Los problemas sin resolver de
Francia/Jean-Marie Colombani, periodista y escritor, fue director de Le Monde.
Traducción de José Luis Sánchez
El País | 30 de enero de 2015
Una vez pasada la trágica
conmoción de los días 7, 8 y 9 de enero y la formidable reacción de los cuatro
millones de manifestantes del 11 de enero, se diría que Francia ha entrado en
una tercera fase, la de deconstrucción de ese momento excepcional, simbolizado
por un título del diario Libération: Somos un pueblo.Pero el pueblo en cuestión
está amenazado por unas divisiones que, claro está, no han desaparecido. Es
como si la sociedad francesa estuviera en la cuerda floja. O bien vuelve a ser
consciente de sí misma, del origen de su unidad y de su fuerza, y supera el
obstáculo; o deja que se desplieguen las fuerzas destructivas. En el corazón
del problema, en el centro del debate, se encuentra por supuesto el lugar del
islam en nuestras sociedades occidentales.
En la fase actual, Francia
está redescubriendo todos sus problemas sin resolver; como en un juego de
muñecas rusas, detrás de cada cuestión que se plantea, surge otra nueva. Una
tras otra, han pasado revista a las discriminaciones, las segregaciones étnicas,
la guetización de ciertos barrios y ciudades dormitorio. Inapropiadamente
calificadas por el primer ministro, Manuel Valls, como apartheid, término que
designa un racismo de Estado y no da cuenta de la realidad. Los poderes
públicos van a esforzarse en responder a estas cuestiones con nuevos planes de
renovación de los barrios sensibles, de lucha contra las desigualdades y, sobre
todo, con un esfuerzo pedagógico en la escuela para volver a enseñar una moral
laica a la que sería bueno añadir la enseñanza de los hechos religiosos, de
modo que unos y otros puedan reconocerse.
Este enfoque presenta dos
dificultades. La primera obedece al hecho de que Francia nunca ha puesto los
medios para luchar contra las discriminaciones. Y esto no va a cambiar, pues los
Gobiernos, incluido el de Manuel Valls, son hostiles a las políticas de
affirmative action, que puede traducirse por “discriminación positiva”, porque
las consideran como un estímulo al comunitarismo en un momento en que se
pretende hacer de la laicidad una muralla. La segunda dificultad obedece a la
tasa de fracaso escolar. Tal vez el problema no esté tanto en el contenido de
las enseñanzas como en el número de niños en situación de fracaso escolar
(alrededor de 100.000 al año).
No obstante, este enfoque
tiene la virtud de reactivar un esfuerzo necesario contra la realidad de la
guetización. En principio, pase lo que pase, el que se haga un esfuerzo es una
buena cosa, incluso una necesidad. Pero no olvidemos que los dos asesinos de
Charlie Hebdo habían crecido en un departamento del centro de Francia de lo más
tranquilo y apacible. ¡Cuidado con ceder a la cultura de la excusa! No todos
los jóvenes en dificultades procedentes de ciudades pobres o de familias
desestructuradas se convierten en terroristas. Lo fácil es considerar una
ecuación simple que tiene su parte de verdad: el fanatismo nace del
resentimiento, social, cultural o del orden que se quiera. Los supervivientes
de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial tenían todas las
razones para estar poseídos por un poderoso resentimiento. Sus hijos no se
convirtieron en terroristas. De hecho, lo que ocurrió fue lo contrario:
nuestros compatriotas de confesión judía, sobre todo tras la matanza del
supermercado kósher de Vincennes, se sienten cada vez más inseguros y tentados
por la partida. No por ellos mismos, sino por sus hijos, y esto en un país como
Francia, en el que se supone que las instituciones y el régimen laico
garantizan la libertad de culto.
Del mismo modo, la sospecha
que se cierne sobre el conjunto de los musulmanes no solo es inicua; si
siguiera desarrollándose —los actos islamófobos se han multiplicado— sería una
formidable arma para quienes pretendan reclutar más yihadistas. Desde este
punto de vista, el reflejo de los Gobiernos —François Hollande y Barack Obama
utilizan los mismos términos— consiste en exonerar al islam como tal. Para el
presidente francés, el terrorismo “no es el islam”. Sería más exacto decir: “no
es el islam de nuestros compatriotas musulmanes”. Pues es a partir de las
derivas sectarias del islam como se reclutan los yihadistas. Por eso un
reputado teólogo musulmán, Ghaleb Bencheikh, aboga por una reflexión crítica en
el seno del islam para que este entronque con una tradición olvidada: la del
humanismo musulmán. El objetivo de la aplastante mayoría de los franceses de
confesión musulmana es integrarse en la sociedad francesa y tomar parte en la
igualdad de oportunidades.
Pero estos debates no
deberían hacernos olvidar que la cuestión del terrorismo es ante todo una
guerra iniciada ayer por Al Qaeda y, hoy, orientada por el Estado Islámico
hacia el frente de la lucha que separa a los chiitas y a los sunitas. En su
discurso sobre el estado de la Unión, Barack Obama dijo confiar en la capacidad
de Estados Unidos y sus aliados para reducir la amenaza y, al mismo tiempo, ser
consciente de que se trata de una guerra de larga duración. “Destruir al Estado
Islámico llevará tiempo”, afirmó. Durante ese lapso de tiempo indeterminado,
nuestros países tienen que dotarse de los medios para hacer frente a los
cientos de jóvenes y no tan jóvenes susceptibles de ser utilizados por los
estrategas de Daesh, guiados, como los fascistas en su día, por una ideología
de la muerte.
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