Ignacio Rupérez, fallecido el 25 de diciembre de 2015, a los 72 años en Madrid tras una "larga enfermedad", han informado a Efe fuentes familiares.
Rúperez murió el jueves por la noche en un hospital de Madrid a consecuencia de una enfermedad que le aquejaba desde hace tiempo, han relatado las mismas fuentes.En 2003 fue nombrado vicepresidente del Comité Hispano-Americano, cargo que ocupaba cuando el 3 de junio de 2005 fue designado embajador en Irak, el primero en el país en 14 años, aunque no pudo incorporarse a su destino hasta diciembre de ese año.Se encargó de la reapertura de la Embajada española, cerrada desde 1991 cuando se produjo la primera guerra del Golfo, y de restablecer las relaciones diplomáticas entre ambos países.
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Hijos de una guerra sin batallas/ Gregorio Morán
Rúperez murió el jueves por la noche en un hospital de Madrid a consecuencia de una enfermedad que le aquejaba desde hace tiempo, han relatado las mismas fuentes.En 2003 fue nombrado vicepresidente del Comité Hispano-Americano, cargo que ocupaba cuando el 3 de junio de 2005 fue designado embajador en Irak, el primero en el país en 14 años, aunque no pudo incorporarse a su destino hasta diciembre de ese año.Se encargó de la reapertura de la Embajada española, cerrada desde 1991 cuando se produjo la primera guerra del Golfo, y de restablecer las relaciones diplomáticas entre ambos países.
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Hijos de una guerra sin batallas/
La
Vanguardia |1 de enero de 2016
Murió,
aseguran, el día de Nochebuena. Tenía 72 años, y si este país nuestro
concediera medallas a quien las merece y no a quien las mendiga, Ignacio
Rupérez las hubiera tenido todas, incluida la más difícil de obtener, aquella
que se debe conceder a quien fue una persona íntegra, un diplomático impecable
y un caballero con el que se podía pasar una tarde entera, llegar a la noche,
fumarse interminables tabacos e ir desgranando historias de otro tiempo, de
cuando las cosas no se escribían, porque estaba prohibido. De la carrera
diplomática, donde la desproporción entre talento y soberbia resulta desmedida
en detrimento de la inteligencia, salvo a muy pocos. Inolvidable Julián Ayesta,
autor de Helena o el mar del verano, al que escuché algunas de sus historias
diplomáticas, ya en el ocaso de su vida, en Somió (Gijón). Y el muy distinto
Ignacio Rupérez.