Jesucristo, el hombre/ Ramón Gómez Arribas es abogado.
Inmerso en esa contradicción aparente, figura la magnífica historia de la película 'El manantial de la doncella', obra maestra de Ingmar Bergman que vi en mis años jóvenes, impresionándome la escena del granjero nórdico cuando increpa a Dios diciendo, más o menos porque cito de memoria, «viste el horror de la violación y muerte de mi hija y no lo evitaste, después viste el espanto de mi venganza y tampoco lo impediste» y con voz desgarrada, de verdadera desesperación, grita «¡Señor!, no te comprendo» y cae de rodillas.
Pues bien, si en lugar de ser la ficción de una obra literaria, se tratara de una realidad viva, Dios le podría haber contestado (Señor, ¡perdóname por atreverme a interpretarte!) con frases como esta: «Fue mi Hijo el que se encarnó para vivir entre vosotros y compartirlo todo con los hombres. Y vi que siendo el que había llamado Predilecto, porque aspiraba a que todos los hombres me llamaran Padre, sufrió la injusticia de un juicio inicuo y la condena, seguida de vejaciones y dolores terribles en el pretorio de Jerusalén y le vi después cargando con un madero en el que fue clavado y en el que sufrió la muerte… Lo vi y tampoco lo evité, pudiendo haber enviado una miríada de ángeles, pero no lo hice».
Periódicamente y tal vez porque se ignora o no se recuerda a tiempo esta realidad en la historia de la redención, cada vez que se produce algún acontecimiento terrible, provocado por las fuerzas de la naturaleza, como recientemente los terremotos de Siria y Turquía, o por la maldad de los hombres, como la guerra en Ucrania, se plantea de nuevo esa interrogación entre la existencia del mal y la bondad de Dios, pero la Encarnación de Jesús en un ser humano real y completo es, sin duda ninguna, el consuelo que permite aceptar lo negativo de la historia y la misma existencia del mal y el dolor, sin más que mirar la escena del Gólgota.
Estas reflexiones que me han acompañado toda la vida han provocado un interés inmenso por la humanidad de Jesús, que creció como niño, sin saber que era Dios y que cuando una mañana lo descubrió, seguramente también entre el asombro y el miedo, se fue al templo en Jerusalén con ocasión de una visita de sus padres y se puso a enseñar las Escrituras entre el estupor de los doctores de la Ley, los escribas y los fariseos y pasadas las horas, cometió la 'travesura' de no regresar a tiempo, cuando la caravana de los habitantes de Nazaret que habían acudido a cumplir el precepto de la Pascua iniciaron el regreso, provocando, al descubrir sus padres la ausencia, una preocupación natural, hasta que le encontraron en el propio templo y que solo fue respondida con esa frase enigmática que un Jesús casi adolescente dirige a san José y a la Virgen María: «¿No comprendéis que tenía que ocuparme también de las cosas de mi Padre?», añadiendo el Evangelio que, a pesar de ese disgusto que dio a sus padres, Jesús continuó bajo su autoridad «creciendo en edad, saber y gobierno».
Ya hemos dicho que esa contradicción es el antecedente inevitable de la Gloria de la Resurrección, prevista para el último día y para todos los hombres, es decir, cuando se extingan el tiempo y el espacio, en el que se alberga el Universo material, pero que fue anticipada en Jesucristo, dentro del mundo y del espacio-tiempo.
Este es el misterio que se celebra cada año en el aniversario de los acontecimientos que cerraron la salvación de los seres humanos hacia la eternidad y que tiene lugar en una conmemoración durante una semana, que solo bajo este prisma puede ser contemplada con esperanza.
La rica imaginería religiosa en España ha servido para escenificar, en los pasos de Semana Santa, las escenas de aquella Pascua en la que Jesús de Nazaret, verdadero Dios, pero también verdadero hombre, consumó la obra redentora y salvadora por la que había venido al mundo material, supliéndose, al menos en nuestra patria, la circunstancia histórica y cultural de que en el pueblo judío no se reproducían imágenes, al contrario de lo que aparece en el arte greco-romano.
Así hemos podido ver con los ojos un Cristo sufriente, como se expresa con crudeza magistral en la película 'La Pasión de Cristo' de Mel Gibson, un hombre capaz de soportar enormes tormentos para ofrecer, en el último minuto, una queja profundamente humana y que desgarra el alma de los cristianos, cuando exclama «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?».
Pero toda esta tragedia, que nos muestra la parte más humana de la figura de Jesucristo, no tendría sentido sin todo lo que sucedió a partir de la madrugada del domingo siguiente, cuando el sepulcro, que había facilitado José de Arimatea, apareció vacío. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que ha resucitado?». Y a partir de ese momento, esa fe, que desafiando la razón nos muestra un Dios poderoso, infinitamente poderoso, que se somete a su propia creación para anunciar un nuevo mundo, en el que «Dios habitará entre los hombres», se extendió por toda la Tierra, cubriendo de esperanza la vida de los seres humanos.
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