El dilema de la Corte/ Leonardo Curzio
El Universal, 21 de febrero de 2011;
No siempre elige uno el camino por el que transcurrirá una relación. Con independencia de nuestra voluntad, hay relaciones que se descomponen por malos entendidos, agravios embozados o misivas mal interpretadas. Estos giros inesperados nos llevan a enredos terribles de los que es arduo librarse porque nunca llegamos a saber a cabalidad cómo y por qué llegamos a ellos. Hay momentos en los cuales es casi imposible desatar el Houdini que llevamos dentro (como equipo de emergencia) para salvarnos a nosotros mismos o protegernos de los golpes que nos propinan los demás. En el paroxismo de la ofuscación, ¡qué difícil es pedir serenidad! Cuando las pasiones hierven puede resultar impertinente pedir calma, sobre todo cuando el cuerpo pide desahogo verbal y físico. Y, sin embargo, aunque las naciones sean sujetos colectivos con pasiones y apetitos desordenados, sus conductores (los que encarnan y dan forma a las instituciones de la República) no deben perder los estribos. Los estados, como representación
colectiva, no se enojan. Su razón de ser no es reflejar sentimientos, sino proteger sus intereses. El interés nacional de México (no tengo la menor duda) no descansa en solazarse en un festín antifrancés. Nuestro interés estriba en impedir que se siga gangrenando la relación con Francia. Veamos las cosas con cierta perspectiva. No estoy seguro de que ésta sea la peor etapa de una relación centenaria, pero de lo que estoy seguro es que no habíamos tenido nunca un intercambio tan desagradable de declaraciones y gestos. No habíamos tenido nunca unas opiniones públicas tan contrarias en un lado y otro del Atlántico. México y Francia siempre tuvieron enormes coincidencias, simpatías y hasta prejuicios compartidos: el antiespañolismo en un tiempo y el antinorteamericanismo más recientemente nos hacían coincidir en la playa de las bajas pasiones. La incomprensible actitud de una ministra de Asuntos Exteriores que incendia más que serena, no es más que el reflejo de una grave indisposición presidencial. Nicolas Sarkozy ha actuado en este caso (y en especial con el Año de México en Francia) con una mezcla de arrogancia y agravio. La arrogancia ya la juzgarán sus conciudadanos, nosotros no tenemos por qué fumarnos sus malos humores, pero sí nos toca preguntarnos: ¿cuál es el motivo de un malestar tan profundo que lo llevó a perder los papeles y a desfigurar (con su actitud) la imagen de una institución venerable como la presidencia de la República Francesa? Detrás de su irritación se detecta la sensación de haber sido atrapado en un juego de espejos en el que el inquilino del Elíseo considera que le han tomado el pelo. De cualquier forma, nada justifica el que se eche por la borda una relación tan sentida, profunda y poliédrica.
Es evidente que cuando el furor ha llegado a la cumbre del Estado, intentar retroceder es espinoso. Lo que procede entonces es, con los paños helados de la dignidad institucional, bajar la temperatura y reconocer (sin chovinismos) que el proceso de Florence Cassez tiene algunas inconsistencias. No corresponde al Ejecutivo hacerlo, ese debe ser el papel de la Corte. No es lógico que México ceda ante el chantaje de un gobierno pertinaz y desacreditado, pero enmendar lo enmendable dentro del ámbito soberano lejos de humillar, engrandece. Creo que está en nuestro interés el que se despeje toda duda en el proceso de Florence Cassez. Una reconducción por parte de la Suprema lejos de degradar, permitiría al país ganar estatura moral de cara a la opinión pública francesa, pero de manera todavía más clara frente a la opinión nacional, que es la que más importa. Retomar el caso (que por su importancia ha puesto en gran tensión la relación con Francia) expresaría una voluntad indeclinable por instaurar un genuino Estado de derecho con procedimientos intachables y con fallos inatacables. Olvidemos el alegato de ultramar y pidamos una saludable certidumbre jurídica: no para Florence, para todos.
Encuentro pertinente, si la ventana jurídica existe, que la Suprema Corte atraiga y revise el caso. Insisto, no para inclinar la cabeza ante una retórica desconsiderada y amenazante. No. La Suprema puede demostrar que retomar el caso le da dignidad a una República en la cual los casos se juzgan en la órbita de lo jurídicamente verdadero y no con afanes de ganar el aplauso de las mayorías o claudicar ante potencias extranjeras. La judicatura es la columna vertebral del Estado y su función es dar certidumbre. La certidumbre templa incluso a los más exaltados y como efecto secundario ayudaría a bajar algunos grados a la confrontación, que en estos momentos no es algo desdeñable.
@leonardocurzio
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