- Delito del silencio/ Federico Mayor Zaragoza*
*Presidente de la Fundación Cultura de Paz y copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones
Tomado de EL PAÍS, 30/11/2006):
La Administración de Bush ha promovido la aprobación de una norma -aunque es de esperar que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos evitará este despropósito- por la que se suprime respecto a ciertos detenidos la protección del hábeas corpus, una de las grandes conquistas de la humanidad y uno de los pilares de la democracia. Y silencio. En contra de lo que cabría esperar, no se ha producido la respuesta inmediata y severa de tantas instituciones y personas que deberían hacerlo y, sobre todo, por parte de la Unión Europea. La callada por respuesta. Guantánamo, vuelos “secretos”… Silencio. ¡Cuántos acontecimientos nocivos podrían evitarse si se hablara a tiempo! Lo advirtió Martín Luther King: “Nuestras vidas empiezan a acabarse el día que guardamos silencio sobre las cosas que realmente importan”.
En el pasado español, Quevedo -”No he de callar por más que con el dedo…”- y Garcilaso de la Vega -”Yo que tanto callar ya no podía…”- expresaron el deber de hablar. En mi experiencia -lo he comentado en muchas ocasiones- hay un silencio peor que el de los silenciados, de los que no hablan porque no pueden o no saben: es el silencio de los silenciosos, de los que callan pudiendo y debiendo hablar. Y, así, la “voz que pudo ser remedio, por miedo no fue nada”.
El peor de los silencios es el institucional. El que guardan entidades que, por su propia naturaleza, conocen los temas y no deberían dejar pasar la oportunidad de expresarse. Las universidades, las academias, la comunidad científica… deberían estar particularmente atentas, sobre todo cuando se trata de cuestiones que pueden conducir a situaciones potencialmente irreversibles. Los patólogos -médicos, biólogos moleculares, sociales, etcétera- saben bien que no sólo hay que aplicar el tratamiento adecuado, sino que hay que hacerlo antes de que el proceso que se trata de corregir haya alcanzado un punto de no retorno. Entonces, el mejor correctivo es totalmente ineficaz.
Sucede que andamos distraídos, ocupados en exceso en cosas urgentes y secundarias, y preocupados por noticias que, con frecuencia progresiva, proporcionan una visión incompleta y altisonante, cuando no sesgada, de la realidad. El resultado neto es que somos receptores, espectadores pasivos, resignados a ver “qué pasa”, “qué hacen”… Ante la confusión conceptual actual, en un mundo que sufre las consecuencias de que se hayan sustituido los valores universales por las leyes de mercado y en el que las asimetrías de todo orden no cesan de incrementarse, es apremiante que, pacíficamente, se produzca un gran clamor popular que, por su extensión y firmeza, logre corregir las tendencias presentes que representan unos horizontes tan sombríos para las generaciones futuras, nuestro compromiso supremo.
Y que este clamor induzca a los líderes europeos -a Europa corresponde hoy, por muchas razones, este papel de faro y torre de vigía- a expresarse, claros, rotundos, convincentes. Los Estados Unidos necesitan voces amigas, independientes, que les hagan ver que la época de la discrecionalidad de las decisiones sobre política exterior, empeñada en identificar “enemigos” a los que se acomete siempre por la fuerza, ha terminado. Que ni Europa ni América Latina van a seguir ciegamente arbitrarias políticas económicas, militares o culturales que impliquen dominación o prevalencia.
Ante la creciente pobreza que genera el proceso de “globalización” liderado por los países más prósperos, silencio. Ante la deslocalización productiva hacia el Este y directiva hacia el Oeste, silencio. Ante los grandes desafíos que significan la incorporación de China y la India al crecimiento planetario, silencio. Silencio ante la aceptación de regímenes dictatoriales -aunque la gente trabaje en condiciones laborables lamentables- porque benefician a la economía de mercado y de guerra en la que estamos viviendo. ¿Cuánto gastamos al día en armamento? ¿Cuántos miles de millones de dólares se han gastado en la adquisición de armas -incluidas “bombas racimo”- los distintos países, algunos de ellos manifiestamente pobres, en los últimos cinco años? ¿A quién pertenece África? ¿A qué manos van a parar los inmensos réditos de la explotación de los recursos naturales de países cuyos ciudadanos no tienen después unas migajas que llevarse al plato? ¿Cuándo acabaremos con los paraísos fiscales para que podamos abordar con posibilidades de éxito la lucha contra el tráfico de drogas, que tantos estragos produce, de armas, de personas…? ¿Cuándo aplicaremos, como se decidió en las Naciones Unidas en el año 2000 y se ha reiterado en 2005, los Objetivos del Milenio, para luchar contra el hambre y el sida, y construiremos viviendas para todos en lugar de cohetes y artificios bélicos? Alguien debe tomar la iniciativa de esta nueva era consistente en hablar en lugar de imponer. Debería ser Europa y sus instituciones, sus centros de enseñanza superior, sus artistas y creadores… los que iniciaran el camino histórico del rearme intelectual que el mundo ansía.
Unamos nuestras voces para conseguir unas Naciones Unidas realmente representativas de “Nosotros, los pueblos”… como establece el primer párrafo de la Carta. Unas Naciones Unidas de tal naturaleza, que con todo el sistema de instituciones que representa, incluyendo desde luego el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio, pueda garantizar a escala internacional el cumplimiento de los acuerdos económicos, sociales, medioambientales, culturales y éticos. Y donde, todos juntos, se haga frente con la adecuada visión prospectiva a los grandes desafíos de la humanidad: energía, agua, nutrición, salud…
Unas Naciones Unidas capaces de hacer frente a los transgresores que hoy habitan en el espacio supranacional con la mayor impunidad, con frecuencia al abrigo de corporaciones multinacionales cuya codicia no tiene límites.
Unas Naciones Unidas capaces de practicar un multilateralismo eficiente, donde la seguridad venga de la justicia, de la diligencia para transformar la fuerza en diálogo.
Frente a la inercia, voluntad de cambio. En estos albores de siglo y de milenio, es más necesario que nunca estar ojo avizor, con perseverancia para evitar la indefensión y los excesos de políticas basadas en la paz de la seguridad. La “legítima lucha contra el terrorismo se ha utilizado como pretexto para privar o revocar derechos humanos”, declaró Koffi Anan ante la Asamblea General en septiembre de este año.
Para que la Unión Europea recupere la credibilidad perdida, los países “occidentales” no pueden seguir siendo “interlocutores altivos”. No se cumplen los Objetivos del Milenio, especialmente en África. La inmensa tragedia de los inmigrantes subsaharianos que llegan desesperados a las costas de la abundancia se debe a que las condiciones de vida en sus pueblos de origen son inhumanas. Vienen hacia nosotros porque nosotros, reiteradamente, hemos incumplido las promesas de ir hacia ellos, al tiempo de que nos beneficiábamos de sus recursos naturales: petróleo, gas, peces, frutos, minerales… Los muros -sin que sea necesario añadir ahora otros, por favor- son ya altos y numerosos. Y las heridas profundas. No es con el olvido como se resolverá el futuro. Es con la memoria.
Nos acercamos a la época de la participación masiva en la que, a través de Internet y de los teléfonos móviles (SMS) la gente empezará a implicarse activamente en los asuntos públicos. Creo que la era de la resignación y del silencio están, por fortuna, terminando. Sería por eso especialmente conveniente que Europa tuviera el liderazgo de un movimiento ya imparable.
Que las generaciones que llegan a un paso de nosotros no nos acusen de silencio cuando tan perentoria es nuestra voz. En pie de paz, infatigables en la resistencia, a favor de la democracia auténtica. Que nunca puedan decirnos: “Esperábamos vuestra voz. Y no llegó”. El silencio puede llegar a ser delito.
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