé a
escuchar que la bomba había sido un autogolpe, destinado a producir los efectos
de masa que estábamos observando. Evita, cuya cabeza rubia, platinada,
divisábamos entre los árboles, hablaba con voz vibrante, con fuerza de actriz
de primera línea, con lenguaje de un argentinismo acentuado, y puedo asegurar
que substraerse a su carisma, a su magia personal, no era fácil.
En
los años que siguieron asistimos a las situaciones más aberrantes, escuchamos
las declaraciones más disparatadas, y el nivel de la crítica intelectual fue
siempre débil, y no sólo en América Latina. La definición del político en un
ensayo del Ortega y Gasset de 1927 había sido irremediablemente optimista.
Nunca supe si el Che Guevara había deslindado posiciones frente al peronismo de
su país de origen, pero estaba en la primera conferencia de comercio de las
Naciones Unidas en Ginebra, en la primavera de 1964, y recibimos las primeras
noticias del golpe militar en Brasil. Todos los delegados salimos a los
corredores del Palacio de las Naciones. El Che Guevara, que presidía la
delegación cubana, rodeado de gente, declaraba que el golpe brasileño sería
óptimo para la revolución latinoamericana: caía una democracia mediocre, y la alternativa
revolucionaria pasaba a ser única. Era una demostración primaria, pobremente
argumentada, de la «política de lo peor». No creí una palabra del análisis del
Che y lo he dicho siempre, pero muchos salían de esos corredores
internacionales, después de escuchar al comandante, tocados por una especie de
gracia política especial. El análisis crítico había sido reemplazado por la
agitación, y parecía que había que contentarse con eso.
Escucho
en estos días declaraciones que vienen de Atenas, de Argentina, de Venezuela,
de muchas partes, y me digo que no hay que olvidar nunca las señales
originarias. En los primeros años del peronismo, Jorge Luis Borges fue
trasladado de su puesto de bibliotecario en una biblioteca municipal al cargo
de inspector de un gallinero también municipal. Era un gesto de humor negro de
un gobernante que quizá todavía tenía un lado de intelectual, a pesar de todo.
Pues
bien, termino con una nota personal. En una visita reciente a Buenos Aires, el
alcalde Macri, en una ceremonia breve, emotiva, me entregó la llave de la sala
de trabajo que usaba Borges en la biblioteca del barrio de Quilmes. Quizá, me
digo ahora, esa llave podría abrir el camino para regresar a los terrenos de la
razón, de la política moderna y libre, aun cuando es probable que los Mirabeau,
tal como los veía don José Ortega y Gasset, se hayan terminado para siempre.
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