23 ago 2015

Fosas de San Fernando Las torpezas de la PGR/Marcela Turati.

Revista Proceso # 2025, 22 de agosto de 2015..
Fosas de San Fernando Las torpezas de la PGR/Marcela Turati.
REPORTE ESPECIAL
Lo que se  oculta a las familias
La PGR ha escamoteado información relevante a familiares de las 193 personas desenterradas en abril de 2011 de las fosas de San Fernando, Tamaulipas. Características físicas y odontológicas, descripciones de tatuajes y fotografías de pertenencias y de ropa no han sido comunicados a familiares para que éstos puedan identificar a sus parientes desaparecidos. Más aún, la procuraduría cometió errores en el registro de los cadáveres y traspapeló expedientes, revela una investigación que, con el apoyo de la Fundación Ford, presentan Proceso, la División de Estudios Internacionales y la Maestría en Periodismo y Asuntos Públicos del CIDE.
Hace cuatro años y un mes Javier desapareció sin dejar rastro. Iba camino a Estados Unidos. Pero su madre, Ana, aún cree que el tercero de sus cuatro hijos vive. Si no fuera así, afirma, su fantasma ya se le hubiera aparecido, lo hubiera sentido sobre su regazo esperando que ella repitiera ese ritual amoroso de rascarle los granitos de la espalda.
 “Le he pedido tanto a Dios y a la Virgen que si me lo quitó, le dé licencia para que me avise que ya no vive y se me siente en las piernas”, dice Ana desde la abarrotería que atiende en su pueblo, uno de varios del municipio de Tiquicheo de Nicolás Romero, Michoacán, donde siete familias aguardan el regreso de sus hijos desaparecidos.
 El suyo tenía 22 años el 28 de marzo de 2011, cuando abordó en Morelia, con dos compañeros de su comunidad, un camión de Ómnibus de México rumbo a la frontera. Era tiempo de migrar, pues el temporal de la sandía en Tiquicheo nunca ha bastado para retener a los jóvenes de ese poblado, quienes sueñan con hacerse de un patrimonio. En el camino se iba mensajeando con un hermano que lo esperaba en Estados Unidos.

 En la madrugada los viajeros se toparon con un grupo de zetas que tenía instalado un retén en la carretera, a la altura de San Fernando, Tamaulipas. Los obligaron a bajarse del camión por ser michoacanos. El celular de Javier enmudeció. Del trío de amigos no volvió a saberse nada. Una semana después las autoridades comenzaron a hallar en ese municipio fosas de las que extrajeron 193 cadáveres. La mayoría eran varones jóvenes procedentes del centro del país, entre ellos el tiquichense Vicente Piedra García, quien viajaba con el hijo de Ana.
 Ella dice que se está volviendo loca, que ya le perdió gusto a la vida. Junto con su esposo y una comadre, ha viajado dos veces a Morelia, donde se dejan “sacar sangre, salivas y greñas” por personal de la Procuraduría General de la República (PGR) para ver si su ADN, contrastado con el de los cuerpos, arroja novedades. La primera muestra se la sacaron al mes de la tragedia; la última, en noviembre de 2014. En esos trámites se encontraron con decenas de familias de Michoacán que penan por parientes también desaparecidos en carreteras tamaulipecas.
 “¿Cómo iba vestido su hijo?”, le preguntan en cada entrevista. Ella responde de memoria: “Llevaba una playerita pegadita, delgadita, como grisecita, de algodón, y un pantalón de mezclilla de color bajito, calcetines blancos, una cachucha y una mochilita con un cambio de ropa. Siempre llevaba cinturón sencillo, delgadito, con hebilla sencillita. Su pelo muy bajito. Usaba puro bóxer abajo; no tenía trusas, puro bóxer”.
 Así lo dijo por teléfono la primera vez que accedió a contar su historia para esta investigación. Tenía la voz de una anciana y parecía tímida. En persona es una mujer desenvuelta y llena de fuerza.
 Durante la entrevista, realizada en su casa –construida alrededor de un patio con dos perros bravos y una parte adaptada como bodega–, tendió sobre una cama la ropa de Javier, que guarda en un buró, para ayudar a la reportera a imaginar cómo era su hijo desaparecido. Ahí tendidos estaban los bóxers con figuras que él compraba a 10 pesos en los tianguis, y también los pantalones largos de marca y las camisas modernas que le enviaban sus hermanos de Estados Unidos. Ana observa y llora desconsolada al zarandear los recuerdos.
 Mi hijo está vivo”
 Javier medía aproximadamente 1.70 metros, como su papá. “Estaba zanconcillo (alto), flaco”. Fumaba a escondidas. Usaba un anillo y un collar en forma de herradura, pero dejó las joyas en casa. Llevaba un acta de nacimiento en su cartera. Era serio, sonreía poco. En cinco fotografías de él que Ana conserva de una fiesta de 15 años aparece de refilón, siempre con la boca cerrada. La PGR y los periodistas que la han entrevistado se quedaron con los pocos retratos donde aparecía solo.
 “Sus dientes estaban como atravesadillos, no los tenía parejos: así”, dice la madre al tiempo que abre la boca para mostrar la dentadura rebelde que le heredó a su hijo.
 Ana ha esperado durante cinco años la llamada de Javier o, algo peor, la de la licenciada Verónica Salazar, la encargada de desapariciones dentro de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), quien podría darle la noticia que no quiere recibir: el hallazgo del cuerpo de su muchacho.
 Por lo pronto, Ana desconoce que la PGR le ha negado datos clave: entre los 193 cuerpos extraídos de las fosas de San Fernando en abril de 2011 había uno –el cadáver número 10 de la fosa 4– que en el bolsillo del pantalón de mezclilla llevaba un encendedor y una CURP procedente de Michoacán con el nombre completo de Javier y su fecha de nacimiento.
 Ese cadáver fue uno de los 122 que la PGR eligió trasladar al Distrito Federal para ser analizados; los cuerpos restantes quedaron en Tamaulipas. Se desconoce con qué criterio se hizo esa selección. La mayoría terminó en fosas comunes; entre ellos el cadáver que llevaba en el bolsillo la identificación de Javier.
 Éste fue descrito por los médicos forenses como un varón de 22 años, complexión delgada (“débil”), estatura 1.72 metros y un máximo de 15 días de haber sido asesinado. Viste “playera de cuello redondo (no se especifica su color porque está llena de tierra); pantalón de mezclilla de color azul, marca Raw Edge, talla 32 X 30; short negro de la marca Mens, talla CH-20-30; calzón tipo bóxer de color verde con la leyenda ‘Ivan’ en el elástico y calcetín color blanco”. Lleva, además, un cinturón de piel de color negro con hebilla metálica en forma de herradura.
 Esa fue la descripción registrada entre el 11 y el 14 de abril de 2011 por dos médicos forenses, uno de la PGR y otro de la Procuraduría General de Justicia de Tamaulipas (PGJT). Esos son los registros que la autora de esta investigación obtuvo y que datan de abril de 2011, el mismo mes de las exhumaciones.
 En esos registros aparece otro de los datos clave que la PGR le ha ocultado a Ana: el cadáver 10 de la fosa 4 tenía dientes saltones, como si hubieran crecido volteando a ver a distintos sitios.
 Esa peculiar dentadura no pasó inadvertida para los médicos que en el expediente forense dejaron escrito: “Paladar amplio y profundo / mal posición dentaria / dientes anteriores superiores e inferiores”.
 Mientras Ana pasa el tiempo en la abarrotería, recuerda uno de los rasgos característicos de su hijo, que repitió cada vez que la entrevistaron los agentes de los ministerios públicos a los que acudió. “Apenas le habían sacado un colmillo que tenía metido, lo tenía de más, y cuando lo hicieron le despostillaron un diente. Por la pura dentadura yo lo reconocería”, dice con convicción de madre, aunque de inmediato ahuyenta de su mente la idea de su hijo muerto. “Mi hijo está vivo”, insiste como para ella misma.
 Es imposible, sin prueba genética de por medio, asegurar que el cadáver 10 de la fosa 4 es el de Javier. Pero la información encontrada en el expediente, sumada a los datos que Ana aportó a esta reportera –como la descripción de la ropa y los rasgos físicos–, arrojan evidencia que, de confirmarse, podría poner fin a su búsqueda.
 El televisor en la tienda está prendido. En la pared del fondo hay un dibujo viejo, ya deslavado, de la Virgen de Guadalupe. Detrás de Ana se ve un tendedero de huaraches que tiene a la venta. Cada tanto algún vecino que llega de compras levanta la oreja e interviene. Uno de ellos manda llamar a la vecina, madre de un treintañero, quien viajaba con Javier en el mismo autobús.
 La vecina aparece con cuatro fotos viejas de su hijo desaparecido. Entonces, como en una letanía a dos voces, las comadres comienzan a hablar al mismo tiempo, sus relatos se enciman, el hilo de la conversación se pierde.
 “Cuando nos hicieron el ADN quería meterme al cuarto que tienen con muertos a voltearlos boca arriba, para mirarlos, pero no nos dejaron.”
 “Ya ve cómo estoy de flaca, me estoy quedando ciega de tanto chille y chille. Lo busco muncho, muncho.”
 “Me afectó mucho, fui de doctor en doctor, no se me quitaba la miraña en la cabeza”.
 “A mí no se me olvida ni un ratito. Le lloro, le grito y no responde.”
 No se explican por qué la PGR sólo identificó el cuerpo de uno de los hombres de esa comunidad que partió en ese autobús el día 28: Vicente Piedra García. Desde su entierro hay un rumor que recorre las calles del pueblo de lo que dijo el hijo mayor de Vicente al ver el cuerpo: “éste no es mi padre”. Con todo y su duda, lo enterró.
 El retén de la muerte
 Desde 2010 la carretera de Ciudad Victoria que lleva a la frontera con Texas se había vuelto una trampa. Esa ruta se había convertido en el centro de la disputa entre dos mafias, antes aliadas: Los Zetas y el Cártel del Golfo (CDG).
 La batalla se instaló en San Fernando, un municipio bisagra por el cual están obligados a pasar quienes desde el centro del país (ya sea a través de San Luis Potosí, Veracruz, Zacatecas) quieren llegar rápido a los ciudades fronterizas de Matamoros o Reynosa, y pasar a Estados Unidos sin tener que rodear por Monterrey. Es una ruta de tráfico de ida y vuelta de drogas, armas, personas y fayuca. Su subsuelo alberga una de las mayores reservas de gas natural de México.
 En agosto de 2010, el hallazgo de 72 cadáveres de migrantes centroamericanos en un rancho abandonado de ese municipio catapultó a San Fernando como la capital del horror y a Los Zetas como el cártel más sanguinario. Meses más tarde, al comienzo de 2011, una célula zeta­ se adueñó de esa carretera. Sus integrantes detenían automóviles y autobuses y sometían a revisión a todos sus pasajeros. Habían sido alertados de que sus enemigos se habían aliado con La Familia Michoacana y el Cártel de Sinaloa, y que enviaban refuerzos a Matamoros para disputarles el territorio.
 Uno de los protagonistas de esa batalla, Édgar Huerta Montiel, El Guache –michoacano, como el hijo de Ana; de 22 años, como él–, confesó cuando fue detenido meses después que su jefe, Salvador Martínez Escobedo, La Ardilla, les ordenó matar a los jóvenes que pudieran haber sido reclutados por “la contra”. El propósito: proteger su territorio.
 “Fueron como seis autobuses, más o menos. La orden fue que los investigáramos y si tenían que ver (con el CDG) los matáramos (…) Todos los días llegaba un autobús y todos los días bajaban a la gente, y los que no tenían que ver, los soltaban; pero los que sí, los mataban”, relató Huerta, un desertor del Ejército reclutado por Los Zetas y encargado de “la plaza” de San Fernando.
 Martín Omar Estrada Luna, El Kilo, y sus hombres eran los encargados de revisar a todos los pasajeros una vez que los hacían bajar de los autobuses. La investigación era simple: revisaban celulares y checaban identificaciones. Había dos formas de ganarse la muerte inmediata: tener llamadas o mensajes en el celular desde Matamoros o Reynosa; o tener un documento de identidad de los lugares relacionados con “la contra”, como Michoacán, donde operaba La Familia Michoacana.
 “Los principales (asesinados) eran los de Michoacán, Sinaloa y Durango, que apoyaban a La Familia”, dijo Huerta, sin rasgos de arrepentimiento, en una entrevista videograbada por la Policía Federal. Omitió decir que muchas de sus víctimas eran también migrantes centroamericanos.­
 Es muy probable que más pasajeros de autobuses hubieran seguido cayendo en esas redadas de no ser porque el gobierno estadunidense le preguntó al de México por Raúl Arreola Huaracha, uno de sus ciudadanos desaparecido en esa ruta, y porque la empresa Ómnibus de México puso una denuncia el 25 de marzo, debido a que en uno de sus viajes secuestraron a casi todos sus pasajeros. En ese momento comenzó la búsqueda.
 Desde enero de 2011 hubo reportes de desapariciones que las autoridades ignoraron. En febrero algunos autobuses fueron baleados. Para marzo ya estaba instalado el embudo de la muerte. En la madrugada del 24 de ese mes, cuatro días antes de que el hijo de Ana y sus compañeros abordaran el autobús, otros cinco jóvenes oriundos de su municipio fueron obligados a bajar de un camión de esa misma línea y en ese mismo tramo. Aunque las familias reclamaron en la empresa Ómnibus de México, las corridas continuaron.
 El 1 de abril la PGJT encontró la primera fosa. Dos meses después ya eran 193 los cuerpos encontrados en 47 fosas. Y si bien esa fue la cifra oficial que hizo pública el gobierno federal, un cable del gobierno de Estados Unidos –obtenido por el National Security Archive– menciona 196.
 No se entiende por qué dejaron de excavar si había más cuerpos enterrados, según varias versiones, como las que recoge un cable diplomático de Estados Unidos, de fecha 29 de abril de 2011, también desclasificado por el National Security Archive.
 Cientos de personas de todo el país acudieron a las instalaciones del Servicio Médico Forense (Semefo) de Matamoros, donde inicialmente fueron albergados los 193 cuerpos exhumados, para ver si reconocían entre los restos a algún familiar desaparecido.
 Ciento veinte cadáveres (luego se sumaron otros dos) fueron trasladados al Semefo de la Ciudad de México. El resto quedó allá. La explicación que consigna el referido cable estadunidense fue que las morgues tamaulipecas eran insuficientes.
 El traslado, según consignó otro cable estadunidense fechado el 15 de abril de 2011 con base en información de funcionarios mexicanos, se hizo con una lógica: “Los cuerpos están siendo separados (en grupos) para que la cifra total sea menos obvia y, así, menos alarmante”. Esa separación, subraya el cable, “ayuda a restar visibilidad a la tragedia”.
 Como en una procesión mortuoria, los familiares se trasladaron a la Ciudad de México. 591 personas dieron muestras de ADN para que fueran contrastadas con las de los cadáveres y encontrar entre éstos a uno con su sangre. Muy pocos lograron su objetivo: en el sexenio de Felipe Calderón sólo 27 fueron identificados mediante esas pruebas.
 Durante el gobierno de Enrique Peña Nieto otros cuatro han sido identificados y entregados a sus familiares. Para entonces ya estaba vigente un convenio para identificar a las víctimas, firmado en agosto de 2013 entre la PGR y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), con vasta experiencia desde 1984. En el evento de la firma nadie pudo precisar cuántos de los 193 cuerpos rescatados habían terminado en una fosa común, en Tamaulipas o en el Distrito Federal.
 La información obtenida a través de la Ley de Transparencia y las declaraciones de funcionarios de la PGR son contradictorias cuando se trata del número de cuerpos enviados a fosas e identificados.
 Entre las pertenencias encontradas a los migrantes asesinados en San Fernando hay crucifijos, trozos de papel con un nombre garabateado y un teléfono, cédulas de identidad, carteras, mochilas y algunas monedas.
 De los 120 cuerpos trasladados a la morgue del Distrito Federal, 112 eran hombres y tres mujeres. A cinco de ellos no se les logró determinar el sexo, por errores administrativos o porque estaban “esqueletizados”, se desprende de los expedientes.
 El análisis de los dientes arrojó que una abrumadora mayoría eran jóvenes: 69 tenían entre 20 y 30 años (18 rondaban los 25). Otros 25 tenían entre 31 y 40. Sólo seis tenían más de 40. Varios más no pudieron ser identificados por su rango de edad (tres de ellos estaban decapitados).
 De acuerdo con el análisis de las fichas técnicas realizado para esta investigación, 17 cuerpos llevaban tatuajes. Dos se habían sometido a tratamientos dentales y uno carecía de dentadura al momento de su muerte. Cuatro estaban desnudos en el momento del hallazgo. Algunos amarrados.
 El resultado de las autopsias revela la macabra fijación de Los Zetas por destrozar el cráneo de los capturados: 91 murieron por traumatismo craneoencefálico. Sólo en 19 utilizaron balas. Huellas de tortura se encuentran en varios cuerpos. De 16 no se especifica la causa de muerte. Siete de los cadáveres tenían más posibilidades que el resto de ser identificados, pues entre sus pertenencias fueron hallados documentos de identidad: credenciales de elector, una CURP y un boleto de pasajero. Sólo faltaba reconfirmar con pruebas de ADN.
 Hurgando en los registros
 Al cadáver 4 de la fosa 10, el de los dientes rebeldes, le fue asignado el número 138/2011 en la averiguación previa (PGR/SIEDO/UEIS/197/2011). Al momento de quedar estampadas sus huellas en ese registro, los peritos ya le habían practicado pruebas genéticas, antropológicas y odontológicas. Esta última arrojó que carecía de un molar y había tenido un diente retenido. Las ausencias quedaron registradas en un dibujo forense.
 Sin embargo, al expediente de este cadáver de 22 años con dentadura inconfundible le fue agregado el análisis dental del cadáver 7 de la fosa 4, correspondiente a una persona de 30 años a la cual le faltaban cinco piezas.
 El mismo día del primer registro al cadáver número 4, el doctor Juan Manuel Martínez Márquez, de la delegación de la PGR en Matamoros, le subió la edad y lo describió distinto: “Masculino de entre la tercera y cuarta década de la vida”. Entre las señas particulares, a diferencia de los otros peritos, no anotó anomalías odontológicas.­
 El expediente del cadáver 4 de la fosa 10 estaba clasificado como identificado. No aparece en ningún sitio cuál es su identidad. Tampoco se sabe si obtuvo ese estatus por el análisis genético o sólo por la CURP que llevaba.
 Si a Ana alguna autoridad le hubiera notificado que uno de los cadáveres rescatados de las fosas de San Fernando llevaba en el bolsillo del pantalón una identificación con el nombre del hijo que busca, si le hubieran mostrado la ropa que llevaba el día de su muerte o una foto de la dentadura, tal vez ella ya no sería la madre de un desaparecido.
 Eso no le habría arrebatado el dolor, pero le hubiera ahorrado el desgaste y la incertidumbre de deambular entre instituciones pidiendo ayuda. También la hubiera salvado de otros delincuentes que la han extorsionado pidiéndole dinero por el rescate de su hijo desaparecido. La última vez le pidieron 240 mil pesos. Tampoco hubiera depositado 50 dólares para que su hijo secuestrado tuviera saldo en el celular por si llegaba a necesitarlo.
 “Yo no me he recuperado de la pérdida de mi hijo, me la paso enferma, me he enfermado mucho y a veces no sé ni lo que hago, a veces siento que ya me estoy volviendo loca. Qué más quisiera de ver a mi hijo que se perdió, que yo lo vea vivo”, dice con tristeza, y afirma que está por irse a Estados Unidos.
 La llamada de la funcionaria de la PGR no llega.
 En lo que corresponde a esa dependencia, Eber Omar Betanzos Torres, subprocurador de Derechos Humanos, Prevención del Delito y Servicios a la Comunidad, dice a la reportera que la Comisión Forense es un esfuerzo para devolver la identidad a los cadáveres enviados a fosas comunes de las masacres de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, y en Cadereyta, Nuevo León, y menciona que cuando termine su labor “debe haber responsabilidades” contra aquellos funcionarios públicos que por incumplir protocolos erraron en la identificación o entrega de los restos de las víctimas.
 Aun cuando la reportera le pide ser más específico, Betanzos Torres no aclara si la responsabilidad será de tipo penal; sólo menciona que se fincarán “responsabilidades” a funcionarios estatales o federales.
 nforma que precisamente la misión de la Comisión es esclarecer lo ocurrido, terminar de identificar los restos y devolverlos a sus familias. Esa instancia fue creada en 2012 por presión de la sociedad civil para que la PGR se coordinara con el EAAF y organizaciones de México y Centroamérica de familias de desaparecidos e identificara restos de personas asesinadas.
 El Convenio Forense fue firmado el 22 de agosto de 2013 entre el entonces titular de la PGR, Jesús Murillo Karam, acompañado de la representante del Equipo Argentino de Antropología Forense y dirigentes de organizaciones familias con personas desaparecidas de México, Guatemala, Honduras y El Salvador. En la conferencia de prensa correspondiente, se indicó que el convenio duraría un año, aunque podría extenderse.
 La entrevista de Betanzos Torres con este semanario se realizó el 22 de agosto de 2015, al cumplirse dos años de la firma. Hasta ese momento 15 de los cuerpos extraídos de fosas comunes habían sido devueltos a sus familiares y varios más tenían altas probabilidades de ser identificados, según contó un funcionario relacionado con el proceso.
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 La negligencia que lleva a la fosa común/MARCELA TURATI
Las fichas forenses de 120 cuerpos descubiertos en abril de 2011 en las llamadas fosas de San Fernando –trasladados posteriormente al Distrito Federal– arrojan información sobre los métodos usados por Los Zetas para asesinar, perfilan algunas características de sus víctimas y exhiben errores cometidos por peritos forenses que podrían ser la causa de que algunas familias sigan buscando sin éxito a un pariente desaparecido.
 Cuando en abril de ese año los cadáveres fueron trasladados a la Ciudad de México, de 105 se había obtenido el perfil genético (mediante pruebas de ADN) y 15 estaban “en proceso”. En tanto, 95 habían sido registrados con identidad desconocida, 23 estaban identificados y dos no tenían especificado ningún estatus.
 Salvo cuatro cuerpos que estaban desnudos, los demás tenían ropa. Algunos llevaban en el bolsillo identificaciones o accesorios. Además, 17 estaban tatuados.
 Pero parece ser una regla que la PGR guarda para sí datos valiosos, como las fotos de las vestimentas y los equipajes, las descripciones de los tatuajes o de las dentaduras de los cadáveres, que podrían servir a los familiares para identificar a algún familiar y reclamarlo. Faltaría sólo que una prueba genética confirmara las coincidencias.
 Integrantes de 11 familias con parientes desaparecidos en San Fernando fueron entrevistados en Michoacán y Guanajuato para esta investigación. La mayoría afirmó que en la PGR nunca les mostraron la ropa que llevaban los muertos, ni fotografías de los cuerpos o sus pertenencias.
 Tres familias del municipio michoacano de Tiquicheo de Nicolás Romero mencionaron que a ellos sí les permitieron ver evidencias para que se convencieran. Uno de los casos fue el de los parientes de Vicente Piedra García, quienes, sin embargo, enterraron con dudas el cadáver que les fue entregado porque no les pareció familiar la dentadura que éste tenía.
 En cambio, la madre del joven Misael Cruz Benítez no aceptó el cadáver que le daban, pues sólo le mostraron fotografías de un esqueleto. Le dijeron que había 70% de probabilidades de que fuera su hijo y que éste se encontraba desnudo. A ella la evidencia no le pareció definitiva, pues le mintieron. Todos los cuerpos que habían sido recientemente enterrados en esas fosas llevaban ropa.
 “No nos gustó que las pruebas de ADN que decían que eran de él (de Misael) estaban como a 70% de coincidencia. Con 90% hubiera sido otra cosa. No nos enseñaron su ropa. Nos dijeron que ninguno traía ropa y las fotos estaban muy borrosas. Se veía un cuerpo viejo y a él lo acababan de secuestrar días antes de que hallaran las fosas. La base de datos la tenían mal acomodada en la computadora. Tenían mal los nombres de sus papás y su edad”, explica una pariente de Misael, que pidió el anonimato, en una entrevista realizada en la comunidad Los Limones, Michoacán.
 Únicamente alcanzó paz y resignación la familia de Raúl Arreola Huaracha, oriundo de Celaya, quien fue identificado por los tatuajes.
 Conteos mortuorios
 Detalles no dados a conocer que podrían servir para identificar los cuerpos hallados en las fosas de San Fernando, así como fallas cometidas en la cadena de custodia de sus pertenencias, dan cuenta de por qué cada año tantas miles de personas son enviadas a fosas comunes.
 De 2006 a 2012 la base nacional de perfiles genéticos de la PGR recibió los datos de 15 mil 618 cadáveres correspondientes a desconocidos que murieron de forma violenta. Sólo 425 fueron identificados, según un informe oficial publicado por La Jornada el 2 de enero de 2013.
 En 2012 la cifra de cuerpos lanzados a fosas comunes ascendía a 24 mil 102, de acuerdo con el conteo que el reportero Víctor Hugo Michel publicó en el diario Milenio el 28 de octubre de ese año. Dicha cifra la calculó con base en solicitudes de información a través de las leyes de transparencia en cada estado. Desde entonces la cifra se incrementó. Durante el primer año y medio de gobierno de Enrique Peña Nieto otros 3 mil 602 cuerpos no identificados fueron lanzados a fosas comunes, a un ritmo de seis por día. Ese número no incluye Tamaulipas, cuyas autoridades nunca han respondido a las solicitudes de información.
 Más allá de las cifras, el aspecto más importante de estos conteos es cuántos de esos cadáveres han sido identificados. Es allí donde impera la imprecisión.
 Según las respuestas ofrecidas por la PGR a reporteros de distintos medios de comunicación –entre ellos Proceso–, se ha logrado identificar entre 3% y 20% de los cadáveres que quedan bajo su custodia.
 Roxana Enríquez Farías, directora del Equipo Mexicano de Antropología Forense (EMAF), remarca la importancia de registrar correctamente los datos en una ficha forense: una descripción detallada del cuerpo, sus señas particulares y sus pertenencias, el cálculo de la posible fecha de muerte; así como establecer la cadena de custodia para conservar las pertenencias de la persona fallecida. El objetivo es tener un registro bien organizado y, de preferencia, sistematizado. Ello, señala, permite que menos personas sean enterradas sin nombre.
 En entrevista, Enríquez explica que el tiempo estimado de muerte permite hacer un filtro entre los desaparecidos. Al mismo tiempo, agrupar los datos de los restos por grupos de edad o características similares crea un nuevo tamiz. Comenta que dicha información puede ponerse a disposición de familiares de desaparecidos con el propósito de establecer un “mecanismo de consulta para poder cotejarla”.
 La antropóloga forense participó en la exhumación de los restos del luchador social Rosendo Radilla, desaparecido en los años setenta, así como los de Brenda Damaris, en Nuevo León. Trabajó también en la violenta Ciudad Juárez, donde observó que durante un tiempo se publicaban en los periódicos las descripciones de la ropa de los cadáveres no identificados con el propósito de que las familias pudieran reclamarlos antes de que fueran enterrados de manera anónima en el cementerio municipal. Aunque a mucha gente le parecía una iniciativa de mal gusto, funcionó.
 Eso mismo ocurre en comunidades campesinas de Perú o de Guatemala, donde se realizan exposiciones itinerantes de la ropa de las personas halladas en fosas. En Colombia y Sarajevo se imprimen fotografías con las pertenencias que llevaban los cadáveres a la espera de que alguien llegue a reclamarlos.
 Los manuales de buenas prácticas para manejo de cuerpos en casos de desastres o de violaciones a los derechos humanos, elaborados por organizaciones como la ONU, el Comité Internacional de la Cruz Roja, las organizaciones Mundial y Panamericana de la Salud, así como los protocolos de la propia PGR, mencionan que las ropas, pertenencias y descripciones exhaustivas de los cadáveres son clave para lograr una buena identificación.
 El Libro Blanco que la PGR publicó al final del sexenio de Felipe Calderón informa que se invirtieron 617 millones de pesos para dotar de infraestructura y equipo especializado, con tecnología de punta, a los servicios periciales federales. Presumía la existencia de un sistema automatizado de identificación de huellas dactilares y una base de datos genética que hasta ese momento almacenaba 15 mil perfiles. La plantilla de peritos, además, creció 36%, de mil 51 a mil 432.
 En agosto de 2013, la PGR firmó un convenio de colaboración con el Equipo Argentino de Antropología Forense y organizaciones centroamericanas y mexicanas. Su propósito: identificar a las víctimas de las masacres de 72 migrantes (2010), de las 49 personas halladas en Cadereyta, Nuevo León (2012), y de las cuales sólo existen torsos, así como de los 193 exhumados de las fosas de San Fernando (2011).
 De las osamentas que fueron recuperadas de las tres masacres y que fueron lanzadas a fosas comunes, sólo 15 fueron identificadas; cuatro de ellas eran de las fosas descubiertas en San Fernando en 2011.
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Las dudas de Jovita/MARCELA TURATI
En diciembre de 2012 funcionarios de la PGR le entregaron a la familia Gallegos dos urnas con las supuestas cenizas de sus parientes Luis Miguel e Israel, cuyos cadáveres fueron hallados casi dos años antes en las fosas de San Fernando. Jovita y María Guadalupe, madre y hermana de los muchachos, recibieron las urnas y las enterraron… pero no están seguras de que hayan sido los restos de sus familiares. Sus dudas tienen fundamento: el expediente forense revela que los peritos cometieron errores con las pruebas de ADN. Este caso pone en evidencia un proceder al parecer recurrente en la procuraduría: cremar los restos. Con ello los yerros oficiales se vuelven ceniza.
El 28 de marzo de 2011 los hermanos Israel y Luis Miguel Gallegos Gallegos, de 19 y 22 años, se despidieron de su madre, Jovita, y de sus hermanos y sobrinos. Viajaron a Querétaro para abordar un autobús de la línea Ómnibus de México que tenía Reynosa como primer destino. Ambos masticaban la ilusión de llegar hasta Michigan para reunirse con sus otros hermanos.
Iban decididos a cambiar el paisaje de mezquites, nopaleras, jacarandas y árboles de granada que rodea su modesto ranchito familiar en Tierra Blanca, Guanajuato, construido con años de trabajo indocumentado en Estados Unidos y de veranos de pizcas de jitomate en Zacatecas a cambio de 100 pesos la jornada.
Viajaban con sus primos, Armando y Alejandro Gallegos Hernández, también de Tierra Blanca.
Pero en el camino se les cruzaron Los Zetas a la altura de San Fernando. Vino entonces la barbarie. La muerte por cráneo roto. El entierro a cerro pelón. El desentierro por parte de soldados y peritos de Tamaulipas. El traslado a la Ciudad de México en un tráiler. La plancha metálica del Servicio Médico Forense. El limbo entre los análisis y los trámites burocráticos. El segundo entierro en la fosa común del Panteón de Dolores.
La madre de los Gallegos, Jovita, nunca ha entendido por qué los restos de Israel y Luis Miguel no los regresaron al mismo tiempo que los de sus primos Gallegos Hernández, aunque murieron juntos. El 16 de mayo de 2011 Tierra Blanca había recibido un ataúd con el cadáver de Armando y tres semanas después, el 6 de junio, otro con el de Alejandro.
No eran los únicos guanajuatenses descubiertos en las fosas cavadas por Los Zetas y devueltos a sus familias. También fueron localizados Eleazar Martínez y José Ávila Rosas, de Irapuato; Jorge Antonio Zavala González, de Valle de Santiago, y Raúl Arreola Huaracha, de Celaya. Este último de origen guanajuatense pero con nacionalidad estadunidense, cuya embajada en México reclamó información de su paradero.
Sin embargo, los expedientes de los 120 cuerpos rescatados de las fosas de San Fernando que quedaron bajo tutela de la Procuraduría General de la República (PGR) –a los que tuvo acceso la reportera–, muestran omisiones y errores absurdos.
Tal fue el caso de los expedientes de los hijos de Jovita.
Tres veces ella se hizo pruebas de ADN para que las contrastaran con los cadáveres de la fosa donde fueron hallados los primos de sus hijos.
Un año y nueve meses después, en diciembre de 2012, funcionarios de la PGR le entregaron a la familia Gallegos dos urnas adornadas con querubines, llenas de cenizas. Le aseguraron que ahí estaban los restos de Israel y Luis Miguel. A Jovita todavía se le llenan los ojos de lágrimas al recordar ese momento. No puede hablar.
Es su hija, María Guadalupe, la que lo cuenta: “A mi mamá le dio sentimiento porque así le mandaron a mi papá del otro lado: en cenizas. Decía: ‘¿Cómo es que mis hijos corren la misma suerte?’”.
Ahora es María Guadalupe quien no puede seguir con el relato. Sus ojos parecen un estanque a punto de desbordarse. Fue ella la que recibió las urnas con las cenizas. En la PGR no le dieron más opción. El esposo de Jovita, padre de sus 11 hijos, murió 17 años antes en un accidente carretero cuando trabajaba en Estados Unidos. Treinta mil pesos le cobraban por repatriar el cadáver en un ataúd. No tuvo dinero para ello; por eso, sólo por eso, lo aceptó vuelto cenizas.
“Como los cuerpos ya estaban descompuestos y contaminaban por ahí donde iban pasando, me dijeron que sólo así los iban a dar”, explica María Guadalupe con voz temblorosa. Le pesa como lápida sobre el corazón ese papel que jugó de representar a la familia frente a la burocracia.
Entonces Jovita saca su voz. “Yo le dije: ‘Ai así te los van a dar, ya mejor ni los recibas’. ¿Para qué?”, dice sin mirar a su hija.
Cadena de errores
A las 08:30 horas del 30 de noviembre de 2012, el último día del sexenio de Felipe Calderón, un grupo de funcionarios con una orden judicial, ayudados por panteoneros, abrieron la fosa común donde fueron lanzados los cuerpos de San Fernando. Pasaron todo el día seleccionando los restos que buscaban. Se retiraron al atardecer, cuando los 10 cadáveres que exhumaron se habían convertido en cenizas.
Ocho guatemaltecos fueron cremados junto con los hermanos Gallegos. La PGR los identificó como William, Bilder Osbely, Delfino, Erick Raúl, Gregorio, Jacinto Daniel, Marvin y Miguel Ángel.
El crematorio del panteón de Dolores fue donde se mezclaron los horrores ocurridos en Tamaulipas. Uno de los guatemaltecos había perdido la vida ocho meses antes que el resto, en la matanza de los 72 migrantes ocurrida en agosto de 2010, también a manos de Los Zetas, también en San Fernando. Los demás venían de las fosas halladas en 2011 en ese municipio. Todos habían sido trasladados al Distrito Federal y coincidieron en la misma fosa.
La orden de cremación fue firmada por el agente del Ministerio Público José Rojas, como consta en los oficios en poder de la reportera. Después se explicó que dicha cremación se realizó por razones sanitarias.
No valió la petición que organizaciones de defensa de los derechos de migrantes le hicieron a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) para que impidiera la destrucción de esos 10 cuerpos. Tampoco los argumentos de que no se podían quemar cadáveres si aún no acababa el procedimiento penal en un caso tan grave como el de las masacres perpetradas por Los Zetas; más aún, si los familiares de las víctimas no lo autorizaron.
Pero la CNDH no intervino.
El 2 de diciembre de 2012, un año y nueve meses después de haber sido asesinados y desaparecidos por Los Zetas, los restos de los hermanos Gallegos, vueltos cenizas, fueron enterrados por su familia, bajo una plancha de cemento colado que tiene como único adorno dos cruces de metal financiadas por el ayuntamiento. Ahí quedó escrita como fecha de su muerte el 8 de abril de 2011, el día del hallazgo de las fosas.
Jovita no cree que enterró a sus hijos. Y tiene fundamentos para dudarlo. También para reclamarle al gobierno por una cadena de errores que los funcionarios cometieron en su caso y que resolvieron convirtiendo los cuerpos en cenizas.
El engaño
En las fichas forenses realizadas en abril de 2011, el mismo mes de la exhumación, uno de los dos hermanos Gallegos Gallegos, aparentemente Luis Miguel, el mayor, está registrado como plenamente identificado por su coincidencia con el ADN de Jovita y por las pruebas antropológicas, de dactiloscopia y odontología genética.
Era el cadáver 18 de la fosa 4. Ese mismo mes, el cadáver 15 de la fosa 1 también estaba identificado (vía ADN) como el del primo Armando. En ese momento algo pasó, que el caso quedó en el limbo de la burocracia.
La causa de la tardanza de la identificación podría estar contenida en unos oficios que integran el expediente SIEDO/UEIS/AC/044/2011 y 0092/2012, al cual tuvo acceso esta reportera, en el que se registra que el 2 de junio de 2011 las muestras de ADN de la señora Jovita y de un hijo llamado José fueron confrontadas con el cadáver 18 de la fosa 4. Coincidieron. El dictamen lo firmó el perito Adrián Bautista.
Jovita sabe algo de los orígenes del enredo que dilató la entrega de los cuerpos. Sabe que Luis Miguel fue identificado rápido por la PGR, pero con Israel fue distinto, pues “estaban en duda porque tenía un tatuaje. Daban todas las pruebas bien (de ADN), pero no era (Luis Miguel) porque tráiba un tatuaje como en la espalda”.
Su hija se tensa. La voz se le extingue por los nervios, como reprimiendo el llanto.
Jovita y María Guadalupe dijeron que no recibirían al cadáver tatuado porque ninguno de los Gallegos tenía sellos en la piel. A Israel le gustaba pintarse letras con tinta en la mano pero nunca se había tatuado. Siempre que trabajaban en la casa se quitaban la camiseta; ellas conocían sus cuerpos.
Incrédulas, las mujeres pidieron que les mostraran una fotografía, las ropas que traían esos cuerpos, sus pertenencias, algo, para tener una segunda prueba de que el tatuado era su hijo y su hermano, respectivamente. La respuesta de la PGR fue: no tenemos nada.
Les mintieron.
En el expediente consultado para esta investigación aparecen las fotografías de los hermanos Gallegos y de sus ropas.
La PGR guarda pistas valiosísimas de los cuerpos, como las piezas dentales, las ropas o incluso medallitas, crucifijos y carteras con identificaciones que portaban al morir, pero que no han compartido para hacer que las familias encuentren esa pequeña pista que les devuelva el cuerpo que añoran enterrar.
La única imagen que los funcionarios de la PGR mostraron a Jovita y a su hija fue la engañosa foto de un tatuaje desconocido. Y la dependencia siguió con el engaño.
El 12 de enero de 2012, nueve meses después de que Luis Miguel había sido identificado, en un oficio interno de la dependencia se solicita al funcionario Miguel Óscar Aguilar, director general de la Coordinación de Servicios Periciales, designe a un perito que procese las muestras genéticas tomadas a la madre y ahora también a María Guadalupe para que se elaboren, otra vez, los perfiles genéticos de los dos hermanos y se confronten con dos cadáveres.
El 23 de enero se especifica que la confronta se haría con las muestras del fémur del ya reconocido cadáver 18 y del 22 de la fosa 4. El 11 de mayo se incluye en la orden al cuerpo 44, recuperado en el mismo lugar.
El oficio DGCSP/DSATJ/643/2012, firmado por Martín Ríos Pérez y dirigido al químico Alfonso M. Luna Vázquez, director del área de Biología Molecular, anuncia lo que en la PGR parece una constante: que las muestras habían sido erradas.
“Con carácter de urgente rinda un informe en relación con los hechos derivados del cambio de muestras biológicas relacionadas a los 120 cadáveres localizados en el estado de Tamaulipas relacionados con la averiguación previa PGR/SIEDO/UEIS/197/2011, pues se presume existencia de irregularidades en relación con la recepción de muestras”, se asienta en el oficio.
Una copia de estos documentos llegó a la directora de Servicios Periciales de la PGR, Sara Mónica Medina Alegría.
El escrito pide que se detalle la secuencia de la toma de muestras, además de los nombres del personal que intervino en la operación. Al final de la investigación, dos peritos fueron sindicados como responsables del error: Berna del Carmen Uribe y Pedro Gabriel Suárez.
A partir de ahí, silencio. El expediente que esta reportera consultó se corta en ese tramo, cuando dentro de la PGR se reconocen los errores que afectaban la identificación de varias de las víctimas, como ocurrió en otros casos, por ejemplo el del Campo Algodonero, la matanza de los 72 migrantes o Ayotzinapa.
Lo siguiente que se conoce es que los hijos de Jovita fueron reducidos a cenizas. Con ello las evidencias se volvieron humo. A pesar de conocer el error, aparentemente la PGR no rectificó.
Con dudas, Jovita y su familia enterraron a dos cadáveres que desconocen si eran de su sangre.
María Guadalupe recuerda bien cómo fue el abrupto desenlace: “Dijeron de PGR: ‘Vamos a hacer más estudios, comprobar las muestras’, querían estar seguros. La última vez me dijeron de PGR que sí era él porque daba (positivo) con el ADN de las muestras de mi mamá. No los entregaron. Nos dijeron que todas las muestras daban bien, que mi hermano era el del tatuaje”.
En la PGR le dijeron que antes de asesinarlo le hicieron un tatuaje para obstaculizar su identificación. Esta “lógica” no ha sido suficiente para espantar la incertidumbre que ronda como fantasma por el ranchito de los Gallegos.
“Las dudas no se acaban, pero ya es más tranquilidad que recién pasado. A veces creo que puede pasar lo de las novelas que dicen que cuando ya lo habían enterrado, el difunto de repente llega.”
Jovita sonríe con picardía.
La única certeza que tiene es que enterró para siempre un sueño recurrente y alegre en el que veía a sus dos hijos regresando a casa.
*Marcela Turati realizó la investigación e integró la base de datos con el apoyo del analista Juan Carlos Solís y la reportera Thalía Güido. Carlos Bravo Regidor y Homero Campa fueron responsables de la edición. Carlos Heredia y Ricardo Raphael, del CIDE, son los coordinadores generales del proyecto auspiciado por la Fundación Ford.
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Embrollos y pifias de la Procuraduría/MARCELA TURATI
En el primer registro que la Procuraduría General de la República (PGR) realizó de 120 de los 193 cadáveres exhumados en abril de 2011 de las fosas de San Fernando, Tamaulipas –luego trasladados al Servicio Médico Forense de la Ciudad de México– se aprecian diversos errores y contradicciones que pudieron obstaculizar la identificación.
Entre ellos: discrepancias entre forenses sobre cuestiones tan básicas como el sexo, que en dos casos fue registrado con ambos; expedientes traspapelados con exámenes de otros cuerpos; falta de ubicación de la fosa de la que fueron extraídos o ausencia del número de averiguación previa; toma de muestra genética a la esposa del finado aunque no compartan la misma sangre.
Así, el cadáver 1 de la fosa 1 fue encontrado decapitado. Sin embargo, la ficha forense indica que le aplicaron los exámenes de dactiloscopia, antropología y odontología genética… a dientes que no había.
El 10 de la fosa 4 tiene traspapelados los estudios odontológicos del 7 de la fosa 4.
El 16 de la fosa 4 tenía entre sus pertenencias un documento de identidad, pero, a diferencia de los demás, carecía de perfil genético.
Algunos, como el 42 de la fosa 4 o el 2 de la fosa 1, fueron identificados mediante pruebas de ADN contrastadas con las de algún familiar, pero en el mismo expediente quedó asentado que no estaban identificados.
Llama la atención que cada ficha forense tiene la misma fecha de llenado, como si los médicos hubieran visto el mismo día a la misma hora a un grupo tan amplio de 120 cuerpos. El certificado de defunción data del 12 de abril, el mismo día que llevaron los cadáveres a la morgue de Tamaulipas.
El 20 de abril se fijó como día del embalsamamiento general.
En un informe se señala que el médico forense de la PGR José López Pintor se incorporó a la tarea el 15 de abril, pero en algunas fichas quedó asentada su firma el 14 del mismo mes.
Al cadáver 3 de la fosa 4 le hicieron un examen dactilar de una mano el 15 de abril, y el 22 de la otra.
El 4 de la fosa 1, registrado como de identidad desconocida, llevaba entre sus artículos personales un rosario metálico con cuentas de plástico rojo, dos monedas de dos pesos, una de 50 centavos y un boleto de Ómnibus de México donde normalmente se anota el nombre del pasajero, el número de camión y el asiento.
Situación similar es la del 12 de la fosa 1: fue registrado como desconocido aunque se le encontró un boleto con el nombre del municipio del que salió (Ezequiel Montes, Querétaro), el folio 00470, la fila 06 en un autobús Primera Plus Flecha Amarilla. Entre sus pertenencias había una cintilla azul de 22 centímetros con la leyenda “San Juditas Creo en Ti”.
Los identificados con los números 7 y del 29 al 43 presentan todos sus estudios reglamentarios, pero en sus fichas no se indica ni averiguación previa ni fosa de la que fueron exhumados.
El cadáver 2 parece estar en una situación similar, a la cual se suma un error: el forense de la PGR indica que es mujer; el embalsamador particular registra que es hombre.
Este expediente salta del cadáver 8 al 11, le faltan el 9 y el 10.
El 17 de la fosa 1 fue registrado como identificado por la credencial de elector que llevaba, pero hasta ese momento no se le habían practicado análisis de ADN.
El 26 de la fosa 1 estaba registrado como desconocido aunque sus tatuajes eran inconfundibles: “Protégeme” a cinco tintas, una Virgen de Guadalupe, “Casanova” dos veces, “García”, “GY”, “Alma”, “Nancy”, el rostro de una mujer. (Él fue el primer identificado, fue reconocido por su madre y se apellidaba González Casanova.)
El 4 de la fosa 2 fue identificado por el ADN de su hijo y de su esposa que, a menos de que se hubiera casado con un familiar, no es su consanguínea.
El 5 de la fosa 2 está identificado por el ADN de su madre, pero en la última hoja de la muestra genética se indica que se trata del cadáver 33 de la fosa 1.
El 1 no indica averiguación previa ni fosa. En el informe médico forense de la PGR se indica que tiene sexo femenino, no indica que fue decapitado –como se aprecia en las fotos–, pero en las hojas del expediente se registra que tiene heridas de bala y es masculino.
Todos los cuerpos 1 al 9 extraídos de la fosa 1 tienen una averiguación previa: PGR/SIEDO/UEIS/197/2011.
A partir del cuerpo 1 de la fosa 1 y hasta el 3 de la fosa 2, se repite el número de cadáver en la misma fosa con distinta averiguación previa y distintos datos de identificación.
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Terror en la carretera 101/MARCELA TURATI
En abril de 2011 salió a la luz una noticia que convirtió a San Fernando en sinónimo de “narcohorror”: el hallazgo de 47 fosas clandestinas de las que fueron exhumados 193 cadáveres.­
El secretario de Gobierno de Tamaulipas, Morelos Jaime Canseco Gómez, se apresuró a explicar que la mayoría de las víctimas eran pasajeros de dos autobuses que el 24 y el 29 de marzo de ese año transitaron por la carretera 101 que conecta Ciudad Victoria, la capital del estado, con la frontera norte del país.
 El control que Los Zetas ejercían sobre esa ruta no comenzó en los días previos al hallazgo de las fosas. El camino era suyo desde tres meses antes, por lo menos. Las fichas técnicas de las fosas de San Fernando indican que en éstas había víctimas de ataques anteriores a marzo de 2011 –uno de éstos ocurrido en enero de ese año.
 Durante esos cuatro meses el Estado mexicano cedió a Los Zetas el control de esa importante carretera –una de las principales rutas migratorias hacia Estados Unidos– a pesar de que entre el 16 y el 23 de mayo de 2011 la entonces Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) citó a declarar a 19 choferes y a un gerente de Ómnibus de México. Este último declaró que esa compañía avisó a la delegación de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes en Tamaulipas que grupos armados estaban secuestrando a pasajeros. Pero la dependencia no hizo nada, según reportes internos de la SIEDO a los que tuvo acceso la reportera.
 Estos papeles consignan que la SIEDO confeccionó una lista de 127 pasajeros mexicanos, dos estadunidenses y un guatemalteco que fueron bajados de los autobuses entre el 23 y el 30 de marzo de ese año. Precisan que ocho sobrevivientes indicaron, en diferentes momentos, el lugar donde se encontraban las fosas clandestinas cavadas por Los Zetas. Más aún, los sobrevivientes también señalaron la existencia de campamentos en los que había entre 80 y 90 personas secuestradas.
 San Fernando, Tamaulipas, ya era conocido a escala internacional debido a la masacre de 72 migrantes, los cuales iban en dos camiones de carga que cruzaban ese municipio. En agosto de 2010 sus cuerpos fueron descubiertos a la intemperie porque los asesinos no tuvieron tiempo para enterrarlos.
 ¿Cómo fue posible que la tragedia se repitiera de manera sistemática en el mismo sitio y no se conociera hasta abril de 2011, ya con 193 víctimas mortales?
 El 17 de enero de aquel año los jóvenes Leonardo Rafael Ventura Tavera y Noé Cortés Hernández, de San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, fueron capturados por Los Zetas cuando cruzaban San Fernando en un auto particular. Los familiares de Leonardo interpusieron en Guanajuato una denuncia tres días después del hecho.
 En abril informaron a la Procuraduría General de la República (PGR) que el cuerpo se encontraba en una brecha cuya ubicación les indicó un sobreviviente. En efecto, fue hallado el 8 de abril en esa brecha, cuando las autoridades buscaban las fosas. Pero no fue sino hasta 2015, gracias a la intervención de peritos del Equipo Argentino de Antropología Forense, que funcionarios de la PGR les notificaron del hallazgo; el cadáver había permanecido cuatro años en una fosa común de Tamaulipas. En el traslado a la Ciudad de México perdieron parte del esqueleto.
 Cables diplomáticos
 Antes de que el gobierno de Tamaulipas informara sobre los secuestros de los autobuses ya se contaba con información de que algo pasaba en esa carretera.
 El cable número 20110215 enviado al Departamento de Estado por el consulado de Estados Unidos en Matamoros –y desclasificado por la organización National Security Archive– indica que en febrero de 2011 comenzaron a encontrarse autos calcinados en las carreteras, y empezó a saberse del secuestro de pasajeros que viajaban en autobuses, e incluso de asesinatos por fuego cruzado. Uno de éstos ocurrió el 13 de febrero de ese año, donde falleció una mujer que viajaba en un autobús de la línea Futura, según consignó la agencia Notimex. Un día después 23 pasajeros de un autobús que transitaba por la carretera entre Ciudad Victoria y Matamoros fueron obligados a bajar y despojados de sus pertenencias.
 El cable 20110406, redactado el 6 de abril de ese año –una vez descubiertas las fosas–, menciona los primeros datos que recibió el consulado de Estados Unidos en Matamoros por parte de funcionarios mexicanos: Los cuerpos probablemente eran de narcotraficantes, secuestrados o víctimas de la violencia carretera. El reporte termina con un comentario: “De acuerdo con fuentes oficiales, al menos 24 personas han sido secuestradas en las carreteras de Tamaulipas en semanas recientes, incluido un grupo obligado a bajar de un camión interurbano el 23 de marzo”.
 El cable 20110408, del 8 de abril de ese año, dirigido al Departamento de Estado, revela una historia que apenas comenzaba a publicarse en algunos diarios regionales: “El 19 de marzo miembros del crimen organizado secuestraron a 24 personas de un autobús público originario de San Luis Potosí que viajaba a Reynosa. El 24 de marzo secuestraron a 12 personas de un camión originario de Michoacán. También el 24 plagiaron a los 48 pasajeros de un camión de Guanajuato que iba a Reynosa. Los tres cerca de San Fernando”.
 Secuestros masivos
 Pero no fueron sólo tres casos. Tampoco seis, como declaró tras ser capturado uno de los perpetradores de estos crímenes: Édgar Huerta Montiel El Guache. Según la búsqueda hemerográfica realizada por este equipo de investigación, fueron más los episodios en que Los Zetas detuvieron, secuestraron o asesinaron a pasajeros de autobuses en otras rutas.
 El 17 de marzo y el 5 de abril de 2010 la tragedia había tocado ya a dos grupos de migrantes, el primero de 17 y el segundo de 23 personas. Provenían de los estados de Querétaro, San Luis Potosí e Hidalgo. Desaparecieron cuando se aproximaban a ciudad Miguel Alemán, Tamaulipas, según una nota de El Universal del 17 de marzo de 2011.
 A principios de 2011 se hicieron más frecuentes los plagios masivos, y para marzo de ese año ocurrían con sólo días e incluso horas de diferencia. A las terminales llegaban más maletas que pasajeros. A pesar de ello las líneas de autobuses no dejaron de vender boletos.
 El 18 de marzo de 2011 desaparecieron cinco michoacanos de Purungueo que viajaban en un camión de Ómnibus que salió de Morelia. El 19, según el cable 20110408 de la embajada estadunidense, 24 personas fueron bajadas de un autobús que partió de San Luis Potosí. El 21 de marzo de ese año fueron secuestrados 23 migrantes oriundos de San Luis de la Paz, Guanajuato, que se trasladaban en un autobús particular que se dirigía a Camargo, Tamaulipas.
 El 24 de marzo se registró el rapto de 12 personas que viajaban en un Ómnibus de México que salió de Morelia. Ese mismo día Los Zetas plagiaron a los 48 pasajeros de un autobús proveniente de Guanajuato que iba a Reynosa, según consignó el citado cable 20110408.
 Los días 25 y 26 de marzo fueron detenidos otros camiones de las líneas Ómnibus y Futura que se dirigían a Reynosa y Matamoros.
 El 28 de ese mismo mes otros tres autobuses fueron interceptados por Los Zetas: dos de la compañía Ómnibus de México (uno que partió de Morelia, el otro de Celaya), y el tercero de la línea Futura que salió de Guanajuato con destino a Matamoros. Los tres fueron detenidos a la altura de San Fernando. Sus pasajeros fueron bajados. Los cadáveres de algunos de ellos fueron encontrados en las fosas; otros se encuentran desaparecidos.
 Uno de los pasajeros de ese autobús que partió de Guanajuato era Eleazar Martínez Camacho, quien después sería el primer guanajuatense identificado en las fosas de San Fernando. Viajaba con tres amigos que también desaparecieron. Del mencionado camión de la línea Futura fue bajado un grupo de jóvenes de Irapuato que iban a ser contratados en Estados Unidos como jardineros.
 Un día después, el 29 de marzo, también fue plagiado un autobús que salió de Querétaro con destino a Matamoros. El 1 de abril de 2011 desapareció en un camión Martín Vega Arellano, el primer queretano identificado en las fosas de San Fernando.
 Ha sido difícil determinar las marcas y los números de los autobuses de los que fueron bajadas personas, debido a que pocas notas informativas consignan esos datos y otras confunden el origen y los destinos. De acuerdo con la búsqueda hemerográfica realizada para esta investigación, las líneas que trasladaron a esos pasajeros fueron Ómnibus de México, Transpaís, Futura, ADO y Pirabús.
 Ninguna de las compañías de autobuses ha presentado una queja formal sobre los ataques de los miembros del crimen organizado a los autobuses o a los pasajeros, a pesar del hecho de que los secuestros habían sido generalizados. (…) Las autoridades sólo habían recibido dos reportes no oficiales de dos de los secuestros masivos de pasajeros del 24 de marzo, aunque en privado las autoridades reconocieron que los secuestros son comunes”, dice el citado cable número 20110408.
 El control carretero de Los Zetas se extendió por otras regiones de Tamaulipas y estados colindantes, donde también ocurrieron desapariciones masivas, principalmente en Coahuila y Nuevo León.
 El escándalo mediático por el hallazgo de las fosas no frenó el fenómeno. El periódico de McAllen The Monitor, así como diarios mexicanos y redes sociales, dieron cuenta del secuestro, el 16 de julio de 2011, de cuatro autobuses en San Fernando que fueron rescatados por el Ejército gracias a los mensajes que iban enviando algunos pasajeros.
 Otros secuestros de autobuses se repitieron los días 14, 16 y 29 de septiembre de 2011. En esta última fecha desaparecieron 14 artesanos que viajaban en un autobús marca Dina, modelo 1983, que salió del municipio de Tecamachalco, Puebla, con destino a Tamaulipas.
 En la primera semana de septiembre de 2014 fue detenido otro camión que cubría el trayecto Ciudad Victoria-Matamoros, y del cual seis jóvenes fueron obligados a bajar, según una nota del diario El País publicada el 25 de ese mes.
 En enero de 2015 Tamaulipas encabezaba la lista de casos de secuestro en el país: Según el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), la entidad con más desaparecidos entre 2007 y 2014 es Tamaulipas, con 5 mil 293 casos (23% del total).
 El problema continúa. Las carreteras siguen siendo un peligro. Una alerta del Departamento de Estado, emitida el pasado 13 de abril, pide a sus ciudadanos evitar cualquier carretera de Tamaulipas: “Algunos objetivos de los grupos delictivos son autobuses de pasajeros públicos y privados que viajan a través del estado. Estos grupos a veces toman a todos los pasajeros como rehenes y exigen el pago de rescates’’.

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