10 jun 2007

La lucha por el secularismo

La lucha por el secularismo, entonces y ahora/Raphaël Hadas-Lebel, Presidente de la Cámara Social del Consejo de Estado y profesor asociado en el Instituto de Estudios Políticos de París.
Resulta una extraña ironía que Francia se prepare para celebrar el centenario de la ley del 9 de diciembre de 1905, que separó la Iglesia del Estado, en el preciso momento en que unos disturbios han conmocionado sus ciudades, pero a lo largo de toda la historia de Francia las pasiones siempre han rodeado los papeles desempeñados por la Iglesia y el Estado, aun cuando no se pueda establecer una vinculación directa entre los disturbios recientes y el ejercicio de la laicidad francesa.
La lucha entre la Iglesia y el Estado por el dominio político se remonta a la Edad Media, cuando los juristas de Felipe el Hermoso impusieron el poder real sobre la Iglesia Católica Romana en Francia. Siglos después, la Revolución Francesa ofreció libertad de conciencia y de religión en toda Francia.
El feroz anticlericalismo del período revolucionario dio paso a unas relaciones Iglesia-Estado más equilibradas mediante el Concordato acordado en 1801 entre Napoleón y el Papa Pío VII, acuerdo que se sigue aplicando en la actualidad en Alsacia y en algunas partes de Lorena.
A lo largo de todo el siglo XIX, el papel público del catolicismo originó luchas crueles entre los partidarios del clero y sus oponentes, que reflejaban un conflicto más esencial entre los partidarios de la República y quienes abogaban por un regreso al orden antiguo. A partir de 1880, a medida que la República fue arraigando, surgió una ideología secular encaminada a emancipar las instituciones estatales –el sistema educativo, por encima de todo– de la influencia clerical.
La secularización de la escuela y después la lucha contra las congregaciones religiosas estuvieron marcadas por batallas apasionadas. Con el estallido del caso Dreyfus, la cuestión religiosa apareció con mayor claridad que nunca como una importante cuestión política.
De modo que la ley de 1905, considerada por muchos el texto fundacional del secularismo francés, fue la culminación de un largo proceso histórico. Aunque puede parecer una declaración de guerra a la religión, en muchos sentidos su objetivo principal era el apaciguamiento. Su primer artículo declara que la República reconoce la libertad de conciencia y "garantiza la libre práctica del culto con las únicas restricciones (…) impuestas (…) por la necesidad de mantener el orden público". Su artículo segundo específica que "la República no reconoce, sufraga ni subvenciona culto alguno".
Así, pues, el Estado garantiza la libertad de culto, pero no se inmiscuye en el funcionamiento de los diferentes organismos religiosos. El Tribunal Supremo de Francia, llamado Consejo de Estado, ha consagrado este principio fundamental: las restricciones a la fe para proteger el orden público son legítimas, pero no deben impedir a las personas practicar su culto. De modo que la ley de 1905, que estableció el proceso de mantenimiento de un estado secular denominado laicidad, refleja un equilibrio entre dos fines: el rechazo del control estatal de la religión y el rechazo de la ocupación del Estado por la religión.
Francia es el único país europeo que proclama su carácter secular en su constitución, mientras que la Ley Fundamental de Alemania hace referencia a Dios y la Constitución irlandesa a la Santísima Trinidad. Las relaciones Iglesia-Estado en toda Europa son extraordinariamente diversas. Algunos países tienen una Iglesia estatal (Reino Unido, Dinamarca, Finlandia, Grecia), otros, como Francia, afirman su secularismo y otros combinan la separación de Iglesia y Estado con un trato especial a ciertas confesiones (España, Italia, Irlanda, Suecia y Portugal) u ofrecen ese reconocimiento (Alemania, Bélgica, Austria, Luxemburgo), pero, en realidad, los países de la UE tienen más en común de lo que se puede inferir a partir de sus diferencias.
En los últimos años, se ha puesto cada vez más en tela de juicio la concepción francesa de un Estado secular por la influencia en aumento del Islam, que ahora es la segunda religión de Francia, al menos por el número de adeptos. Para ayudar al Islam a encontrar su lugar entre las religiones de Francia, el Estado alentó la creación de un organismo que representara a todos las comunidades musulmanas francesas. Durante el último decenio, el debate sobre la prohibición del velo a las estudiantes musulmanas provocó una nueva ronda de controversia sobre el significado de la laicidad. Una mayoría de los profesores franceses consideraba que la decisión de llevar velo formaba parte de un movimiento organizado y encaminado a poner en tela de juicio la neutralidad religiosa de las escuelas… e incluso impugnar, como hizo la Iglesia Católica Romana hace siglos, los principios mismos de la Ilustración. Esa aparente provocación fue lo que movió a los legisladores a actuar, pues temieron una división comunitaria dentro del sistema educativo. Después de dos años de experimentación, esa renovada declaración de la primacía de la laicidad en Francia parece un éxito indiscutible.
Más recientemente, se han renovado las peticiones de renovación de la ley de 1905 con el fin de resolver algunas dificultades concretas, como, por ejemplo, la de cómo financiar la construcción de mezquitas musulmanas. La proclividad de Francia hacia la política sumamente ideológica no ha hecho sino agravar un debate ya polarizado.
Así, pues, una vez más mucho está en juego en ese debate. La ley de 1905 señaló una transacción sobre una batalla divisoria que no se debe volver a reñir. Una nueva guerra religiosa está fuera de lugar en Francia. De hecho, si se lo compara con la situación existente en otros países democráticos, el secularismo oficial ya no parece ser simplemente otra excepción francesa. Al contrario, el secularismo –sea cual fuere su marco jurídico particular– y la democracia están entrelazados. Así deben seguir.

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