“Trump es la más pura expresión de esta tendencia a la degradación de nuestra vida pública. ¿Qué hace para robar protagonismo en los debates públicos y en las entrevistas? Ofrece una mezcla de vulgaridades políticamente incorrectas: navajazos racistas contra los inmigrantes mexicanos, sospechas sobre el lugar de nacimiento de Obama y su licenciatura universitaria, ataques de mal gusto a las mujeres, agravios a héroes de guerra como John McCain…“
Insoportable
levedad de la vulgaridad/Slavoj Zizek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities (Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Su última obra es Menos que nada. Hegel y la sombra del materialismo dialéctico (Akal).
El
Mundo | 5 de marzo de 2016
Hace
un par de meses, Donald Trump fue comparado, de manera poco agradable, con un
hombre que defeca ruidosamente en la esquina de una sala en la que tiene lugar
una recepción… ¿Hay algún candidato republicano a la Presidencia de EEUU mejor?
Probablemente todos recordamos la escena de El fantasma de la libertad, de
Buñuel, en la que varios comensales se sientan en sus inodoros alrededor de la
mesa, en una grata conversación, y, cuando quieren comer, preguntan
discretamente al ama de llaves «¿dónde está ese lugar, ya sabe usted?», y se
escabullen sigilosamente a una pequeña habitación en la parte de atrás.
¿No
han sido los debates entre los candidatos republicanos, por estirar la
metáfora, como esa reunión de la película de Buñuel? ¿Y acaso no puede
predicarse esto mismo de muchos dirigentes políticos de todo el mundo? ¿Es que
no estaba Erdogan defecando en público cuando, en un reciente arrebato
paranoico, descalificó por «traidores» y «agentes extranjeros» a los críticos
de su política sobre los kurdos? ¿Es que no estaba Putin defecando en público
cuando amenazó con la castración médica a un crítico de su política sobre
Chechenia? ¿Es que no estaba Sarkozy defecando en público cuando, allá por el
2008, le espetó a un agricultor que se negó a estrechar su mano «¡piérdete,
maldito imbécil!».
Y
la lista continúa. En un discurso ante el Congreso Mundial Sionista celebrado
en Jerusalén en 2015, el primer ministro Netanyahu dio a entender que Hitler
sólo había pretendido expulsar a los judíos de Alemania, no exterminarlos, y
que, más bien, había sido el palestino Haj Amin Al Husseini, el Gran Muftí de
Jerusalén, quien, de algún modo, convenció a Hitler de que, en vez de eso, los
matara. Inmediatamente, muchos de los investigadores del Holocausto pusieron de
relieve que la conversación entre Al Husseini y Hitler no puede verificarse y
que los asesinatos masivos de judíos europeos a manos de los matarifes de las
SS ya estaban en marcha con carácter generalizado cuando los dos hombres se
encontraron. Declaraciones como las de Netanyahu son una clara señal de la
degradación de la esfera pública. Acusaciones e ideas que hasta ahora estaban
confinadas al inframundo de la obscenidad racista están ganando presencia en el
discurso oficial.
Estamos
ante el problema de lo que Hegel llamó sittlichkeit [moralidad]: las
costumbres, el denso sustrato de normas no escritas de la vida social, la
sustancia ética maciza e impenetrable que nos dice lo que podemos y lo que no
podemos hacer. Estas reglas se están desintegrando: lo que hace un par de
décadas era simplemente impronunciable en un debate público se puede expresar
ahora con impunidad. Puede parecer que esta desintegración se contrarresta con
la expansión de la corrección política, que prescribe exactamente lo que no puede
decirse; sin embargo, una observación más atenta deja inmediatamente claro que
las normas de lo políticamente correcto participan de ese mismo proceso de
desintegración de la sustancia ética.
Para
probarlo, basta recordar el punto muerto de la corrección política: la
necesidad de ésta surge cuando las costumbres no escritas ya no son capaces de
regular eficazmente las interacciones cotidianas; en lugar de hábitos
espontáneos practicados de manera no reflexiva, aplicamos reglas explícitas
(negro se transforma en afroamericano, gordo se transforma en persona con
sobrepeso, tortura se convierte en técnica mejorada de interrogatorio, y, por
qué no, violación podría transformarse en técnica mejorada de seducción). El
punto clave está en que la tortura, esto es, la violencia brutal practicada por
el Estado, se volvió públicamente aceptable en el momento mismo en que el
lenguaje público se volvió políticamente correcto con el fin de proteger a las
víctimas de la violencia simbólica. Estos dos fenómenos son las dos caras de
una misma moneda.
Podemos
apreciar un fenómeno similar en otros ámbitos de la vida pública. Cuando se
anunció que en el sudoeste de EEUU iban a tener lugar de julio a septiembre de
2015 unos grandes ejercicios militares, los Jade Helm 15, hubo de inmediato
sospechas de que las maniobras formaban parte de un plan federal para declarar
la ley marcial en Texas, una infracción directa de la Constitución. Nos
encontramos participando en una gran paranoia conspiratoria. El más disparatado
de todos, el sitio web All News Pipeline, vinculó estos ejercicios al cierre de
varios grandes almacenes de Walmart en Texas: «¿Se utilizarán dentro de poco
estos enormes almacenes como centros de distribución de alimentos y para
albergar el cuartel general de tropas invasoras de China, y a continuación para
desarmar a los norteamericanos, uno a uno, antes de que Obama abandone la Casa
Blanca, como prometió Michelle a los chinos?». Lo que hace que este asunto
resulte inquietante es la reacción ambigua de los dirigentes republicanos de
Texas: el gobernador ordenó a la Guardia Estatal que supervisara los ejercicios
militares y el senador Ted Cruz exigió detalles al Pentágono.
Trump
es la más pura expresión de esta tendencia a la degradación de nuestra vida
pública. ¿Qué hace para robar protagonismo en los debates públicos y en las
entrevistas? Ofrece una mezcla de vulgaridades políticamente incorrectas:
navajazos racistas contra los inmigrantes mexicanos, sospechas sobre el lugar
de nacimiento de Obama y su licenciatura universitaria, ataques de mal gusto a
las mujeres, agravios a héroes de guerra como John McCain… Se supone que todas
estas ocurrencias de mal gusto ponen de manifiesto que a Trump le traen sin
cuidado los modales impostados y que expresan sin rodeos lo que él (y mucha
gente corriente como él) piensa. En resumen, Trump deja claro que, a pesar de
su inmensa riqueza, es un tipo vulgar y común, como cualquier persona
corriente.
Sin
embargo, estas vulgaridades no nos deberían engañar: Trump no es un peligroso
antisistema. En todo caso, su programa es incluso relativamente moderado
(reconoce muchos logros de los Demócratas, su postura ante los matrimonios
homosexuales es ambiguo,…). La función de sus provocaciones y arranques de
vulgaridad es precisamente enmascarar lo normal y corriente que es su programa.
Su verdadero secreto es que si, por un milagro, ganara la Presidencia, nada
cambiaría, en contraste con lo que ocurriría con una hipotética victoria de
Bernie Sanders, el demócrata de izquierdas, cuya ventaja clave sobre la
izquierda liberal académica, políticamente correcta, es que él entiende y
respeta los problemas y los temores de los trabajadores y los agricultores
comunes y corrientes. El duelo electoral realmente interesante sería entre
Trump como candidato republicano y Sanders como candidato demócrata.
Ahora
bien, ¿por qué hablar de buena educación y modales públicos cuando hay
problemas reales mucho más apremiantes? Pues porque los modales sí que
importan; en situaciones de tensión, son una cuestión de vida o muerte, una
fina línea que separa la barbarie de la civilización. Hay un hecho sorprendente
en torno a las últimas explosiones de vulgaridades públicas que merece ser
señalado. En los años 60, algunas vulgaridades ocasionales se asociaban a la
izquierda política: estudiantes revolucionarios recurrían con frecuencia a un
lenguaje ordinario para subrayar su contraste con la política oficial, con su
refinada jerga. En la actualidad, el lenguaje vulgar es una prerrogativa casi
exclusiva de la derecha radical, por lo que la izquierda se encuentra en la
posición sorprendente de defender el decoro y las buenas costumbres públicas.
Es
por eso por lo que la moderada derecha republicana racional se encuentra presa
del pánico: ante el ocaso de la estrella de Jeb Bush, busca desesperadamente
una nueva cara, jugando incluso con la idea de movilizar a Bloomberg. En este
punto, lo que hay que hacer es plantearse una cuestión más básica: el verdadero
problema reside en la debilidad de la posición moderada racional en sí misma.
El hecho de que la mayoría no pueda ser convencida por el discurso capitalista
racional y esté mucho más inclinada a apoyar una postura populista y
anti-elitista no tiene que descontarse como un caso de primitivismo de clase
baja: los populistas detectan correctamente la irracionalidad de este enfoque
racional; está plenamente justificado que su rabia se dirija a instituciones
sin rostro que regulan sus vidas de una manera nada transparente.
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