19 jul 2009

Normandía

Un día de sangre y fuego/ANTONY BEEVOR
Pblicado en El País Semanal, 19/07/2009;
Madrugada del 6 de junio de 1944. El día D. Arranca la batalla de Normandía. Un enfrentamiento mucho más brutal de lo que pensamos. El autor de obras como ‘Stalingrado’ o ‘Berlín. La caída’ adelanta en este texto exclusivo para ‘El País Semanal’ las tesis de su nuevo libro, donde elabora una revisión histórica de la II Guerra Mundial 65 años después de aquella fecha.
Con un tono de mordaz ironía, en 1944 los propagandistas soviéticos declararon que los británicos y los americanos sólo se enfrentaban en Normandía con las heces de la Wehrmacht. “Sabemos perfectamente dónde se encuentran ahora los alemanes jóvenes y fuertes”, escribía Ilya Ehremburg en Pravda. “Les hemos encontrado un hueco en la tierra, en la arena, en el barro”.
Pero afirmar que los aliados occidentales combatían sólo contra unos soldados de segunda era simplemente una falacia. A finales de junio, el II Ejército británico tuvo ante sí la mayor concentración de divisiones acorazadas de las SS desde que se produjera la violenta ofensiva alemana contra el Ejército Rojo en el saliente de Kursk, en Rusia, el verano anterior. Al contrario de la opinión generalizada, los combates en Normandía fueron mucho más sangrientos que los del frente oriental.
A comienzos de junio de 1944 la guerra estaba llegando a su punto más álgido. Los soldados alemanes se habían brutalizado a raíz de la ferocidad de los combates en Rusia, donde el Ejército Rojo preparaba en secreto su operación de aislamiento y acoso contra el Grupo de Ejército Centro de los alemanes.
Algunas de las divisiones de la Waffen-SS con las que los aliados tuvieron que enfrentarse en Normandía eran las más fanáticas y disciplinadas del ejército alemán; soldados adoctrinados por la propaganda hitleriana que buscaban venganza por los “aterradores bombardeos” de las ciudades de su país.
Los aliados, por su parte, habían puesto en marcha la operación anfibia más ambiciosa de la historia, con más de cinco mil barcos. Y aunque la preparación de la fase correspondiente a la travesía del Canal de la Operación Overlord se llevó a cabo meticulosamente, tal vez fuera inevitable que el segundo paso no estuviera tan perfectamente calculado.
Con la férrea voluntad de evitar importantes pérdidas tras tantos años en guerra, los aliados decidieron bombardear ciudades y pueblos de Normandía situados en las intersecciones de las principales carreteras con el fin de que los escombros impidieran el paso por sus calles a las divisiones alemanas, dificultando así cualquier contraofensiva contra sus cabezas de playa. La capital de la región, Caen, a poco más de 15 kilómetros de la costa, fue incluida en la lista de objetivos.
El continuo bombardeo de Caen a lo largo de dos días fue un error garrafal de trágicas consecuencias. Dio al traste con el plan de Montgomery de conquistar la ciudad antes de transcurridas las primeras 24 horas de la campaña, pues las ruinas en que quedó convertida dieron al enemigo un espacio ideal para resistir e impidieron que los aliados pudieran penetrar expeditamente en la ciudad.
Además, apenas quedaban tropas alemanas en Caen, pues habían sido trasladadas en su mayoría al norte. En cambio, se produjeron más de dos mil bajas entre la población de la ciudad. De hecho, el día D murieron tantos civiles franceses como soldados aliados. La terrible suerte que corrió Caen fue simplemente un episodio más de una campaña de increíble brutalidad en Normandía en la que los aliados sufrieron los peores combates de lo que ya era una larguísima guerra, y respondieron al salvajismo de los alemanes con igual ferocidad.
Durante las primeras horas del 6 de junio, dos divisiones de paracaidistas americanos saltaron al escenario de la batalla dispuestos a matar “teutones”. Algunos habían comprado cuchillos de monte en Londres, y varios de ellos se habían equipado de navajas. Habían aprendido a matar a un hombre sin hacer ruido alguno, seccionando la yugular y la caja laríngea del individuo en cuestión.
Antes de partir, todos habían escuchado los enardecedores discursos de sus comandantes. “Se percibía en el ambiente una curiosa sensación; el entusiasmo y los nervios por la batalla”, señalaría un paracaidista. Tras una breve arenga para levantar la pasión marcial de sus hombres, el comandante en jefe de su regimiento de pronto se agachó y se sacó de la bota un gran cuchillo, blandiéndolo sobre su cabeza. “Antes de ver el amanecer de un nuevo día”, dijo alzando la voz, “quiero clavar este cuchillo en el corazón del nazi más mezquino, sucio y asqueroso de toda Europa”. Se oyó un clamoroso grito de entusiasmo, y los hombres levantaron sus cuchillos en respuesta.
Los lanzamientos llevados a cabo durante las primeras horas del 6 de junio fueron caóticos. Los soldados cuyos paracaídas quedaron atrapados entre las ramas de los árboles se convirtieron en fáciles objetivos. Varios de ellos murieron de un disparo mientras intentaban en vano deshacerse del arnés. Entre los supervivientes corrieron historias atroces en las que se contaba que los soldados alemanes habían acabado con sus pobres compañeros a golpe de bayoneta o con el fuego de los lanzallamas mientras aquellos pobres hombres seguían colgados de los árboles.
Con los nervios todavía a flor de piel después del salto, a los paracaidistas estadounidenses les hervía la sangre. Un soldado de la 82ª no pudo olvidar las órdenes recibidas: “Dirigíos a la zona de lanzamientos a toda prisa. No hagáis prisioneros, porque os obligarán a aminorar la marcha”. Un soldado alemán, justificando la aniquilación de un pelotón americano que cayó junto a la compañía de artillería pesada de su batallón, diría más tarde: “No caían del cielo para darnos caramelos, sabe. Venían a matarnos, a combatir”. Los soldados alemanes habían sido adoctrinados por sus superiores acerca de los “delincuentes” reclutados por las fuerzas aerotransportadas norteamericanas, y su miedo se transformó en violencia.
Horribles historias sobre soldados alemanes mutilando a paracaidistas americanos atrapados entre las ramas de los árboles llevaron a los compañeros de éstos a tomar venganza. Un soldado de la 101ª recordaría que, tras cruzarse con los cadáveres de dos paracaidistas “con sus partes mutiladas metidas en la boca”, el capitán que iba con ellos dio la siguiente orden: “¡Que nadie se atreva a hacer ni un solo prisionero! ¡A esos bastardos se les pega un tiro!”.
Hubo casos de soldados que dispararon a hombres que habían sido hechos prisioneros por otros compañeros. Se cuenta que un sargento judío y un cabo se llevaron de un corral a dos alemanes –un oficial y un suboficial– que habían sido capturados. Los allí presentes oyeron los disparos de un arma automática, y cuando el sargento regresó “nadie dijo nada”. También se cuenta que había otro paracaidista judío al que “nadie se atrevía a confiar un prisionero y perderlo de vista”.
Según parece, algunos hombres disfrutaron con aquellas matanzas. Un paracaidista recordaba haberse cruzado al día siguiente con un miembro de su compañía y quedar atónito al comprobar que llevaba puestos unos guantes rojos en vez de los amarillos correspondientes. “Le pregunté que dónde había encontrado aquellos guantes rojos, y tras rebuscar en uno de los bolsillos de su pantalón de salto, sacó una sarta de orejas. Había estado cazando orejas toda la noche, y las había cosido a un viejo cordón de zapatos”.
Se produjeron unos pocos casos de pillaje verdaderamente brutales. El comandante del pelotón de policía militar de la 101ª Aerotransportada encontró el cadáver de un oficial alemán y observó que alguien le había cortado uno de los dedos para robar su alianza matrimonial. Un sargento del 508º Regimiento de Infantería Paracaidista quedó horrorizado cuando se enteró de que algunos hombres de su pelotón habían matado a unos alemanes y luego habían utilizado “sus cuerpos para practicar con la bayoneta”.
En algunas ocasiones se evitó la matanza de prisioneros. A eso de las dos y media de la madrugada, un grupo de paracaidistas de la 101ª, entre los que había un teniente y un capellán, se encontraban en un corral conversando con unos lugareños franceses. Quedaron todos boquiabiertos cuando, de repente, aparecieron unos doce hombres de la 82ª, conduciendo un grupo de jovencísimos ordenanzas alemanes. Los mandaron echarse al suelo. Los muchachos, aterrorizados, imploraban que no los mataran. El sargento que pretendía ejecutarlos dijo que algunos compañeros suyos que quedaron atrapados en los árboles habían sido convertidos en “candelas romanas” por un soldado alemán y su lanzallamas. El sargento quitó el seguro de su ametralladora Thompson. Desesperados, los jóvenes alemanes se agarraron a las piernas del teniente y del capellán, que junto con la familia francesa gritaban al sargento que se detuviera, que no disparara. Al final el sargento se dejó persuadir. Los muchachos alemanes fueron encerrados en el sótano de la casa. Pero el sargento no cejaría en su afán de venganza. “¡Vamos a buscar a algún alemán al que cargarnos!”, gritó a sus hombres antes de marchar de allí. Los soldados de la 101ª quedaron turbados, aturdidos por la escena que habían presenciado. “Esos tíos se habían vuelto locos”, comentaría un viejo suboficial más tarde.
La emboscada más brillante tuvo lugar no lejos del puesto de mando de la 91ª Luftlande-Division alemana cerca de Picauville. Unos hombres del 508º Regimiento de Infantería Paracaidista abrieron fuego contra el coche oficial que llevaba al comandante de la división enemiga, el teniente general Wilhelm Falley, de vuelta de un ejercicio de puesto de mando en Rennes. Falley salió despedido del vehículo malherido, y cuando intentó alcanzar a rastras su pistola, un teniente americano lo remató de un disparo.
A unos ochenta kilómetros al este, los lanzamientos de los paracaidistas de la 6ª División Aerotransportada británica fueron igualmente caóticos. Al finalizar la batalla de Normandía, sólo de un batallón seguiría desconociéndose el paradero de ciento noventa y dos hombres. Muchos cayeron en la llanura de aluvión del río Dives y murieron ahogados en el lodo. Un sargento primero alemán de la 711ª Infanterie-Division ejecutó a ocho paracaidistas británicos que habían sido capturados, tal vez obedeciendo la célebre Kommandobefehl de Hitler que exigía que se eliminara a los integrantes de cualquier comando especial capturados en incursiones de asalto.
Las tropas invasoras aliadas consiguieron establecer y asegurar sus cabezas de playa el 6 de junio, pero ni Eisenhower ni Montgomery habían imaginado que la batalla que estaba por venir iba a ser mucho más mortífera y devastadora.
En el oeste, los americanos tuvieron que combatir en tierras pantanosas y en el bocage normando de pequeños campos y grandes y espesos setos. Por otro lado, en los alrededores de Caen, los británicos y los canadienses tuvieron que atravesar enormes campos ondulados de trigo, mientras los alemanes convertían las sólidas casas de piedra y las aldeas de la zona en formidables posiciones defensivas.
El 7 de junio, el 2º Batallón de los Royal Ulster Rifles realizó una audaz carga a través de los campos de grano, en dirección a la localidad de Cambes. Tuvo que abrirse paso a brazo partido, pero un destacamento recién llegado de la 12ª División Acorazada de la SS Hitler Jugend lo obligó a replegarse. Los Ulster Rifles se vieron obligados a abandonar a sus heridos de la Compañía D en una zanja situada a las afueras del pueblo. No les cabía la menor duda de que los jóvenes soldados nazis iban a acabar luego con la vida de todos sus compañeros.
Más a la derecha, los canadienses también cayeron en un círculo vicioso de venganzas con la 12ª División de la SS. Los combates fueron despiadados. Uno y otro bando se acusaron de cometer crímenes de guerra. Los alemanes dijeron que los británicos eran los que habían empezado, y que ellos ejecutaron a prisioneros en represalia. La Hitler Jugend trató también de justificar sus acciones aduciendo que habían captado órdenes emitidas por los canadienses en las que se decía a sus soldados que no hicieran prisioneros si con ello se ralentizaba el avance. Es cierto que, en algunas ocasiones, los soldados británicos y canadienses, sobre todo los de los regimientos acorazados que no disponían de una infantería para conducir a los hombres capturados a la retaguardia, dispararon a los prisioneros. Pero los argumentos de los miembros de la Hitler Jugend no resultan en absoluto convincentes, especialmente si tenemos en cuenta que se dice que, durante los primeros días de la invasión, un total de 187 canadienses fueron ejecutados, en su mayoría por miembros de la 12ª División de la SS. Y los primeros asesinatos ocurrieron el 7 de junio. Una ciudadana de Caen que se había dirigido andando a Authie para comprobar si una anciana tía estaba bien, descubrió los cadáveres de “unos treinta soldados canadienses que habían sido masacrados y mutilados por los alemanes”. Los Royal Winnipeg Rifles comprobaron más tarde que las SS había ejecutado a 18 de los suyos, capturados por los alemanes e interrogados en el puesto de mando de Meyer en la abadía de Ardennes. Uno de ellos, el comandante Hodge, murió, según parece, degollado.
La Hitler Jugend probablemente fuera la división más adoctrinada de la Waffen-SS. Muchos de sus principales comandantes procedían de la 1ª División Acorazada de la SS Leibstandarte Adolf Hitler. Se habían formado en el espíritu de la Rassenkrieg, o “guerra racial”, del frente oriental. En 1939 su comandante en jefe, Kurt Meyer, había ejecutado a 50 judíos en Polonia, en las inmediaciones de la localidad de Modlin. Posteriormente, durante la invasión de la Unión Soviética, ordenó prender fuego a todo un pueblo de los alrededores de la ciudad de Kharkov. La población entera fue pasada por las armas. La propaganda nazi y los combates en el frente oriental habían brutalizado a esos hombres, cuya visión de la guerra en el oeste de Europa no sería muy distinta. El asesinato de prisioneros aliados era considerado su forma de venganza por los “terroríficos bombardeos” que sufrían las ciudades alemanas.
La disciplina de las SS era despiadada. En virtud de un decreto del Führer, los soldados de las SS podían ser acusados de alta traición si caían en manos del enemigo sin haber sufrido herida alguna. Esta idea les había sido inculcada al poco de comenzar la invasión, de modo que no es de extrañar que los británicos y los canadienses capturaran a tan pocos soldados de las SS vivos. Pero quizá la historia más horrible relacionada con la disciplina de las SS sea la de un alsaciano reclutado por la 1ª División Acorazada Leibstandarte Adolf Hitler. Un paisano suyo perteneciente a la misma compañía, que también había sido enrolado a la fuerza, no pudo soportar más la angustia del combate e intentó escapar oculto en una columna de refugiados franceses. Fue reconocido y detenido por miembros de su regimiento. El comandante en jefe de la compañía ordenó entonces a sus hombres que lo mataran a palos. Con todos los huesos hechos añicos, su cadáver fue arrojado luego a un hoyo que había abierto una bomba al estallar. El capitán señaló que aquello era de una demostración de “kameradenerziehung”, esto es, “enseñanza de la camaradería”.
El combate dentro de los claustrofóbicos límites del bocage hizo que los comandantes americanos lo compararan con una guerra en la selva. Los alemanes lo describieron como un “schmutziger buschkrieg”, una “guerra sucia entre la maleza”, aunque fue a ellos, a los defensores, a los que más benefició.
El miedo que suscitaba el combate en el bocage desencadenó un sentimiento de odio desconocido hasta entonces. “Los únicos soldados alemanes buenos son los que están muertos”, escribía un recluta americano de la 1ª División de Infantería en una carta a su familia de Minnesota. “Nunca he odiado nada ni a nadie tanto. Y ese odio no se debe a ningún discurso tempestuoso de un jefazo. Supongo que me he vuelto un poco grillado, pero ¿a quién no le ocurre lo mismo? Probablemente sea lo mejor”.
Los francotiradores alemanes se subían a los árboles y se ataban a su tronco para no caer si resultaban heridos. Normalmente, en ambos bandos se daba muerte a los francotiradores en cuanto eran capturados. A los soldados americanos se les advirtió de que permanecieran inmóviles, tumbados en el suelo, si eran alcanzados por un francotirador. Los francotiradores no solían malgastar cartuchos con un cadáver, pero si éste se movía no dudaban en disparar de nuevo. A campo abierto, otro de sus escondites favoritos eran los almiares. Sin embargo, no tardaron mucho en dejar de utilizarlos, pues los soldados americanos y británicos aprendieron a disparar balas trazadoras para prenderles fuego y luego abatir al fusilero escondido que trataba de huir.
Tanto los británicos que lucharon en el frente de Caen como los americanos pudieron comprobar que los alemanes eran verdaderos maestros en la técnica del camuflaje y el arte de la ocultación. Se enterraban literalmente como “topos bajo el suelo”, protegiéndose de las bombas de la artillería, con túneles bajo los setos. Una pequeña salida al exterior se convertía en el agujero ideal desde el que frenar el avance de un pelotón americano con los rápidos disparos de una ametralladora MG-42.
Los combates contra el Ejército Rojo habían enseñado todo tipo de tretas y triquiñuelas imaginables a los alemanes más veteranos del frente oriental. Si alguna bomba había abierto un hoyo cerca de sus posiciones, colocaban en él minas antipersona. El instinto de un atacante era saltar dentro de uno de esos agujeros para protegerse del fuego de las ametralladoras o los morteros. Cuando abandonaban una posición no sólo colocaban trampas explosivas en sus estructuras subterráneas, sino que también dejaban una caja de granadas con algunas de ellas manipuladas para reducir el tiempo de demora a cero. También eran expertos en ocultar en las cunetas minas de fragmentación, las llamadas Bouncing Betty, o minas “castradoras”, por los americanos porque al activarse se elevaban hasta la altura de la entrepierna antes de estallar.
Otra treta que utilizaban los alemanes cuando los americanos lanzaban una ofensiva por la noche consistía en disparar con una ametralladora balas trazadoras por encima de las cabezas de sus atacantes. Con ello conseguían que los soldados enemigos siguieran avanzando erguidos, para luego abrir fuego directo de verdad con las demás ametralladoras.
Las tripulaciones de los tanques británicos y americanos tuvieron que afrontar muchos peligros. Utilizado contra objetivos terrestres, el cañón antiaéreo de 88 milímetros tenía una precisión espeluznante, incluso a más de 1.500 metros de distancia. Y en el terreno boscoso del bocage, los grupos de alemanes que salían con sus bazucas al hombro a la caza de tanques se escondían a la espera de que pasaran varios carros blindados para dispararles por detrás, a su vulnerable parte posterior. Pero por grande que fuera el miedo a verse atrapado en el interior de un tanque en llamas, al final sería en la infantería donde se producirían más bajas. Sólo el 14% de los efectivos estadounidenses enviados al extranjero durante la II Guerra Mundial fueron soldados de infantería, pero el 85% de las bajas de Normandía fueron por esta arma. Al menos 30.000 soldados americanos sufrieron alguna crisis nerviosa debido a la “fatiga de combate”.
Entre los soldados británicos también se dieron numerosos casos de agotamiento extremo. En el puesto de socorro avanzado del 210º Ambulatorio de Campaña se tuvo que tratar a “un grupo de muchachos aterrorizados y desorientados; estaban conmocionados por la batalla, eran presa de la ansiedad y no paraban de echar alaridos en una esquina”, escribiría un médico en su diario. “Varios soldados heridos de las SS fueron conducidos hasta allí; eran un puñado de tipos duros y sucios. Algunos habían actuado como francotiradores, encaramados a un árbol durante días. Un joven nazi tenía la mandíbula rota y estaba al borde de la muerte, pero antes de fallecer levantó la cabeza y musitó: ‘Heil Hitler!”. Después de la guerra muchos psiquiatras estadounidenses y británicos llegaron a la conclusión de que el menor número de casos de fatiga de combate que se dio entre los prisioneros alemanes sólo cabía explicarlo por la naturaleza militar de la sociedad nazi, característica que había contribuido a su mejor preparación.
Los hombres más heroicos en los campos de batalla de Normandía fueron los médicos, individuos desarmados a los que solían disparar los francotiradores, a pesar de la cruz roja que se distinguía en el brazalete que llevaban puesto. Uno de ellos escribió acerca del “rayo de esperanza” que iluminaba los ojos de los heridos cuando aparecía ante ellos. No era difícil identificar a los que estaban a las puertas de la muerte, cuyo “color gris verdoso comenzaba a extendérseles bajo los ojos y las uñas. A ésos sólo podíamos darles consuelo. Los que hacían más ruido eran los heridos leves, y les enseñábamos a que ellos mismos se vendaran”. Él atendía a los que presentaban un estado de shock o heridas graves con hemorragias. Apenas utilizó los torniquetes, “pues la mayoría de los hombres sufrían perforaciones que apenas sangraban, o amputaciones o lesiones producidas por fragmentos incandescentes de obuses o morteros que habían cauterizado la propia herida”.
Los reemplazos recién llegados eran normalmente los primeros en morir. Por otro lado, los tipos más grandes, por fuertes que fueran, eran los que tenían más posibilidades de caer en combate. “Los soldados que realmente duraban”, cuenta el médico americano, “eran por lo general delgados, de menor estatura y muy rápidos de movimiento”. Los hombres se llenaban de odio contra el enemigo, señala el doctor, cuando moría un compañero. “Y a menudo se trataba de un odio a muerte; cuando ocurría algo así, mataban a cualquier alemán que encontraran”.
Hubo grupos de trabajo encargados de trasladar los cuerpos de los fallecidos al Registro de Sepulturas. Los cadáveres solían estar rígidos e hinchados, y a veces llenos de gusanos. En algunas ocasiones se les desprendía una de las extremidades al ser levantados del suelo. El hedor era insoportable, especialmente en el depósito central. “Allí olía todavía peor, pero la mayoría de los que trabajaban en ese lugar se encontraban aparentemente bajo una influencia del alcohol tan fuerte, que parecía que no les importara”.
La batalla de Normandía fue brutal y encarnizada. A pesar de la opinión de muchos historiadores, las pérdidas sufridas por los alemanes en cada una de las distintas divisiones que participaron en los combates duplicaron la media de las sufridas en el frente oriental. Y las 225.000 bajas de los aliados no quedan muy lejos de las 240.000 de los alemanes. Además, la Wehrmacht perdió también a 200.000 hombres que fueron hechos prisioneros. La población civil francesa sufrió asimismo terribles pérdidas. Murieron unas 15.000 personas en el curso de los bombardeos preparatorios de la invasión, y otras 20.000 en la batalla de Normandía. El escepticismo de los soviéticos no habría podido estar más equivocado.
‘El día D. La batalla de Normandía’, publicado por Editorial Crítica, sale a la venta el 10 de septiembre.

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