El profeta de la crisis
No quisimos escuchar a Daniel Bell y hoy tenemos sus profecías convertidas en realidades
JOSÉ MARÍA CARRASCAL
ABC; 07/02/2011HA muerto Daniel Bell, a los 91 años, uno de los analistas más profundos de nuestra era, con la satisfacción, supongo, de ver cumplidas sus predicciones y la tristeza de contemplar un panorama en ruinas. Sin ser marxista, anunció en su libro The Cultural Contradictions of Capitalism, como éste se iría destruyendo a sí mismo a lomos de un modernismo que no apuesta a lo nuevo, sino a lo sensacional. Algo que le obliga a una danza perpetua de aprendiz de brujo en busca del último grito, lo que le impide realizar «no ya una obra bien hecha, sino la obra más simple —advierte Bell—. Todo es impresión momentánea, que aburre tras perder su novedad. Los valores se pulverizan de la noche a la mañana y una idea es tanto más admirada cuanta mayor carga explosiva contiene. La principal característica del nuevo establishmentes el ansia de repudiar su propia existencia.»
Algo que no ocurre sólo en el arte, sino también en la política y la economía. Hemos visto a capitalistas presumir de socialistas, y a socialistas adoptar el capitalismo. Ya nada es seguro, todo es contingente, mientras se resquebrajan los viejos valores, la moral del trabajo, el esfuerzo, el ahorro, el pago por los excesos cometidos, y se fomenta el hedonismo y la gratificación instantánea. «Con una tarjeta de crédito, invento típico capitalista, todo el mundo puede permitirse lo que quiera cuando se le antoje», es su frase más sonada.
La segunda paradoja del capitalismo actual es que cuanto más crece, más expectativas crea. Su éxito no le afianza, sino, al revés, le debilita. Las masas le piden más servicios públicos, más protección, más socialismo en suma, sin darse cuenta de que están matando la gallina de los huevos de oro. La suma de ambas contradicciones produce una extraña mezcolanza, el Estado-providencia, que carga todas con las responsabilidades en el Estado, por ninguna del individuo. Algo que no puede mantenerse a la larga.
A Bell le preocupa, más que la ideología, la inconsistencia de líderes y ciudadanía. Individuos y clases sociales, naciones y bloques de ellas están tocados por ese desorden, con una bomba de relojería bajo los pies. Frente a ello, no encuentra otro remedio que restaurar la civitas, que define como «la voluntariedad espontánea de obedecer la ley, respetar los derechos de los demás y olvidar la tentación de enriquecerse a costa de los bienes públicos. O sea, restringir los apetitos privados y respeto a la comunidad».
Pero no era optimista: «El agotamiento del modernismo, el fracaso del comunismo, el tedio que produce el ansia sin freno de obtener lo mismo cuanto más se cambia, nos advierte que una época está llegando a su fin».
No le quisimos escuchar, y hoy tenemos sus profecías convertidas en realidades.
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