24 may 2009

El hocico del secuestro

Columna Retrovisor/Ivonne Melgar
Excélsior, 23 de mayo de 2009;
La burla y el hocico del secuestro
Creí estar formada en el optimismo militante, hasta que el hocico del secuestro devoró las certezas de seguridad familiar que, ilusos, habíamos imaginado tener en pago a la ausencia de otras certezas materiales.
Con estoicismo, forzadas explicaciones racionales y consuelo colectivo, enfrentamos las otras tragedias de México que, poco a poco, nos han cercado.
Llegó el desempleo con su injusta exclusión, minando la autoestima de quien lo padece y la estabilidad emocional de los suyos.
Aprendimos a encender la esperanza, a compartir la espera, deprimente, indigna para quien es obligado a no pertenecer a la realización del trabajo.
Y, en este déficit de espacios, comenzamos a resignarnos ante la idea de que la educación profesional no es más sinónimo de jóvenes plenos ni de relevo generacional productivo.
Aun cuando el dolor se pasea a sus anchas en esos territorios de la crisis laboral y económica, nunca cedí al pesimismo.
Tampoco sucumbimos al sentimiento de derrota en los pasillos de los hospitales, donde atestiguamos la injusticia de un sistema de salud siempre en deuda, con salas de urgencias que no son atendidas como tales y maltratos que la escasez factura.
Ingenuos y egoístas, una década atrás pensamos que estas insuficiencias sociales serían subsanadas con el sacrificio personal de un seguro médico privado. Hasta que las circunstancias financieramente catastróficas de una terapia intensiva nos mostraron el equívoco de nuestra pretensión.
Y, sin embargo, siempre hay solidaridad suficiente para pagar la cuenta de la salud recobrada.
Entre veladoras, abrazos y plegarias, el sufrimiento se aligera, abriéndole paso a la voluntad, a la movilización de recursos y de estrategias que la red familiar teje.
Por eso acaso había conservado el optimismo frente a la enfermedad, el desempleo o el estancamiento, aun cuando las cuarteaduras del Estado resultan evidentes.
Pero ya no fue posible, una vez que el hocico del secuestro desnudó nuestra orfandad ciudadana, la noche de la llamada telefónica que confirma el drama: tú libertad no está garantizada.
Habíamos marchado con nuestras velas aquel sábado 19 de agosto, en familia. Y ahora, también en familia, empezábamos a comprender, con rabia e impotencia, el grito de quienes padecieron el agravio y denunciaban la incapacidad de las autoridades, la negligencia de los legisladores, el pasmo del Estado.
Hubo llanto por el miedo de perder al ser querido en ese impune cautiverio. Y por la desgracia de vivir en un país donde el gobierno, por ahora, no puede más que asistirnos, asesorarnos, para que se entregue con éxito el dinero que los delincuentes reclaman.
Tuvimos suerte. Y, en medio de la euforia y el agradecimiento por el apoyo de las fuerzas federales en este delicado momento, sobrevino la frustración por el descubrimiento: estamos ciudadanamente solos frente a la pesadilla que significa vivir el secuestro de un padre, un hermano, un hijo, un amigo.
Del otro lado, el “elegido” para negociar con los plagiarios se convierte en otro secuestrado a distancia, rehén del teléfono, de las amenazas, la intimidación y el destino. Porque no hay escapatoria. O se “hace bien la negociación” o nada. Aquí no hay policías para el rescate o la investigación. Aquí los agentes que diseñan una estrategia de liberación, como en las series de TV, son sustituidos por la familia que se arma de valor y de fe.
Porque hay que tener fe para apostarle a la intervención policíaca sin caer en la suspicacia. Y valor, mucho, para encajonar las historias cotidianas de complicidad entre malhechores y uniformados que se reparten el botín.
Es cuando el optimismo en el futuro se atasca en el nudo en la garganta. Y, desde ahí, el Congreso es sinónimo de pusilanimidad, de farsa, de una élite de “cobra impuestos” que no ha entendido de qué se trata la indefensión y el miedo. Obsesionados en restarle capacidad de maniobra y credibilidad social al gobierno, los legisladores de la oposición calculan que el crimen organizado es un tema electoral. Su frivolidad es alimentada por una visión oficial centrada
en la captura de grandes capos, los que son noticia, espectáculo, aplausos mediáticos.
Mientras en la calle, el terror ciudadano aumenta. Porque ese es el sentimiento del esposo, del hermano, del hijo, del padre que al otro lado del teléfono no sólo teme por la vida del secuestrado, sino que padece el pánico de “fallar” en “el trato” y en el cumplimiento inevitable de las exigencias de los delincuentes.
Hay que desahogar cada una de las peticiones de los secuestradores. Y en esa tortura, resulta evidente que no hay voluntad ni palabra política.
Si nuestros gobernantes tomaran la décima parte de la decisión que la familia de un secuestrado protagoniza para conseguir los billetes que antes jamás vio reunidos… Si experimentaran por un minuto el desbordamiento emocional que impone saber los desenlaces posibles… Si se avergonzaran de la desolación del familiar que hace “el trato” y el que lo ejecuta, advertidos —mejor dicho sentenciados— de que cualquier equívoco hará la diferencia entre la liberación y un cuerpo frío y encajuelado…
Acaso hay que disculparlos en su condición humana y aceptar que así como nosotros creíamos que ese era un riesgo lejano, así, nuestra clase gobernante piensa que este despojo únicamente es asunto ciudadano.
Porque sólo en esa indefensión total queda de manifiesto el descobijo legal de las víctimas.
En esas horas largas de angustia en que una familia se juega la vida, alguien lleva el dinero y se vuelve colectivo e indispensable el sentido de la misericordia, en el ruego de que los secuestradores respeten “el acuerdo”, no hay Acuerdo Nacional por la Seguridad que valga.
Se clarifica el panorama y se asume la herida: esos compromisos puestos en papel hace ocho meses son demagogia, burla, motivo suficiente para darles crédito a quienes nos están llamando a anular el voto.

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