Dice Borges que los libros son una extensión secular de la imaginación y la memoria de los hombres y que, en cierto modo, todos los libros son sagrados. Yo lo creo también, porque, como sucede con todas las cosas santas, a los libros no les han faltado sacrilegios ni profanaciones por lo menos desde el siglo V antes de Cristo, cuando los de Protágoras sobre los dioses fueron condenados al fuego por los hombres.
Los hombres más fuertes, o más listos, de la tribu, que inventaron el Estado, trataron de quebrar la imaginación y escamotear la memoria de los hombres prohibiendo o destruyendo los libros que odiaban: así lo hicieron el primer emperador Qin de China, Shi Huangdi (213 antes de Cristo), o el primer emperador nazi de Alemania, Adolf Hitler (1933), y muchos más entre ellos y después de ellos. Otros hombres, que se consideraban a sí mismos más buenos y más sabios que los demás, inventaron las Iglesias y destruyeron la inocencia. Prohibieron y quemaron libros, y pronunciaron excomuniones y fatuas desde los tiempos de los apóstoles hasta las caricaturas de Mahoma. Aun otros hombres, que se consideraban a sí mismos más justos que los demás, se erigieron en custodios de la moral y decidieron sobre la vida y la muerte de los libros. Como el cura del Quijote, que en el expurgo de la biblioteca del hidalgo le dice al barbero que arroje al corral a Don Olivante de Laura, de Antonio Torquemada, “por disparatado y arrogante”; como los republicanos franceses de 1882 que desahuciaron de las bibliotecas a Herodoto y Maquiavelo; como los escritores-burócratas estalinistas que impidieron la publicación del Requiem, de Anna Ajmátova; como los falangistas y curas franquistas que prohibieron la lectura de las fábulas de La Fontaine, los poemas de Verdaguer o las novelas (ejemplares) de Cervantes.
Ninguno de estos hombres venció a la imaginación ni a la memoria, que son más fuertes que el odio y la estupidez y, en la larga lucha entre el libro y el poder, éste acabó siempre derrotado. Tiberio mandó destruir los libros de Cordo, pero Tácito sabía que el emperador no podría borrar el recuerdo del senador y que su talento perseguido ganaría en autoridad: punitis ingeniis gliscit auctoritas. Así se ha repetido en la historia: en 1958 un tribunal obligó al editor francés Jean Jacques Pauvert a destruir su edición de las obras de Sade, pero tan sólo 32 años después Gallimard publicó en la “Bibliothèque de la Pléiade”, con gran éxito, las obras completas del muy humano marqués. A principios del siglo pasado se publicó en Viena Die Lebengeschichte einer Wienirischen Dirne, von ihr selbst erzählt (”Vida de una puta vienesa contada por ella misma”), autobiografía de una tal Josefine Mutzenbacher, en la que contaba cómo a los 10 años había sido iniciada en el sexo por su padre, sus hermanos y varios sacerdotes de un barrio obrero de Viena, y narraba, con pelos y señales, una vida de culto y devoción a Venus. Toda aquella obscenidad perseguida fue rescatada por Gallimard en 1998. Por cierto que la autora del libro no era la tal “Josefine Mutzenbacher”, sino Sigmund Salzmann, hijo de un rabino y presidente del PEN austriaco que se iba a hacer famoso en todo el mundo con la obra que escribió con el seudónimo de Felix Salten: …Bambi. Su ingenio, que había dado a luz a una zorra, también sabía parir cervatillos. Tan fuerte y potente es la imaginación de los hombres que, muchas veces, se ha vuelto contra los mismos que trataban de cercenarla dejándolos con el seso al aire: la Gestapo quemó la Teoría de los números irracionales, del matemático Waclaw Serpinski, porque les pareció peligrosa, como se lo pareció a los Videla y a los Galtieri El principito de Saint-Exupery, que hicieron quemar en Córdoba. Los sicarios del general uruguayo Gregorio “Goyo” Álvarez, permitieron la entrada en su país de El Capital, cuyo título les parecía respetable, pero condenaron a la hoguera La Revolución dietética o La cuba electrolítica.
Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo del libro vuelve a ser amenazado. Ciertos caballeros de cuyo nombre no vale la pena acordarse están dirigiendo en los Estados Unidos una cruzada contra el libro A visit to Cuba ("Vamos a Cuba"), de Alta Schreier, publicado en 2001 por la editorial Heinemann, para que sea prohibido y exiliado de todas las bibliotecas escolares del condado de Miami Dade. Estos demócratas tratan de proteger a sus hijos de las “hirientes e injuriosas tergiversaciones” ("hurtful & insulting dis-tortions") del libro, al que acusan de pornográfico y destinado a la adoración satánica ("devil worship"). En primer lugar, denuncian la imagen de cubierta: cinco niños cubanos sonríen, felices, a la cámara. Quizá ven algo pornográfico en sus manos trenzadas y en su amontonamiento carnal. O, tal vez, amantes del tropo, vean la pornografía en la felicidad de sus rostros. Los adoradores del diablo no pueden distinguirse a simple vista, pero quién sabe si esos niños no serán descendientes de aquellos guajiros de San Juan de los Remedios, donde está el Güije de la Bajada, boca del infierno, donde Lucifer -o Changó, que en esto hay disputa- se aparecía entre las ceibas y los jagüeyes por las casimbas del Seborucal, camino de Camajuaní. Aunque lo peor está en el texto del libro: allí se dice, entre otras enormidades, que los niños cubanos comen… ¡arroz con pollo! A los nuevos inquisidores tanta hipérbole les solivianta. Supongo que tienen en sus retinas, y en sus almas, la visión de unos boyeritos famélicos que, ocultos en las guardarrayas del campo de Villa Clara, comen funche y, rehuyendo los cuerazos, se roban guarapo de las pailas, camino del batey. O, tal vez, la de unos niños habaneros, zamacucos y cenceños, que se pasan el día tumbados en el Fanguito, junto al Almendara, tratando de saciar el hambre con jutías o manjuaríes.
En la raíz del combate contra la imaginación y la memoria están el odio y el miedo de los hombres a los hombres. No se trata simplemente de exterminar al otro, también hay que despojarle del último vestigio de su condición humana. Los entusiastas honderos de la democracia que han denunciado A visit to Cuba querrían borrar de la memoria de los hombres la lucha de la Revolución cubana contra la explotación y la desigualdad, el establecimiento de un sistema sanitario como no existe en ningún otro país de América, la creación de una política de educación universal con 20 alumnos por clase en la escuela primaria y 30 en los institutos, con medio millón de estudiantes en universidades que han dado al país legiones de ingenieros, médicos y científicos, con una televisión pública que dedica más de la mitad de su programación a cuestiones educativas y culturales… Y ello con una economía sodomizada sin vergüenza y sin castigo por los Estados Unidos. Sólo quieren que quede, de aquella Cuba, la memoria de la tiranía de Fidel Castro, de la dictadura del partido único, de la ausencia de libertades, de la falta de democracia, de los balseros, de las mentiras que contaban sobre la felicidad de los niños y el arroz con pollo. Ahora, cuando el tiempo va a morir en los brazos esta vez de un comandante, nosotros, los demócratas, exigimos sin tregua a los cubanos que hagan una transición pacífica a la democracia. Nosotros, los demócratas, encerrados con tantos juguetes, sólo queremos que los cubanos pasen a gozar cuanto antes de las ventajas de la democracia realmente existente, aunque para ello tengan que renunciar a su memoria. Quizá deban renunciar también a su imaginación como nosotros hemos abjurado de la nuestra, aquella que, cuando éramos jóvenes, nos llevó ante “el corredor que no tomamos, hacia la puerta que no abrimos”. Y si en algún momento de debilidad el latigazo de la consciencia nos arranca algún suspiro por lo que pudo haber sido y no fue, los sacerdotes que custodian el fuego sagrado ante la tumba de la historia nos envían, con una mueca de asco y desprecio, al hades de la nostalgia ridícula y de la locura trasnochada. Está bien, vayámonos todos al infierno, pero tengamos un último hálito de decencia: no les digamos a los cubanos cómo deben buscar la libertad, la igualdad y la solidaridad; que construyan, si quieren, su utopía en este mundo; vivamos 100 años nuestra propia soledad de hombres encantados y dejemos que esas generaciones de niños cubanos, que, quizá, son felices y comen arroz con pollo, tengan una segunda oportunidad sobre la tierra.
Tomado de El País, 16/11/2006.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario