Retrospectiva
Apogeo del espanto/ MARIO VARGAS LLOSA
Publicado en EL PAÍS, 26-12-2004;
Publicado en EL PAÍS, 26-12-2004;
¿Imaginó siquiera Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso, al desencadenar en 1980 la guerra revolucionaria que iba a convertir al Perú en una sociedad maoísta fundamentalista, los horrores que esta insurrección provocaría? El año pasado, el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, presidida por el Dr. Salomón Lerner Febres, documentó de manera escalofriante esta guerra que en un par de décadas asesinó, torturó e hizo desaparecer a más de sesenta y nueve mil peruanas y peruanos, en su inmensa mayoría gentes humildes y totalmente inocentes, que se vieron atrapadas entre los dos rodillos compresores del senderismo y las fuerzas del orden y sacrificadas por ambos con parecido salvajismo. Pese a su ponderación y sus esfuerzos por ceñirse a la estricta verdad de los hechos, este Informe fue injustamente criticado y ninguna de sus conclusiones y sugerencias ha sido tomada en cuenta por las autoridades, que lo han encarpetado y olvidado.
Ocurrirá lo mismo, probablemente, con los materiales que añade a este Informe el periodista Ricardo Uceda, antiguo director de Sí, un semanario de izquierda, que aparecen en su libro recién publicado, Muerte en el Pentagonito. Los cementerios secretos del Ejército Peruano (Planeta), fruto de ocho años de investigación, que rastrea, principalmente, gracias a testimonios de los propios protagonistas, las operaciones de inteligencia, las torturas y ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones que llevaron a cabo en la sombra varios organismos policiales y militares, y una organización paramilitar del Gobierno aprista de Alan García, con el beneplácito, la complicidad o una hipócrita actitud ponciopilatesca de los gobiernos. Aunque Uceda discute y rectifica algunas afirmaciones del Informe de la Comisión de la Verdad, en lo esencial ambos trabajos coinciden en mostrar que durante los años de la revolución senderista el Perú vivió lo que un verso de Miguel Hernández llama "el apogeo del espanto".
Era una demencia iniciar semejante levantamiento, y hacerlo precisamente cuando el Perú recuperaba la democracia, luego de doce años de dictadura militar, pues de este modo se dificultaba hasta lo imposible que las instituciones democráticas resucitaran y funcionaran a cabalidad. Las acciones terroristas de Sendero, sus asesinatos y asaltos a policías, autoridades y supuestos explotadores y "enemigos de clase", obligaron a Belaunde Terry, a poco de asumir su Gobierno, y a regañadientes, a llamar a las Fuerzas Armadas a hacer frente a una subversión que, en Ayacucho y vecindades, parecía progresar como un incendio. El Ejército no estaba preparado para enfrentar una guerra subversiva y Uceda cuenta en su libro que, cuando aquél recibe esta misión, sus servicios de inteligencia ni siquiera tenían idea de qué era y cómo operaba Sendero Luminoso. El militar al que le encargan preparar un informe al respecto, lo elabora a base de folletos y libritos de propaganda que compra en las veredas del Parque Universitario. Este personaje, el suboficial de inteligencia Julio Sosa, principal informante de Uceda, una verdadera máquina de matar, parece extraído del cine negro o la literatura sádica.
Desde un principio, la estrategia contrarrevolucionaria es elemental: responder al terror con más terror, para obtener información y para que la población civil sepa a lo que se arriesga si colabora con los senderistas. Con esta filosofía, se abría la puerta a las crueldades más vertiginosas. A la brutalidad se sumaba, en muchos casos, la ineficiencia. Los primeros grupos de inteligencia enviados a Ayacucho someten a todo detenido a violencias indecibles, pero ni siquiera saben qué preguntarles y en muchos casos, se diría que por mera impotencia, se limitan a matarlos. El proceso de aprendizaje es una rápida deshumanización en que los defensores de la legalidad, de los derechos humanos y de las libertades que garantiza la democracia terminan conduciéndose de manera tan atroz como los propios senderistas.
Ricardo Uceda da nombres y apellidos, y los grados militares así como las compañías y batallones a que estaban asignados, de decenas de oficiales y suboficiales que, obedeciendo instrucciones del comando, o convencidos de que actuando como lo hacían cumplían con lo que el Ejército y el poder político esperaban de ellos, perpetraron las más execrables y abyectas violaciones a los derechos humanos, colgando a sus víctimas hasta descoyuntarlas, sumergiéndolas en bañeras hasta reventarles los pulmones, machacándolas a golpes y vesanias múltiples para luego asesinarlas y hacer desaparecer sus cadáveres, a veces quemándolos, o enterrándolos en fosas comunes en lugares secretos. Ni siquiera las más elementales formas y apariencias de la legalidad se guardaban; los jueces no eran informados de las detenciones y a los familiares que venían a inquirir por sus desaparecidos se les negaba saber nada de ellos.
El libro no es fácil de leer porque muchas de sus revelaciones estremecen y producen náuseas. Las páginas más terribles son seguramente las que describen, con gran pormenor de detalles, el funcionamiento del campamento militar de Toctos, donde eran enviados los sospechosos de colaborar con Sendero Luminoso para que fueran interrogados y luego liquidados. Aunque el libro no da cifras, por evidencia interna se desprende que acaso centenares de hombres y mujeres -estudiantes, campesinos, sindicalistas, vagabundos- fueron llevados allí para arrancarles información bajo tormento y luego exterminarlos. No hay la menor duda de que no sólo senderistas y cómplices cayeron entre ellos; un porcentaje alto fueron ciudadanos absolutamente inocentes a los que el azar, o una insidia o una intriga, empujaron dentro de esa maquinaria trituradora de la que no había escape posible. Al principio, se mataba para conseguir información o hacer un escarmiento. Después -se había vuelto tan fácil hacerlo- para que no quedaran testigos incómodos y muchas veces sólo para poder robar a las víctimas. Antes de asesinarlas, las muchachas y mujeres torturadas eran entregadas a los soldados para que las violaran, a la orilla misma de las tumbas donde iban a ser sepultadas. Aquello de la función hace al órgano cobra, entre estos testimonios, una espeluznante realidad: algunos ejecutores coleccionaban orejas y narices de los asesinados y los exhibían, ufanos, en frascos o sartas como trofeos de guerra. A un joven subteniente, recién llegado al campamento de Toctos, sus compañeros, en medio de una borrachera, le piden que demuestre su hombría decapitando a un terrorista. El joven va al calabozo y regresa con la cabeza sangrante en las manos.
El libro deja en claro que estas monstruosidades no eran excepciones estrafalarias sino, en muchos casos, comportamientos que se fueron generalizando en razón de la exasperación que provocaban en las filas de las Fuerzas Armadas y en la sociedad peruana los asesinatos y exacciones de Sendero Luminoso y de la total incapacidad de las autoridades, civiles y militares, para fijar unos límites claros, inequívocos, a la acción antisubversiva, que las excluyera. La verdad es que la jefatura militar las toleró, en muchos casos las instigó y las cubrió, y que el poder político no quiso enterarse de lo que ocurría para no tener que actuar. Eso explica, sin duda, que la recuperación de la democracia en el Perú durara apenas los Gobiernos de Belaunde Terry y Alan García y que, en 1992, Fujimori diera un golpe de Estado ante la indiferencia o con el apoyo de tantos peruanos. ¿Qué democracia iban a defender esos ciudadanos que vivían en la zozobra de las bombas, los crímenes y los atracos de los terroristas, o los que, por hallarse en el medio del campo de batalla, eran brutalizados por igual por éstos y por quienes debían protegerlos?
Con la dictadura de Fujimori y Montesinos el ejercicio del terror no fue ya sólo una práctica solapada, sino una política oficial del Estado que, además, para colmo de males, contaba con un amplio apoyo de una sociedad civil a la que la inseguridad y el miedo habían hecho creer que sólo la "mano dura" restablecería la seguridad ciudadana. Las víctimas ya no eran llevadas a las lejanas serranías de Toctos, sino a los sótanos del Pentagonito, la propia comandancia general del Ejército, en Lima, para ser exterminadas y disueltas en cal viva. Y las cartas-bomba contra activistas de los derechos humanos, periodistas de oposición y supuestos aliados de los terroristas se cocinaban en las oficinas del propio servicio de inteligencia. Sin embargo, algunos de los abominables crímenes que se cometieron en aquellos años, como el asesinato de quince asistentes a una pollada (1), en una casa limeña de los Barrios Altos, entre ellos un niño de ocho años, en noviembre de 1991, y la matanza de ocho estudiantes y un profesor de la Universidad de La Cantuta -todos supuestos senderistas o aliados de éstos-, en julio de 1992, provocaron protestas y pesquisas que al cabo del tiempo minarían profundamente los cimientos del régimen dictatorial y contribuirían a su caída. Sobre ambos asuntos el libro de Uceda aporta mucha información inédita de la que transpira la inequívoca responsabilidad en ambos crímenes de los más importantes jerarcas del régimen.
No todos los testimonios e informaciones de Muerte en el Pentagonito tienen la misma fuerza persuasiva. Y algunas opiniones, no documentadas, incluso desconciertan, como aquella que acusa de falsaria a Leonor La Rosa, miembro del servicio de inteligencia, torturada, violada y convertida en un desecho humano -tetrapléjica, vive ahora asilada en Suecia- por sus ex compañeros, que la creían informante de la prensa. Pero, pese a ello, el libro no es una diatriba ni un panfleto sensacionalista y demagógico, sino un serio y responsable esfuerzo por sacar a la luz, cotejando todo el contradictorio y escurridizo material existente y, sin duda, arriesgando mucho en lo personal, el aspecto más amargo de una insensata aventura ideológica que, en vez de establecer el paraíso igualitario que se proponía, multiplicó la tragedia de los pobres en el Perú y ensució moralmente al país entero.
Ocurrirá lo mismo, probablemente, con los materiales que añade a este Informe el periodista Ricardo Uceda, antiguo director de Sí, un semanario de izquierda, que aparecen en su libro recién publicado, Muerte en el Pentagonito. Los cementerios secretos del Ejército Peruano (Planeta), fruto de ocho años de investigación, que rastrea, principalmente, gracias a testimonios de los propios protagonistas, las operaciones de inteligencia, las torturas y ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones que llevaron a cabo en la sombra varios organismos policiales y militares, y una organización paramilitar del Gobierno aprista de Alan García, con el beneplácito, la complicidad o una hipócrita actitud ponciopilatesca de los gobiernos. Aunque Uceda discute y rectifica algunas afirmaciones del Informe de la Comisión de la Verdad, en lo esencial ambos trabajos coinciden en mostrar que durante los años de la revolución senderista el Perú vivió lo que un verso de Miguel Hernández llama "el apogeo del espanto".
Era una demencia iniciar semejante levantamiento, y hacerlo precisamente cuando el Perú recuperaba la democracia, luego de doce años de dictadura militar, pues de este modo se dificultaba hasta lo imposible que las instituciones democráticas resucitaran y funcionaran a cabalidad. Las acciones terroristas de Sendero, sus asesinatos y asaltos a policías, autoridades y supuestos explotadores y "enemigos de clase", obligaron a Belaunde Terry, a poco de asumir su Gobierno, y a regañadientes, a llamar a las Fuerzas Armadas a hacer frente a una subversión que, en Ayacucho y vecindades, parecía progresar como un incendio. El Ejército no estaba preparado para enfrentar una guerra subversiva y Uceda cuenta en su libro que, cuando aquél recibe esta misión, sus servicios de inteligencia ni siquiera tenían idea de qué era y cómo operaba Sendero Luminoso. El militar al que le encargan preparar un informe al respecto, lo elabora a base de folletos y libritos de propaganda que compra en las veredas del Parque Universitario. Este personaje, el suboficial de inteligencia Julio Sosa, principal informante de Uceda, una verdadera máquina de matar, parece extraído del cine negro o la literatura sádica.
Desde un principio, la estrategia contrarrevolucionaria es elemental: responder al terror con más terror, para obtener información y para que la población civil sepa a lo que se arriesga si colabora con los senderistas. Con esta filosofía, se abría la puerta a las crueldades más vertiginosas. A la brutalidad se sumaba, en muchos casos, la ineficiencia. Los primeros grupos de inteligencia enviados a Ayacucho someten a todo detenido a violencias indecibles, pero ni siquiera saben qué preguntarles y en muchos casos, se diría que por mera impotencia, se limitan a matarlos. El proceso de aprendizaje es una rápida deshumanización en que los defensores de la legalidad, de los derechos humanos y de las libertades que garantiza la democracia terminan conduciéndose de manera tan atroz como los propios senderistas.
Ricardo Uceda da nombres y apellidos, y los grados militares así como las compañías y batallones a que estaban asignados, de decenas de oficiales y suboficiales que, obedeciendo instrucciones del comando, o convencidos de que actuando como lo hacían cumplían con lo que el Ejército y el poder político esperaban de ellos, perpetraron las más execrables y abyectas violaciones a los derechos humanos, colgando a sus víctimas hasta descoyuntarlas, sumergiéndolas en bañeras hasta reventarles los pulmones, machacándolas a golpes y vesanias múltiples para luego asesinarlas y hacer desaparecer sus cadáveres, a veces quemándolos, o enterrándolos en fosas comunes en lugares secretos. Ni siquiera las más elementales formas y apariencias de la legalidad se guardaban; los jueces no eran informados de las detenciones y a los familiares que venían a inquirir por sus desaparecidos se les negaba saber nada de ellos.
El libro no es fácil de leer porque muchas de sus revelaciones estremecen y producen náuseas. Las páginas más terribles son seguramente las que describen, con gran pormenor de detalles, el funcionamiento del campamento militar de Toctos, donde eran enviados los sospechosos de colaborar con Sendero Luminoso para que fueran interrogados y luego liquidados. Aunque el libro no da cifras, por evidencia interna se desprende que acaso centenares de hombres y mujeres -estudiantes, campesinos, sindicalistas, vagabundos- fueron llevados allí para arrancarles información bajo tormento y luego exterminarlos. No hay la menor duda de que no sólo senderistas y cómplices cayeron entre ellos; un porcentaje alto fueron ciudadanos absolutamente inocentes a los que el azar, o una insidia o una intriga, empujaron dentro de esa maquinaria trituradora de la que no había escape posible. Al principio, se mataba para conseguir información o hacer un escarmiento. Después -se había vuelto tan fácil hacerlo- para que no quedaran testigos incómodos y muchas veces sólo para poder robar a las víctimas. Antes de asesinarlas, las muchachas y mujeres torturadas eran entregadas a los soldados para que las violaran, a la orilla misma de las tumbas donde iban a ser sepultadas. Aquello de la función hace al órgano cobra, entre estos testimonios, una espeluznante realidad: algunos ejecutores coleccionaban orejas y narices de los asesinados y los exhibían, ufanos, en frascos o sartas como trofeos de guerra. A un joven subteniente, recién llegado al campamento de Toctos, sus compañeros, en medio de una borrachera, le piden que demuestre su hombría decapitando a un terrorista. El joven va al calabozo y regresa con la cabeza sangrante en las manos.
El libro deja en claro que estas monstruosidades no eran excepciones estrafalarias sino, en muchos casos, comportamientos que se fueron generalizando en razón de la exasperación que provocaban en las filas de las Fuerzas Armadas y en la sociedad peruana los asesinatos y exacciones de Sendero Luminoso y de la total incapacidad de las autoridades, civiles y militares, para fijar unos límites claros, inequívocos, a la acción antisubversiva, que las excluyera. La verdad es que la jefatura militar las toleró, en muchos casos las instigó y las cubrió, y que el poder político no quiso enterarse de lo que ocurría para no tener que actuar. Eso explica, sin duda, que la recuperación de la democracia en el Perú durara apenas los Gobiernos de Belaunde Terry y Alan García y que, en 1992, Fujimori diera un golpe de Estado ante la indiferencia o con el apoyo de tantos peruanos. ¿Qué democracia iban a defender esos ciudadanos que vivían en la zozobra de las bombas, los crímenes y los atracos de los terroristas, o los que, por hallarse en el medio del campo de batalla, eran brutalizados por igual por éstos y por quienes debían protegerlos?
Con la dictadura de Fujimori y Montesinos el ejercicio del terror no fue ya sólo una práctica solapada, sino una política oficial del Estado que, además, para colmo de males, contaba con un amplio apoyo de una sociedad civil a la que la inseguridad y el miedo habían hecho creer que sólo la "mano dura" restablecería la seguridad ciudadana. Las víctimas ya no eran llevadas a las lejanas serranías de Toctos, sino a los sótanos del Pentagonito, la propia comandancia general del Ejército, en Lima, para ser exterminadas y disueltas en cal viva. Y las cartas-bomba contra activistas de los derechos humanos, periodistas de oposición y supuestos aliados de los terroristas se cocinaban en las oficinas del propio servicio de inteligencia. Sin embargo, algunos de los abominables crímenes que se cometieron en aquellos años, como el asesinato de quince asistentes a una pollada (1), en una casa limeña de los Barrios Altos, entre ellos un niño de ocho años, en noviembre de 1991, y la matanza de ocho estudiantes y un profesor de la Universidad de La Cantuta -todos supuestos senderistas o aliados de éstos-, en julio de 1992, provocaron protestas y pesquisas que al cabo del tiempo minarían profundamente los cimientos del régimen dictatorial y contribuirían a su caída. Sobre ambos asuntos el libro de Uceda aporta mucha información inédita de la que transpira la inequívoca responsabilidad en ambos crímenes de los más importantes jerarcas del régimen.
No todos los testimonios e informaciones de Muerte en el Pentagonito tienen la misma fuerza persuasiva. Y algunas opiniones, no documentadas, incluso desconciertan, como aquella que acusa de falsaria a Leonor La Rosa, miembro del servicio de inteligencia, torturada, violada y convertida en un desecho humano -tetrapléjica, vive ahora asilada en Suecia- por sus ex compañeros, que la creían informante de la prensa. Pero, pese a ello, el libro no es una diatriba ni un panfleto sensacionalista y demagógico, sino un serio y responsable esfuerzo por sacar a la luz, cotejando todo el contradictorio y escurridizo material existente y, sin duda, arriesgando mucho en lo personal, el aspecto más amargo de una insensata aventura ideológica que, en vez de establecer el paraíso igualitario que se proponía, multiplicó la tragedia de los pobres en el Perú y ensució moralmente al país entero.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario