Elogio
de Nelson Mandela/ Mario Vargas LLosa
Nelson
Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos, agoniza en un
hospital de Pretoria y es probable que cuando se publique este artículo ya haya
fallecido, pocas semanas antes de cumplir 95 años y reverenciado en el mundo
entero. Por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que lluevan
sobre su tumba serán justos, pues el estadista sudafricano transformó la
historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su
inteligencia, destreza, honestidad y valentía, que en el campo de la política a
veces los milagros son posibles.
Todo
aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en
la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964, a cumplir
una pena de trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones en que el régimen
del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla rodeada de
remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan
minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un
potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada
seis meses y el derecho de recibir y escribir sólo dos cartas por año, en las
que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese
aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los
veintisiete que pasó Mandela en Robben Island.