Los provocados respetables/Félix Ovejero Lucas*
Para Ernesto Garzón Valdés, quien tanto sabe de estas cosas.
La provocación es cosa rara. Hubo un tiempo en el que provocar se juzgaba saludable. Ya saben, aquello de épater le bourgeois. Hoy provocar resulta más complicado. Con el tiempo los épatantes han acabado por dirigir exposiciones. Sin ir más lejos, un señor que come mierda y que, por supuesto, se proclama transgresor, es acogido en los siempre bien dispuestos presupuestos culturales de municipios y autonomías y otro que, naturalmente, no es menos transgresor que el anterior, desde una televisión pública es jaleado mientras se caga en los extremeños que escupen en la mano que les da de comer.
Sin embargo, en otras ocasiones, la provocación parece gozar de peor reputación. A nuestros políticos les basta acudir al conjuro de “es una provocación” para eximirse de su deber de dar explicaciones. En particular, los nacionalistas tienen una natural disposición a sentirse provocados, por ejemplo, cuando les mientan el Tribunal Constitucional. Y más allá de las batallas domésticas, no faltan quienes comprenden la reacción de los fundamentalistas islámicos ante las provocaciones a las que se ven expuestos. En fin, que parece imponerse alguna meditación acerca de esos provocados respetables, sobre esas provocaciones que sustituyen a las razones y que llevan a condenar a unos, los provocadores, y a exculpar comprensivamente a los otros, a los provocados.
Va de suyo que la provocación se desencadena cuando a alguien le disgusta o molesta lo que hace otro. Pero el disgusto es tan sólo un requisito de la provocación. Algunas cosas más singularizan al provocado respetable. Lo primero es que los que se sienten provocados tienen poder y están en condiciones de hacer uso de él, de amenazar con sentirse provocados. Quienes viven en la miseria podrían considerar una provocación que alguien pueda gastar dinero en viajes espaciales para ver la Tierra desde el espacio exterior. Pero no parece que esas provocaciones quiten el sueño a nadie, al menos mientras los perdedores no estén en condiciones de ponerse tremendos. Sencillamente no dicen nada. Tal vez porque saben que, faltos de poder, su indignación carece de importancia, tal vez porque, contaminada su propia mirada por la visión de los poderosos, han perdido los reflejos morales y ya les parece bien ese orden del mundo. Perdido el respeto de los otros han perdido, con él, su propia autoestima, su dignidad. Y quien no se juzga digno de ser respetado no puede ser provocado. Quien no tiene poder -o quien no cree tenerlo- no puede ser provocado.
Los provocados que nos preocupan son otros. Se saben poderosos y procuran hacérnoslo saber. Invocan la provocación para justificar su reacción. Se vuelven contra el provocador pero, en realidad, cuando acusan a alguien de provocar no hablan del otro sino de ellos. Nos dicen que se sienten provocados y que el otro debe atenerse a las consecuencias. Se presentan como el eslabón inexorable de una cadena causal a la que se entregan como quien se resigna a una fatalidad. El problema no radica en que algo les disguste. Al tolerante también le irritan muchas cosas. Pero no por ello considera que deban prohibirse y, desde luego, no amenaza con las consecuencias de su irritación. Admite que hay cosas que le molestan, pero que no por ello deben desaparecer. Subordina su propia molestia a un principio más general de convivencia.
El provocado respetable se presenta como un reaccionario en sentido literal. Simplemente, reacciona. Sin más. Es un incontrolado de sí mismo, incapaz de echar el freno. Entre la acción que le molesta, su enojo y su represalia no hay lugar para la meditación. En ese sentido se muestra poco humano. Los humanos, y no sólo los humanos, somos capaces de tener pensamientos y emociones sobre pensamientos y emociones, nuestros y de los otros. Por ejemplo, podemos sentir vergüenza por tener miedo. El provocado respetable es menos sofisticado. Es como la bola de billar que se desplaza al ser golpeada por otra.
Eso, al menos, es lo que dice al explicar su conducta: “es que me han provocado”. En realidad, es menos bola de billar de lo que quisiera. Su intento de explicarse, de justificar su acción, le delata. Apela a la provocación para dar cuenta de su comportamiento y en esa misma apelación reconoce que es su valoración del hecho “provocador” la que le lleva a actuar. Se ha parado a pensar y no lo ignora. Por esa razón nos producía risa el chiste de Quino en el que un empresario le decía a un atribulado empleado: “¡Claro, para usted, yo soy el maldito explotador! Pero, ¿no pensó nunca que yo, el maldito explotador, soy un producto social? ¿No pensó nunca que todos somos un poco culpables de mi situación? ¡Usted, por ejemplo! ¿Qué ha hecho usted para evitar que yo, el maldito explotador, me desbarrancara por esta vida de lujo y riqueza?”. Si reconoce su condición y la invoca, deja de servirle como justificación. Hace trampas.
Alguien podría intentar disculpar a los provocados comparándolos a los jugadores compulsivos o a los enamorados sin remedio, conscientes de su situación, pero incapaces de adueñarse de ella. Los acráticos de Aristóteles. Tienen una debilidad, lo saben, pero no pueden hacer nada contra ella. No cabría reprocharles nada, víctimas como son de su flaqueza. Pero el argumento, complicado para referirse a los individuos, no sirve para partidos, empresas o Estados. Las organizaciones no están unidas por sistemas nerviosos. Sus acciones son el resultado final de decisiones colectivas. Están expuestos a los juicios de muchos. El acrático se deja llevar por su peor yo, pero los colectivos no son un yo dividido, esquizofrénico.
Pero la mayor patología de los provocados respetables ni siquiera les sucede a ellos. Es la que desencadenan en otros que los “comprenden”, que vuelven su gesto condenatorio contra los provocadores, sin otra razón que la ira del provocado. Mejor dicho, sin otra razón que el poder, la amenaza de provocado respetable. Sucede con quienes recomiendan no molestar al Islam, pero también con quienes no dan otra razón para justificar una política exterior que no enemistarse con “el país más poderoso de la Tierra”, con quienes juzgan que no deben tomarse medidas que disgusten a los poderes económicos o quienes, al justificar el “diálogo con los violentos”, encuentran sutiles matices morales entre el dilema “te mato, si no me das lo que quiero” y el de “si no me das lo que quiero, te mato”. En todos esos casos, cuando el argumento se desnuda, el poder de los irritables es la única razón para la “comprensión moral”. Al final, las razones del siervo siempre acuden a la cita de los poderosos indignados.
*profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona
*profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona
Tomado de EL PAÍS, 24/11/2006.
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