- Vistazo a Miami/Por Jorge Edwards
Al comienzo entiendo bastante poco del español de Miami. Tengo la impresión de que entiendo menos que en etapas anteriores, y no sé por qué razón. ¿Porque me he chilenizado más, porque mi oído se ha puesto más provinciano, más lugareño? En todo caso, en los detalles, por razones prácticas, prefiero pasarme al inglés. Una camarera me pregunta si quiero cerveza “de la botella”. Como no tenía de barril, de presión, le contesto que sí, de la botella. Entonces me trae la botella y no me trae vaso. Es que mucha gente, me explica más tarde, prefiere beberla en esa forma, empinándola y tragándola desde el gollete. Gente que viene del Far West o del Middle West, de las películas de vaqueros. Por mi parte, observo los malentendidos verbales y me divierto. Pero los editores no son optimistas y se divierten poco. Dicen que la ambición de todo hispano que consigue emigrar al sur de los Estados, por las buenas o por las malas, consiste en aprender inglés lo antes posible. De manera que el mercado de libros en español, en contra de todas las expectativas superficiales, es débil y tiende a debilitarse todavía más. Ni los inmigrantes italianos leen al Dante, ni los hispanoamericanos leen a Cervantes o a Jorge Luis Borges. Y los inmigrantes que escriben, ya que la manía de escribir es universal, tienden a hacerlo en lengua inglesa.
Los edificios modernos crecen en Miami como las callampas: muchos temen que se produzca un exceso de oferta y que los departamentos y las oficinas no puedan venderse. En líneas generales, intuyo aspectos inquietantes y hasta asustadores en el horizonte. ¿Qué pasaría si la gente dejara de comprar automóviles, casas en la costa, yates, aparatos electrónicos de toda clase? Se vive en el mundo del dinero plástico, del crédito interminable, de los ciudadanos endeudados desde niños, hasta la camisa y por generaciones. Cuando la capacidad de pago llegue al límite, el castillo de naipes podría derrumbarse. Y habría que volver a empezar. Es decir, el capitalismo a la norteamericana es como el mito de Sísifo. Y la angustia, la ansiedad, el miedo al futuro, son emociones contagiosas.
La Feria del Libro se realiza en una parte vieja de la ciudad, en salas universitarias y en galpones callejeros. El día domingo en la noche penan las ánimas. Me resigno a dirigirme a un auditorio vacío, pero de repente empieza a salir gente no se sabe de dónde y llena la sala. Hay una notoria mayoría de cubanos y de chilenos, pero no faltan los colombianos, los mexicanos, los peruanos y uno que otro brasileño. Tengo la intuición de que los rioplatenses brillan por su ausencia. Y los norteamericanos de habla inglesa, desde luego. Ahora bien, es un auditorio educado, comprensivo, atento, que suelta la risa con gran facilidad. Fueron a escuchar mis comentarios actuales sobre Persona non grata, un libro que ya está cerca de cumplir los treinta y tres años, pero se quedaron sorprendidos con las historias de El inútil de la familia. Lo que ocurre, pienso, es que la tradición hispánica está llena de inútiles, de holgazanes familiares, de ovejas negras. En la Feria del Libro de Madrid, en mayo del año pasado, había grupos que miraban la tapa del libro y exclamaban: “¡Mira, hay que regalarle esto a Pepito, a Manolo, a Fulanito!”. “¿Y quién es el inútil?”, preguntaban en Miami durante el turno de la firma de ejemplares. Yo mismo, primero que nadie, contestaba, y ellos, por halagarme, por buena educación, por lo que fuera, replicaban: “Usted es un inútil muy útil”. Pero no estoy tan convencido, no les creo demasiado. Me gustaría ser útil en alguna cosa, al menos en calidad de voz que clama en el desierto, y no lo consigo. La semana anterior me retaron en público por el delito de manifestar una relativa solidaridad con Fernando Flores en el caso de Chiledeportes. Lo único que había hecho el senador Flores, más allá de consignas partidarias, era manifestar un rechazo sin concesiones, un deseo de transparencia. Ya ven ustedes. No estoy muy seguro de que tengamos remedio. Entre otras razones, por nuestra tendencia irresistible a politizarlo todo y a partir de ahí a excluir. Algunas de mis opiniones recientes, dicen por ahí, son o han llegado a ser “de derecha”, y por lo tanto, aunque tenga la veleidad de votar por la izquierda, mis palabras ya no tendrían validez alguna. Es una forma de negación de la independencia intelectual, de la auténtica libertad, pero la gente supuestamente política no suele mirar más allá de sus narices. Son formas menores, degradadas, de la vida política, y si no les damos algo más de altura, vamos mal. Antes de formular una idea que me parece válida, no me pregunto si es de derecha o de izquierda, si es correcta o incorrecta. Pero los censores, a la vuelta de la esquina, están bien preparados, con sus tijeras listas.
El auditorio de Miami me pregunta por la transición cubana. ¿Cómo cree usted, señor, que se darán las cosas? Y les contesto algo evidente: no soy adivino político, no tengo ninguna capacidad para leer el porvenir. Pero noto, a través de los años, un fenómeno evolutivo que no carece de interés. A comienzos de la década de los noventa, en un semestre en el que hice clases en la Universidad de Georgetown, los cubanos con que me encontraba en un café, en un bar, en cualquier parte, en Washington o en Miami, eran abrumadoramente pinochetistas. Y siempre tuve la impresión de que soñaban con una transición violenta, con algo parecido a una devolución. Hace poco, en Madrid, el poeta cubano Raúl Rivero, ex prisionero político en las cárceles fidelistas y ahora exiliado, me aseguró que esa situación había cambiado mucho, que el exilio cubano se había democratizado. En la rueda de preguntas de la sesión inaugural de Miami tuve una sensación parecida, no sé si provocada por un exceso de optimismo de parte mía. Había, en cualquier caso, una notoria simpatía por el Chile actual y por las figuras de Ricardo Lagos y de Michelle Bachelet. Algo ha cambiado, en consecuencia, pensé, y algo podría seguir cambiando. Y tuve también la impresión de que el triunfo electoral avasallador de los demócratas influía de alguna manera en el ambiente. El Estado de Florida sigue siendo una excepción republicana, pero una de las conclusiones electorales más claras es que el voto hispano cambió de tendencia. Aunque no lo parezca, esto es importante para el presente y para el futuro, el de la isla e incluso el de los Estados Unidos. Un exilio cubano más democrático y una Casa Blanca menos agresiva, que acepta su derrota en Irak y saca las consecuencias internacionales del asunto, pueden influir de una manera más conciliadora, menos peligrosa, en la transición que se acerca.
A todo esto, las encuestas norteamericanas de estos días indican que la mayoría del país desea una clara intervención del Partido Demócrata en la política exterior. En otras palabras, la guerra de Irak ha sido un factor decisivo en los resultados electorales. La gente quiere que los demócratas cumplan con la misión que se les ha encargado y cambien la línea oficial. No existen ambigüedades a este respecto. La mayoría piensa que el nuevo Congreso subirá los impuestos y por lo visto no se opone. También cree que el costo efectivo de las medicinas vendidas bajo receta médica será menor. Y está segura de que el nuevo Congreso votará en favor del retiro de las tropas de Irak. Es, como vemos, un cambio anunciado y de fondo. A partir de enero del año próximo empezaremos a verlo en acción. Y si Fidel Castro ya no regresa al poder para celebrar su cumpleaños postergado, el próximo 2 de diciembre, y si tampoco lo hace en los primeros meses del año 2007, empezaremos a ver otras cosas. Los cubanos de Miami ya tienen sus botellas de champaña listas, como ocurría en España en las primeras semanas de noviembre de 1975. ¿Y qué pasa, entretanto, en el interior de Cuba? Me preguntan a menudo por la opinión de los cubanos de adentro, y mi respuesta es siempre la misma: no sabemos una sola palabra sobre lo que piensan los cubanos de adentro. El miedo es cosa viva y permanente, es el veneno de la existencia cotidiana de allá. He conocido a cubanos que parecían castristas furiosos en el interior y que en el momento mismo de escapar de Cuba, al colocar un pie en el aeropuerto de Madrid, de Roma, de cualquier parte, se transformaban en apasionados anticastristas. Presenté hace poco un libro en Santiago de Chile. Al entrar en la sala, un hombre de alrededor de sesenta años, de acento cubano inconfundible, se precipitó a saludarme del modo más efusivo. Había sido, dijo, el funcionario de la seguridad estatal encargado de vigilarme en La Habana y había conseguido escapar por Bulgaria. ¿Cómo había conseguido llegar hasta el remoto Chile? La explicación del misterio se encontraba en una historia de amor. Había que buscar a la chilena. Aun cuando el personaje me habría pulverizado a fines de 1970, hablamos con simpatía humana. Me acordé de mi última conversación en Madrid con Raúl Rivero. No sólo el exilio tiene ahora una cara más democrática. También, a juicio suyo, la oposición interior ha crecido y ha madurado. Cuando llegué a La Habana en diciembre de 1970 me encontré con un Fidel Castro que ya no era el mismo de 1959, el primer año de la revolución: el hombre, envejecido, tenía la cara marcada por el fracaso de la zafra azucarera. El de ahora, fotografiado en su cuarto de hospital, filmado mientras camina con pasos de robot, parece una caricatura y un fantasma. Los de Miami ya lo dan por muerto, pero ellos tienen una visión alterada, deformada por la pasión. El personaje podría vivir años, pero ya será, sea como sea, una sombra de sí mismo. Me imagino las exclamaciones delirantes que habría lanzado Heberto Padilla, el poeta, el autor de Fuera de juego. No bastaba, sin duda, con quedarse afuera y tomar palco. ¡Qué historia, qué drama de las personas, de la nación entera, la del exilio y la de adentro!
Tomado de EL PAIS; 1/12/2006
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