Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Excelsior, 30/01/2008;
El Popeye y el cardenal: la conjura inexistente¿Qué pueden tener en común Jorge Carpizo, Diego Valadés, Antonio Lozano Gracia, Jorge Madrazo, Rafael Macedo de la Concha, Daniel Cabeza de Vaca y Eduardo Medina Mora, fuera de que, en los últimos quince años, proviniendo de las más distintas corrientes políticas e ideológicas, de formaciones hasta encontradas, los siete fueron procuradores generales de la República? Pues según el cardenal Juan Sandoval Íñiguez y el secretario de Gobierno de Jalisco, Fernando Guzmán Pérez, todos ellos están conspirando para esconder la verdad del asesinato del cardenal Posadas Ocampo, con el fin de ocultar un crimen político que, según el prelado y el funcionario panista, se orquestó desde el poder, más precisamente desde la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Lo triste del asunto es que estos personajes, en quince años, han repetido una y otra vez esa versión, han acusado de complicidad a todos los procuradores y jamás han mostrado, ni al público ni a las autoridades, una sola prueba que respalde sus dichos. Y ahora, con la detención en Tijuana de Alfredo Araujo Ávila, apodado El Popeye, uno de los principales sicarios del cártel de los Arellano Félix, acusado de ser autor material del asesinato del cardenal y del atentado que sufrió en 1997 el periodista Jesús Blancornelas, estos personajes, en lugar de congratularse porque puede surgir la verdad sobre el caso, han redoblado sus denuncias y ha llegado el cardenal Sandoval Íñiguez a decir que el sicario podría ser “comprado” (quince años, cuatro presidentes y siete procuradores después), para que confirmara la versión original del crimen.
A mí tampoco me convence la versión de la confusión, aunque, pese a lo que digan el prelado y el secretario de Gobierno, no es descabellada. No me convence, con base en las razones exactamente contrarias a las señaladas por estos personajes. Primero, porque el cardenal Posadas era un hombre cercano a Salinas de Gortari y fue uno de los principales negociadores de la reforma a las relaciones entre la Iglesia y el Estado (junto con el entonces nuncio Girolamo Prigione) y estaba destinado a ser el arzobispo de la Ciudad de México (una responsabilidad que finalmente, luego del asesinato, ocupó Norberto Rivera Carrera). ¿Qué sentido tendría para Salinas de Gortari ordenar la muerte de alguien que consideraba uno de sus principales contactos con la Iglesia y a quien se suponía impulsado, desde afuera y desde adentro del gobierno, para posiciones mayores? Por otra parte, el cardenal Posadas había sido obispo de Tijuana, precisamente en el momento de mayor auge de las llamadas narcolimosnas: obras como el Seminario del Río, el más lujoso de América, se asegura que fue financiado con ellas. De Tijuana lo trasladaron a Cuernavaca y de allí a Guadalajara. ¿Quiere esto decir que el cardenal Posadas, que fue obispo o cardenal de tres grandes centros del narcotráfico, tenía algo que ver con ese hecho ilícito? Seguramente no, pero conocía del tema al detalle. También lo debería conocer Sandoval Íñiguez, porque fue obispo coadjutor y luego obispo en Ciudad Juárez en los años de crecimiento del cártel de Amado Carrillo.
Pero esas son especulaciones, lo más sospechoso fue la protección, desde un primer momento, de estos sectores de la Iglesia católica al cártel de los Arellano Félix: un hombre de los más cercanos al cardenal Posadas, el padre Gerardo Montaño Rubio, entonces director del famoso seminario de Tijuana, llegó al extremo de crear una fe de bautismo falsa, para ofrecerle una coartada a los hermanos Arellano Félix y así argumentar que Benjamín y Ramón ese día no estaban en Guadalajara, sino como padrinos en Tijuana. Se descubrió desde un primer momento que era mentira, que el documento fue falsificado. Y no pasó nada. Peor aún, el mismo padre Montaño, fue quien meses después llevó, personalmente, a los Arellano Félix, a la Nunciatura Apostólica en el DF, a dos reuniones con el nuncio Girolamo Prigione. Y tampoco pasó nada. Durante algunos años el padre Montaño estuvo refugiado en un convento en California, protegido por la jerarquía eclesiástica y, ya entrado el foxismo al poder, regresó a Baja California, donde sigue ocupando importantes responsabilidades en la Iglesia. Y no pasó nada. Nadie, muchos menos Sandoval Íñiguez, ha querido explicar por qué actuó de esa forma el padre Montaño Rubio, por qué fue protegido de manera tal que, hasta el día de hoy, quince años después, no tenemos ni siquiera una versión de las razones que lo llevaron a falsificar una fe de bautismo para proteger a dos narcotraficantes acusados del asesinato de un cardenal.
El hecho es que de Carpizo a Medina Mora, de Lozano Gracia a Macedo de la Concha, todos los procuradores que han investigado el tema, desde 1993 a la fecha, coinciden en que fueron los Arellano quienes mataron al cardenal, ya fuera por confusión o en forma premeditada. Y que el crimen tiene relación directa con el narcotráfico. Desconcierta que hombres tan influyentes en la Iglesia vuelquen todos sus esfuerzos en desvirtuar esa investigación y después de quince años no puedan aportar una sola prueba dura que respalde sus dichos. Peor aún, que conscientemente se brinden coartadas y protección a una organización criminal, con el fin de deslindarla de esos hechos.
Insisto: no sé si la tesis de la confusión es la más verosímil, tampoco sé si había razones inconfesables que llevaran a ejecutar un atentado contra el cardenal Posadas. Sí queda claro que la acción del grupo que conforman el cardenal Sandoval, Guzmán Pérez y otros personajes, en vez de buscar esclarecer las cosas, las confunden conscientemente y que sus dichos no se sustentan en datos duros que puedan ser verificados. Al contrario, para fortalecerlos, han recurrido a la protección de criminales. Y eso hace todo más sospechoso aún.
A mí tampoco me convence la versión de la confusión, aunque, pese a lo que digan el prelado y el secretario de Gobierno, no es descabellada. No me convence, con base en las razones exactamente contrarias a las señaladas por estos personajes. Primero, porque el cardenal Posadas era un hombre cercano a Salinas de Gortari y fue uno de los principales negociadores de la reforma a las relaciones entre la Iglesia y el Estado (junto con el entonces nuncio Girolamo Prigione) y estaba destinado a ser el arzobispo de la Ciudad de México (una responsabilidad que finalmente, luego del asesinato, ocupó Norberto Rivera Carrera). ¿Qué sentido tendría para Salinas de Gortari ordenar la muerte de alguien que consideraba uno de sus principales contactos con la Iglesia y a quien se suponía impulsado, desde afuera y desde adentro del gobierno, para posiciones mayores? Por otra parte, el cardenal Posadas había sido obispo de Tijuana, precisamente en el momento de mayor auge de las llamadas narcolimosnas: obras como el Seminario del Río, el más lujoso de América, se asegura que fue financiado con ellas. De Tijuana lo trasladaron a Cuernavaca y de allí a Guadalajara. ¿Quiere esto decir que el cardenal Posadas, que fue obispo o cardenal de tres grandes centros del narcotráfico, tenía algo que ver con ese hecho ilícito? Seguramente no, pero conocía del tema al detalle. También lo debería conocer Sandoval Íñiguez, porque fue obispo coadjutor y luego obispo en Ciudad Juárez en los años de crecimiento del cártel de Amado Carrillo.
Pero esas son especulaciones, lo más sospechoso fue la protección, desde un primer momento, de estos sectores de la Iglesia católica al cártel de los Arellano Félix: un hombre de los más cercanos al cardenal Posadas, el padre Gerardo Montaño Rubio, entonces director del famoso seminario de Tijuana, llegó al extremo de crear una fe de bautismo falsa, para ofrecerle una coartada a los hermanos Arellano Félix y así argumentar que Benjamín y Ramón ese día no estaban en Guadalajara, sino como padrinos en Tijuana. Se descubrió desde un primer momento que era mentira, que el documento fue falsificado. Y no pasó nada. Peor aún, el mismo padre Montaño, fue quien meses después llevó, personalmente, a los Arellano Félix, a la Nunciatura Apostólica en el DF, a dos reuniones con el nuncio Girolamo Prigione. Y tampoco pasó nada. Durante algunos años el padre Montaño estuvo refugiado en un convento en California, protegido por la jerarquía eclesiástica y, ya entrado el foxismo al poder, regresó a Baja California, donde sigue ocupando importantes responsabilidades en la Iglesia. Y no pasó nada. Nadie, muchos menos Sandoval Íñiguez, ha querido explicar por qué actuó de esa forma el padre Montaño Rubio, por qué fue protegido de manera tal que, hasta el día de hoy, quince años después, no tenemos ni siquiera una versión de las razones que lo llevaron a falsificar una fe de bautismo para proteger a dos narcotraficantes acusados del asesinato de un cardenal.
El hecho es que de Carpizo a Medina Mora, de Lozano Gracia a Macedo de la Concha, todos los procuradores que han investigado el tema, desde 1993 a la fecha, coinciden en que fueron los Arellano quienes mataron al cardenal, ya fuera por confusión o en forma premeditada. Y que el crimen tiene relación directa con el narcotráfico. Desconcierta que hombres tan influyentes en la Iglesia vuelquen todos sus esfuerzos en desvirtuar esa investigación y después de quince años no puedan aportar una sola prueba dura que respalde sus dichos. Peor aún, que conscientemente se brinden coartadas y protección a una organización criminal, con el fin de deslindarla de esos hechos.
Insisto: no sé si la tesis de la confusión es la más verosímil, tampoco sé si había razones inconfesables que llevaran a ejecutar un atentado contra el cardenal Posadas. Sí queda claro que la acción del grupo que conforman el cardenal Sandoval, Guzmán Pérez y otros personajes, en vez de buscar esclarecer las cosas, las confunden conscientemente y que sus dichos no se sustentan en datos duros que puedan ser verificados. Al contrario, para fortalecerlos, han recurrido a la protección de criminales. Y eso hace todo más sospechoso aún.
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