Magnífico/Por José Iturmendi, decano honorario y director del departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad Complutense
Publicado en ABC, 16/02/11);
A Lorenzo de Médicis lo llamaron magnífico porque unió a su condición de estadista la de poeta, filósofo y mecenas de las artes. Por las mismas razones llamaron magnífico al sultán otomano Solimán, que fue también un poeta notable y fomentó el desarrollo de las ciencias y las artes.
En España, ser magnífico sale más barato, basta con ser rector universitario. Sin embargo, el cargo no hace la virtud, solo la presupone. Desde Aristóteles es magnífico quien es capaz de hacer grandes cosas, y pocas cosas son tan grandes como el conocimiento, que nos rescata de nuestra humilde condición natural y nos eleva a la de seres civilizados. Magnífico fue por ello el mecenas Archer Milton Huntington, que, entre otras muchas hazañas del espíritu, fundó en Broadway la Hispanic Society of America para difundir en Nueva York la cultura española que tanto amaba. En segundas nupcias se casó con la escultora Anna Hyatt, cuyas estatuas y monumentos figurativos recuerdan su nombre en plazas y jardines no solo estadounidenses, sino de otras ciudades del mundo, como Blois o Sevilla. A Anne Hyatt Huntington le gustaban los monumentos ecuestres; uno de ellos, Los portadores de la antorcha, se lo donó a la Ciudad Universitaria de Madrid, y desde el día de San Isidro de 1955 esa alegoría en aluminio de la transmisión del saber a través de las generaciones no solo da esplendor a la plaza de Ramón y Cajal, sino que se ha convertido en emblema de un campus que fue un caso único en el mundo por su concepción unitaria y su diseño específico, pues, además de reunir todas las disciplinas del conocimiento, sus aularios, bibliotecas y laboratorios se integraban entre arboretos y jardines, junto a campos de deporte y fuentes. El locus amoenus, la Universidad-jardín, proyectada en 1928 por Modesto López-Otero en la finca de Moncloa, aspiraba a sosegar el alma y volverla receptiva al hacer, al saber y al hacer saber. La Ciudad Universitaria de Madrid fue motivo de orgullo. Ahora es algo dolorosamente parecido a un basurero (véase el reportaje de ABC del pasado 9 y 10 de febrero).
El monumento de Anne Hyatt Huntington lleva años afeado por las pintadas. En el año 2003, con motivo de las elecciones al Rectorado, todos los candidatos posaron junto al conjunto escultórico, que estaba entonces impoluto. En esa foto también estaba el actual rector, que ahora se va dejando un recinto deteriorado por la suciedad y el abandono. Del mismo modo que la sangre se ve mucho más sobre unos guantes blancos, la suciedad es más patente cuando afecta a ciertos ámbitos que la sociedad inviste de sacralidad: un jardín, un museo, un templo, un campus universitario. Es cierto que la limpieza o el decoro no pertenecen al catálogo de las grandes virtudes, sino de las buenas maneras, pero estas son muy importantes porque preceden a las buenas acciones y conducen a ellas. La limpieza es un signo y un indicio de una gestión plausible, y, sensu contrario, la mugre lo es de la incuria y el descalabro.
En Las Ciudades Invisibles, Italo Calvino refiere una ciudad cuyos habitantes están perpetuamente afanados en erigir andamios, revocar fachadas, levantar cubos y bajar plomadas. Cuando les preguntan por qué la construcción de la ciudad se hace tan larga, responden: «Para que no empiece la destrucción». Interrogados sobre si temen que apenas quitados los andamios la ciudad empiece a resquebrajarse y hacerse pedazos, dicen en voz baja: «No solo la ciudad». Lo que Calvino insinúa es que se empieza por consentir la incuria y se acaba por instaurar la decadencia, la ruina y la barbarie, que es lo contrario de la civilización. La suciedad de la Ciudad Universitaria es un signo de la situación de la Universidad Complutense, que roza la catástrofe económica, la irrelevancia institucional y el abatimiento de profesores, estudiantes y personal de administración y servicios.
Los responsables de este deterioro buscan excusas en la insuficiencia de recursos, pero un reciente informe de la Cámara de Cuentas de la Comunidad de Madrid atribuye sus enormes deudas a una gestión irregular, irresponsable y opaca. Es saludable que la sociedad invierta en sus universidades, pero la sociedad necesita intervenir en ellas: auditarlas, criticarlas, convalidarlas y vigilar el eventual derroche o la malversación. Por eso no rige en el ámbito universitario el lema que Rabelais colocó en el frontispicio de la abadía de Telema: «Haz lo que quieras». Ni el rector ni el gerente pueden hacer lo que quieran, sino lo conveniente. Los académicos hacemos bien en defender la autonomía de la Universidad, pero autonomía sin responsabilidad no es autonomía, es irresponsabilidad. También lo es ignorar el principio de realidad y confiar a un recetario ideológico la solución de los problemas. Ni la experiencia ni el sentido común autorizan a creer que se pueda mejorar el mundo gobernándolo con supersticiones. Quizá no sea un crimen, pero es un error no pequeño y de consecuencias terribles, como no deja de recordarnos la actualidad desde el caso Lysenko en la Unión Soviética, que ha llenado tantas páginas en la historia universal de la estupidez. Contrariamente a la fidelidad a un amigo, que es una virtud, la pueril fidelidad a una ideología sigue siendo el prólogo de algunos desastres.
El monumento de Anne Hyatt Huntington pide a gritos que le laven la cara, y para la comunidad universitaria sería magnífico disfrutar de un campus limpio donde se puedan mantener los ojos y las fosas nasales bien abiertos sin que ni la fealdad ni los hedores nos abatan en la melancolía. Para que un rector merezca el tratamiento de magnífico debería mostrar con hechos que lo es, y no con las palabras intransitivas de los ensueños ideológicos. Por los recursos que la sociedad le ha dado, por su tamaño, por su historia y porque es un valor estratégico del Estado, la Complutense debería tener tanto prestigio como Harvard, Nihon, Humboldt, Sorbona o Cambridge, cuya excelencia no solo pregonan los «rankings», sino que se preanuncia en el magnífico esplendor de sus campus tan limpios.
En España, ser magnífico sale más barato, basta con ser rector universitario. Sin embargo, el cargo no hace la virtud, solo la presupone. Desde Aristóteles es magnífico quien es capaz de hacer grandes cosas, y pocas cosas son tan grandes como el conocimiento, que nos rescata de nuestra humilde condición natural y nos eleva a la de seres civilizados. Magnífico fue por ello el mecenas Archer Milton Huntington, que, entre otras muchas hazañas del espíritu, fundó en Broadway la Hispanic Society of America para difundir en Nueva York la cultura española que tanto amaba. En segundas nupcias se casó con la escultora Anna Hyatt, cuyas estatuas y monumentos figurativos recuerdan su nombre en plazas y jardines no solo estadounidenses, sino de otras ciudades del mundo, como Blois o Sevilla. A Anne Hyatt Huntington le gustaban los monumentos ecuestres; uno de ellos, Los portadores de la antorcha, se lo donó a la Ciudad Universitaria de Madrid, y desde el día de San Isidro de 1955 esa alegoría en aluminio de la transmisión del saber a través de las generaciones no solo da esplendor a la plaza de Ramón y Cajal, sino que se ha convertido en emblema de un campus que fue un caso único en el mundo por su concepción unitaria y su diseño específico, pues, además de reunir todas las disciplinas del conocimiento, sus aularios, bibliotecas y laboratorios se integraban entre arboretos y jardines, junto a campos de deporte y fuentes. El locus amoenus, la Universidad-jardín, proyectada en 1928 por Modesto López-Otero en la finca de Moncloa, aspiraba a sosegar el alma y volverla receptiva al hacer, al saber y al hacer saber. La Ciudad Universitaria de Madrid fue motivo de orgullo. Ahora es algo dolorosamente parecido a un basurero (véase el reportaje de ABC del pasado 9 y 10 de febrero).
El monumento de Anne Hyatt Huntington lleva años afeado por las pintadas. En el año 2003, con motivo de las elecciones al Rectorado, todos los candidatos posaron junto al conjunto escultórico, que estaba entonces impoluto. En esa foto también estaba el actual rector, que ahora se va dejando un recinto deteriorado por la suciedad y el abandono. Del mismo modo que la sangre se ve mucho más sobre unos guantes blancos, la suciedad es más patente cuando afecta a ciertos ámbitos que la sociedad inviste de sacralidad: un jardín, un museo, un templo, un campus universitario. Es cierto que la limpieza o el decoro no pertenecen al catálogo de las grandes virtudes, sino de las buenas maneras, pero estas son muy importantes porque preceden a las buenas acciones y conducen a ellas. La limpieza es un signo y un indicio de una gestión plausible, y, sensu contrario, la mugre lo es de la incuria y el descalabro.
En Las Ciudades Invisibles, Italo Calvino refiere una ciudad cuyos habitantes están perpetuamente afanados en erigir andamios, revocar fachadas, levantar cubos y bajar plomadas. Cuando les preguntan por qué la construcción de la ciudad se hace tan larga, responden: «Para que no empiece la destrucción». Interrogados sobre si temen que apenas quitados los andamios la ciudad empiece a resquebrajarse y hacerse pedazos, dicen en voz baja: «No solo la ciudad». Lo que Calvino insinúa es que se empieza por consentir la incuria y se acaba por instaurar la decadencia, la ruina y la barbarie, que es lo contrario de la civilización. La suciedad de la Ciudad Universitaria es un signo de la situación de la Universidad Complutense, que roza la catástrofe económica, la irrelevancia institucional y el abatimiento de profesores, estudiantes y personal de administración y servicios.
Los responsables de este deterioro buscan excusas en la insuficiencia de recursos, pero un reciente informe de la Cámara de Cuentas de la Comunidad de Madrid atribuye sus enormes deudas a una gestión irregular, irresponsable y opaca. Es saludable que la sociedad invierta en sus universidades, pero la sociedad necesita intervenir en ellas: auditarlas, criticarlas, convalidarlas y vigilar el eventual derroche o la malversación. Por eso no rige en el ámbito universitario el lema que Rabelais colocó en el frontispicio de la abadía de Telema: «Haz lo que quieras». Ni el rector ni el gerente pueden hacer lo que quieran, sino lo conveniente. Los académicos hacemos bien en defender la autonomía de la Universidad, pero autonomía sin responsabilidad no es autonomía, es irresponsabilidad. También lo es ignorar el principio de realidad y confiar a un recetario ideológico la solución de los problemas. Ni la experiencia ni el sentido común autorizan a creer que se pueda mejorar el mundo gobernándolo con supersticiones. Quizá no sea un crimen, pero es un error no pequeño y de consecuencias terribles, como no deja de recordarnos la actualidad desde el caso Lysenko en la Unión Soviética, que ha llenado tantas páginas en la historia universal de la estupidez. Contrariamente a la fidelidad a un amigo, que es una virtud, la pueril fidelidad a una ideología sigue siendo el prólogo de algunos desastres.
El monumento de Anne Hyatt Huntington pide a gritos que le laven la cara, y para la comunidad universitaria sería magnífico disfrutar de un campus limpio donde se puedan mantener los ojos y las fosas nasales bien abiertos sin que ni la fealdad ni los hedores nos abatan en la melancolía. Para que un rector merezca el tratamiento de magnífico debería mostrar con hechos que lo es, y no con las palabras intransitivas de los ensueños ideológicos. Por los recursos que la sociedad le ha dado, por su tamaño, por su historia y porque es un valor estratégico del Estado, la Complutense debería tener tanto prestigio como Harvard, Nihon, Humboldt, Sorbona o Cambridge, cuya excelencia no solo pregonan los «rankings», sino que se preanuncia en el magnífico esplendor de sus campus tan limpios.
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