Enrique Krauze.
Discurso con motivo de la XX reunión de Embajadores y Cónsules de México en Palacio Nacional y ante la presencia del Presidente Calderón.
Viernes, 9 de Enero de 2009
Señor Presidente de la República, Felipe Calderón;
señora Secretaria de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa.
Señoras y señores embajadores y cónsules de México.
Espero que la honrosa invitación de hablar esta tarde ante ustedes se haya hecho atendiendo a mi carácter de historiador y no de profeta. Entre las antiguas profesiones humanas, la de historiador conserva algún lustre pero la de profeta ninguno, así de grande ha sido su incapacidad de previsión en hechos tan trascendentales como el derrumbe de la Unión Soviética, la adopción del capitalismo en China, el ascenso del terrorismo fundamentalista, el cambio climático y la depresión económica global.
Por eso sería insensato de mi parte perfilar el futuro del mundo. Las fuerzas en juego han nublado el horizonte llenándolo de temores y prejuicios, al grado de hacernos dudar de la viabilidad misma del planeta. Aún así, alguna lección debemos extraer de la historia.
Me atrevo a recordar una sola: el mundo ha vivido y superado pruebas más difíciles que las actuales. Tan sólo en el Siglo XX, dos guerras mundiales y guerras de toda índole, civiles, étnicas, nacionales, regionales, religiosas, cobraron centenares de millones de víctimas y provocaron una destrucción material sin precedente.
El Siglo XXI no tiene por qué seguir ese camino. La conciencia moral ha hecho progresos. La guerra, que por milenios fue consustancial al género humano, no es ya, como atestiguamos ahora, con los hechos lamentables de Oriente Medio, una dimensión admisible para la opinión pública occidental.
Ese mismo repudio de Occidente a la guerra, con sus atroces imágenes que recorren la Tierra en un instante, está afectando la imagen de México, relegando injustamente los progresos tangibles que hemos logrado en estos últimos años.
Se olvida adentro y se ignora afuera el mérito de haber construido en apenas dos décadas, no sin sobresaltos, injusticias, excesos y errores, una economía abierta, diversificada y parcialmente moderna. Y el mérito aún mayor de haber conquistado, esa es la palabra, una transición democrática más aterciopelada que la de Praga: el país de la alquimia electoral creó el IFE, el país de la Presidencia imperial eligió un Congreso de oposición, el país del centralismo dispersó el poder en estados y municipios, el país del partido único abrió paso a la alternancia, el país de la transa y la corrupción introdujo una Ley de Transparencia, el país de la dictadura perfecta instauró las más amplias libertades cívicas.
Pero lo cierto es que vivimos una guerra. A la luz de nuestra historia, desde 1929 hasta hace unos pocos años, pienso con tristeza en el puerto de abrigo y la isla de paz que fuimos y que acaso podremos volver a ser.
Pero entiendo también que esta guerra interna contra el crimen organizado era la guerra que el destino y la geografía nos tenía deparados. Es una guerra imprevista, injusta, brutal, incierta. Es una guerra sin ideología, sin nobleza, sin rostro, sin reglas, sin cuartel. No sé si podemos ganarla. Sé que debemos librarla y que valerosamente la estamos librando.
Sería absurdo esperar modificaciones impensables en los usos y costumbres en torno al consumo de drogas en Estados Unidos. Pero es mucho lo que los mexicanos podemos hacer para mejorar la realidad y la imagen de la realidad en el exterior. Pienso en cuatro puntos concretos.
Construir, como estamos ya haciendo, nuestro aparato de seguridad. En esto, y en casi todo, debemos disipar las nubes de teoría y la ideología, pensar y aprender a pensar con sentido práctico, y modificar con empeño y rigor nuestras cárceles, policías, leyes, sistemas de Inteligencia, servicios de información, tecnologías, estrategias de comunicación, etcétera.
Hay que abandonar la esperanza en cambios súbitos y gigantescos, que nunca ocurren, y mejorar las cosas poco a poco y en concreto. Es una tarea que no sólo corresponde al Gobierno: si somos ciudadanos de México y no inquilinos de México, todos debemos participar.
Dos. Recuperar la concordia. La frase bíblica formulada por Lincoln parece destinada a nosotros: Una casa dividida contra sí misma no puede sobrevivir.
Las próximas elecciones ofrecen una buena ocasión para que los partidos políticos den muestras de una civilidad que podría refrendarse durante el Bicentenario. Y cuando llegue el 2010, no debemos concentrarnos en conmemorar los movimientos insurgentes y revolucionarios solamente, sino en recordar todo lo que los mexicanos hemos edificado a lo largo de 200 años en diversas ramas de nuestra vida.
Cuando una persona cumple años no sólo recuerda el día del parto, con todo y sus dolores, sino que hace un balance de su existencia. Ese debe ser, me parece, el sentido vinculante de las fiestas.
Tercero. Dar un giro a nuestra relación con los Estados Unidos. En días pasados, a una pregunta expresa de un amigo sobre los sitios álgidos del mundo, Condoleezza Rice respondió: off the record, por supuesto, son Pakistán y México.
Es evidente que la percepción de México como un Estado fallido comienza a permear en los corredores de Washington. Para revertir la tendencia no basta la publicidad: hace falta, además de los resultados tangibles en la guerra contra el crimen, imaginar e instrumentar una nueva relación con Estados Unidos que avance en los puntos de la agenda bilateral, pero sobre todo los persuada de modificar su cómoda percepción del tráfico de drogas y la violencia.
Son ellos quienes mayormente consumen las drogas, y son ellos quienes con lasitud irresponsable nos surten las armas.
Pero tampoco aquí basta la tarea diplomática. Necesitamos llegar al público a quienes los políticos representan y esa labor rebasa la diplomacia. Escritores, periodistas, artistas, académicos, debemos proyectar a México al exterior. No se trata de que nos quieran: se trata de que nos conozcan.
Cuarto. Para alcanzar una mayor respetabilidad global, debemos conquistar, reconquistar, recordarían algunos, un liderazgo moral y político en América Latina.
La deseable transición en Cuba ofrece una oportunidad de respetuosa colaboración. Después de todo tenemos una legitimidad de origen: fuimos los únicos en mantener relaciones con la isla durante la Guerra Fría.
Otra carta es la defensa de los valores democráticos en el Continente: practicar afuera lo que predicamos adentro. La celebración del Bicentenario abre también un campo de conocimiento, debate y solidaridad con los pueblos hermanos.
Concluyo con una nota personal. El sábado pasado leí en la revista Forbes que México está a punto de convertirse en un Estado fallido. El domingo comí en el Centro y vi a las familias mexicanas caminar plácidamente por las calles, como hace siglos. Sé que esa paz tiene algo de ilusorio, pero aquellas caras mexicanas no engañan.
No son inquilinos de este país. Llevan generaciones de habitarlo y amarlo. Debemos proyectar esas caras al mundo exterior. Muchas gracias.
Señoras y señores embajadores y cónsules de México.
Espero que la honrosa invitación de hablar esta tarde ante ustedes se haya hecho atendiendo a mi carácter de historiador y no de profeta. Entre las antiguas profesiones humanas, la de historiador conserva algún lustre pero la de profeta ninguno, así de grande ha sido su incapacidad de previsión en hechos tan trascendentales como el derrumbe de la Unión Soviética, la adopción del capitalismo en China, el ascenso del terrorismo fundamentalista, el cambio climático y la depresión económica global.
Por eso sería insensato de mi parte perfilar el futuro del mundo. Las fuerzas en juego han nublado el horizonte llenándolo de temores y prejuicios, al grado de hacernos dudar de la viabilidad misma del planeta. Aún así, alguna lección debemos extraer de la historia.
Me atrevo a recordar una sola: el mundo ha vivido y superado pruebas más difíciles que las actuales. Tan sólo en el Siglo XX, dos guerras mundiales y guerras de toda índole, civiles, étnicas, nacionales, regionales, religiosas, cobraron centenares de millones de víctimas y provocaron una destrucción material sin precedente.
El Siglo XXI no tiene por qué seguir ese camino. La conciencia moral ha hecho progresos. La guerra, que por milenios fue consustancial al género humano, no es ya, como atestiguamos ahora, con los hechos lamentables de Oriente Medio, una dimensión admisible para la opinión pública occidental.
Ese mismo repudio de Occidente a la guerra, con sus atroces imágenes que recorren la Tierra en un instante, está afectando la imagen de México, relegando injustamente los progresos tangibles que hemos logrado en estos últimos años.
Se olvida adentro y se ignora afuera el mérito de haber construido en apenas dos décadas, no sin sobresaltos, injusticias, excesos y errores, una economía abierta, diversificada y parcialmente moderna. Y el mérito aún mayor de haber conquistado, esa es la palabra, una transición democrática más aterciopelada que la de Praga: el país de la alquimia electoral creó el IFE, el país de la Presidencia imperial eligió un Congreso de oposición, el país del centralismo dispersó el poder en estados y municipios, el país del partido único abrió paso a la alternancia, el país de la transa y la corrupción introdujo una Ley de Transparencia, el país de la dictadura perfecta instauró las más amplias libertades cívicas.
Pero lo cierto es que vivimos una guerra. A la luz de nuestra historia, desde 1929 hasta hace unos pocos años, pienso con tristeza en el puerto de abrigo y la isla de paz que fuimos y que acaso podremos volver a ser.
Pero entiendo también que esta guerra interna contra el crimen organizado era la guerra que el destino y la geografía nos tenía deparados. Es una guerra imprevista, injusta, brutal, incierta. Es una guerra sin ideología, sin nobleza, sin rostro, sin reglas, sin cuartel. No sé si podemos ganarla. Sé que debemos librarla y que valerosamente la estamos librando.
Sería absurdo esperar modificaciones impensables en los usos y costumbres en torno al consumo de drogas en Estados Unidos. Pero es mucho lo que los mexicanos podemos hacer para mejorar la realidad y la imagen de la realidad en el exterior. Pienso en cuatro puntos concretos.
Construir, como estamos ya haciendo, nuestro aparato de seguridad. En esto, y en casi todo, debemos disipar las nubes de teoría y la ideología, pensar y aprender a pensar con sentido práctico, y modificar con empeño y rigor nuestras cárceles, policías, leyes, sistemas de Inteligencia, servicios de información, tecnologías, estrategias de comunicación, etcétera.
Hay que abandonar la esperanza en cambios súbitos y gigantescos, que nunca ocurren, y mejorar las cosas poco a poco y en concreto. Es una tarea que no sólo corresponde al Gobierno: si somos ciudadanos de México y no inquilinos de México, todos debemos participar.
Dos. Recuperar la concordia. La frase bíblica formulada por Lincoln parece destinada a nosotros: Una casa dividida contra sí misma no puede sobrevivir.
Las próximas elecciones ofrecen una buena ocasión para que los partidos políticos den muestras de una civilidad que podría refrendarse durante el Bicentenario. Y cuando llegue el 2010, no debemos concentrarnos en conmemorar los movimientos insurgentes y revolucionarios solamente, sino en recordar todo lo que los mexicanos hemos edificado a lo largo de 200 años en diversas ramas de nuestra vida.
Cuando una persona cumple años no sólo recuerda el día del parto, con todo y sus dolores, sino que hace un balance de su existencia. Ese debe ser, me parece, el sentido vinculante de las fiestas.
Tercero. Dar un giro a nuestra relación con los Estados Unidos. En días pasados, a una pregunta expresa de un amigo sobre los sitios álgidos del mundo, Condoleezza Rice respondió: off the record, por supuesto, son Pakistán y México.
Es evidente que la percepción de México como un Estado fallido comienza a permear en los corredores de Washington. Para revertir la tendencia no basta la publicidad: hace falta, además de los resultados tangibles en la guerra contra el crimen, imaginar e instrumentar una nueva relación con Estados Unidos que avance en los puntos de la agenda bilateral, pero sobre todo los persuada de modificar su cómoda percepción del tráfico de drogas y la violencia.
Son ellos quienes mayormente consumen las drogas, y son ellos quienes con lasitud irresponsable nos surten las armas.
Pero tampoco aquí basta la tarea diplomática. Necesitamos llegar al público a quienes los políticos representan y esa labor rebasa la diplomacia. Escritores, periodistas, artistas, académicos, debemos proyectar a México al exterior. No se trata de que nos quieran: se trata de que nos conozcan.
Cuarto. Para alcanzar una mayor respetabilidad global, debemos conquistar, reconquistar, recordarían algunos, un liderazgo moral y político en América Latina.
La deseable transición en Cuba ofrece una oportunidad de respetuosa colaboración. Después de todo tenemos una legitimidad de origen: fuimos los únicos en mantener relaciones con la isla durante la Guerra Fría.
Otra carta es la defensa de los valores democráticos en el Continente: practicar afuera lo que predicamos adentro. La celebración del Bicentenario abre también un campo de conocimiento, debate y solidaridad con los pueblos hermanos.
Concluyo con una nota personal. El sábado pasado leí en la revista Forbes que México está a punto de convertirse en un Estado fallido. El domingo comí en el Centro y vi a las familias mexicanas caminar plácidamente por las calles, como hace siglos. Sé que esa paz tiene algo de ilusorio, pero aquellas caras mexicanas no engañan.
No son inquilinos de este país. Llevan generaciones de habitarlo y amarlo. Debemos proyectar esas caras al mundo exterior. Muchas gracias.
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