23 ago 2015

El embajador en Washington/Olga Pellicer

El embajador en Washington/OLGA PELLICER
REVISTA Proceso # 2025, 22 de agosto de 2015
El reciente nombramiento del embajador en Washington ha producido opiniones diversas. Nadie pone en duda la capacidad académica del doctor Miguel Basáñez; pero varios dudan de que ésta sea suficiente para una buena conducción diplomática. Lo interesante es que la discusión ha versado sobre el perfil del embajador y no sobre las características que han adquirido las relaciones gubernamentales entre México y Estados Unidos en los últimos años.
 Durante el presente siglo, México y Estados Unidos se distinguen por tener relaciones intensas y gobiernos distantes. Es bien conocida la importancia de EU para la vida de nuestra nación. El 78.5% de las exportaciones mexicanas se dirigen hacia ese país; allí vive un 10% de la población mexicana, cuyas remesas son centrales para la balanza de pagos; existe una integración productiva en sectores fundamentales para México como el automotriz y el aeroespacial; las drogas que se producen o transitan por nuestro territorio tienen como destino principal a los consumidores estadunidenses; la cooperación en materia de lucha contra el narcotráfico es indispensable. Estas y otras razones sugerirían encuentros cercanos entre los dos gobiernos, pero no es así. En los últimos años, con excepción de los comienzos de la presidencia de Fox, la relación gubernamental ha sido ríspida, monotemática como lo fue en el gobierno de Calderón, desdibujada como lo es en la actualidad.

 A lo largo de los tres años que lleva en el poder Enrique Peña Nieto, el diálogo con el gobierno de Estados Unidos ha tenido muy baja prioridad. El presidente Obama visitó México en abril de 2013, y ese acto no fue correspondido hasta enero del 2015 por una visita oficial de EPN a Washington. Se trató de un encuentro muy breve, mal comunicado y de escasos resultados visibles. Lo único importante tuvo lugar en conversaciones absolutamente privadas que entablaron ambos presidentes acompañados de un funcionario cada uno. Poco o nada se supo de lo que allí ocurrió.
 Lo anterior no significa que el manejo cotidiano de los problemas que surgen en una relación tan intensa no reciban atención. La amplia red consular de México en Estados Unidos, compuesta por más de 50 consulados de carrera y generales, ejecuta miles de acciones cada día. Sin embargo, dichas acciones no sustituyen un proyecto con líneas estratégicas bien trazadas para alcanzar objetivos claros en los aspectos económicos y políticos de la relación. Tanto los gobiernos del PAN como los del PRI han evitado elaborar tal proyecto.
 La agenda sobre la que trabajan en la actualidad los dos gobiernos es notoriamente pobre, sobre todo si se compara con la de los años inmediatos a la firma del TLCAN, cuando la Comisión Bilateral reunía cada dos años casi a la totalidad del gabinete de ambos países. Ahora está restringida a temas que, sin dejar de tener importancia, son de alcance limitado: la modernización de pasos fronterizos y la cooperación en materia de educación, innovación tecnológica e investigación científica. Esto último es la herencia más notoria que deja el subsecretario de América del Norte de la SRE, quien acaba de retirarse para buscar la Rectoría de la UNAM.
 Desde luego, la cooperación científica es deseable, pero encuentra serios ­obstáculos en las restricciones presupuestales que enfrentan ambas naciones, así como en la escasa preparación de los estudiantes mexicanos para acceder a las altas ligas de investigación en EU. El intercambio se centra, entonces, en cursos ad hoc y en estancias cortas para adquirir habilidades y mejorar el idioma. Así, quizá se llegue en 2020 a los 100 mil estudiantes mexicanos en Estados Unidos que se deseaban.
 Desde el punto de vista económico, nada importante ha sucedido después de que se anunció –durante la visita de Obama en 2013– la creación de un Grupo Binacional de alto nivel dirigido a dialogar y buscar acuerdos sobre cómo acompañar los esfuerzos del sector privado para la mayor integración económica de ambos países. Las declaraciones sobre los pocos encuentros que ha tenido dicho grupo son puramente retóricas. Para disminuir costos y traslados, los encuentros ocurren ahora por Skyp; signo de los tiempos o de la escasa prioridad que merecen.
 Por lo que toca a los temas de seguridad, la información es esencialmente opaca. Ni siquiera es claro si la Iniciativa Mérida perdura, y no se sabe cuántos fondos tiene ni en qué se utilizan. No se conoce una evaluación de los resultados de ese programa de cooperación. En otro orden de cosas, mientras el entendimiento en materia de inteligencia permitió la captura de grandes capos, pareció que la cooperación funcionaba. Empero, la fuga del Chapo Guzmán permite sospechar que la desconfianza hacia México es el sentimiento dominante en las agencias de seguridad estadunidenses.
 El tema de la migración, un problema siempre presente en la relación con Estados Unidos, ha sido tratado de manera errática por el gobierno mexicano. Cierto que los consulados brindan, por ejemplo, ayuda para obtener los documentos que se requieren en el propósito de lograr la legalización decretada por el presidente Obama (misma que se encuentra paralizada por decisiones judiciales). No obstante, en términos conceptuales se ha optado por una posición muy discutible, como es opinar que la política migratoria es un asunto puramente interno de Estados Unidos.
 Los asuntos de mayores consecuencias en la relación con EU los conducen de manera independiente empresarios, narcotraficantes, trabajadores indocumentados, académicos, periodistas, agencias diversas del gobierno. No existe la intención, por parte de los responsables de la política exterior, de establecer una hoja de ruta que oriente en cierta dirección esa compleja relación. La filosofía de los actuales dirigentes seguramente les aconseja que la misma sea establecida por las fuerzas del mercado. ¿Cuáles serán en tales circunstancias las instrucciones que se den al embajador?

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