Todas las estaciones tienen sala de espera y, nada más por no perder la costumbre, les dejo aquí mi reputación semanal.
SALA DE ESPERA
ALGO PERSONAL/Gerardo Galarza, tomado de Facebook.
No, no, me chingué la rodilla.
Dejé el futbol por exigencias del periodismo y de una (mi) mujer. Apenas tenía 24 años. Jugaba entonces en La Plaga, saque usted sus propias cuentas, equipo al que fui transferido por el grandioso Hollywood, en el que como su nombre lo informa jugábamos puras estrellas, a donde había llegado del Nacional de San José Viborillas, luego de una exitosa campaña como goleador. Ignoro si todavía existe mi última cancha de batallas en San José Agua Azul, en Apaseo en Grande, Guanajuato. Ahí me retiré sin despedida alguna.
Seis años después, don Julio Scherer García decidió que este escribidor debería de ser el jugador número 23 (entonces la FIFA sólo registrada a 22 jugadores) de la selección mexicana que participaría en el Mundial de 1986. Como tal, debía “concentrarme” en el Centro de Capacitación, cerquitita del Estadio Azteca, como cualquier otro seleccionado.
El señor Scherer estuvo dispuesto a pagar mi estancia y mis gastos en esa aventura. Por supuesto que la orden de trabajo (asignación, le llaman ahora, o algo así, para que supongo no suene a imposición) era que ahí viviera y que incluso entrenara con los otros jugadores, bajo el mandato del técnico nacional, Bora Milutinovic. La idea era contar la historia de un “seleccionado”. El escribidor soñó --ni modo, tiene que contarlo-- con ganarse un lugar para jugar en ese Mundial.
Gran idea periodística. Hice e hicieron todos los trámites posibles. Don Julio habló con quien tenía que hablar, el escribidor también, pero la Federación Mexicana de Futbol, entonces encabezada por el doctor Rafael del Castillo, el técnico Bora y los vigilantes del Centro de Capacitación dijeron: ¡Ni madres! Y me prohibieron la entrada.
La orden se mantuvo. Las dos. Y ahí me tienen todos los días a las siete de la mañana llegando al Centro de Capacitación, dejado ahí por la fiel Sonia y nuestra pequeña y entonces única hija Claudia.
Los vigilantes tenían órdenes de no dejarme entrar. Bora gritaba medio en serbio: “¡Fuera!”, cuando lograba colarme. No supo que tuve cómplices: algunos jugadores a los que debo pacto de anonimato y, sobre todo, Miguel Gato Marín, entrenador de los porteros, y Héctor Sanabria, quien había sido defensa central de mis Pumas. “No te preocupes. No les hagas caso a esos cabrones”, me decía el llamado El Suavecito. “Nada más no te pongas bronco. No pasa nada. Ni cuenta se darán” y el gran Supermán guiñaba uno de sus ojos de acero. No dudo que hablaron con los vigilantes, quien se hacían tontos cuando entraba “clandestinamente”. Esto aquí se cuenta como un pobre homenaje a ambos, ya muertos, y que seguramente gozarán de la gloria de Dios, a quien según todas las evidencias terrenas le encanta el futbol.
De esos tiempos quedan algunas entrevistas con jugadores, con sus familias, con sus esposas. Alguna crónica por ahí. Lejos de la expectativa. Pese a todo, ni la FMF ni la FIFA vetaron al escribidor (es probable que ni se acordaran de él) y pudo cubrir el Mundial, junto con Paco Ponce, esa leyenda del periodismo deportivo mexicano.
Nunca, se comprenderá, entrené con los seleccionados. Tampoco viví con ellos. Acaso conviví con algunos. Vamos, ni siquiera conservo una playera de ese entonces. Pero, sin que nadie lo supiera ni me consolara, la tarde del 21 de junio de ese año (exactamente 16 años después de que Brasil se coronara como tricampeón mundial en 1970), lloré en silencio la derrota en penaltis, frente Alemania en cuartos de final en Monterrey.
Por eso, la victoria 1-0 de México ante Alemania, el pasado domingo 17 de junio en el Mundial de Rusia; la mayor, a juicio del escribidor, en la historia de cualquier equipo mexicano en mundiales de futbol, fue una especie de revancha personal. Más cuando, hay que escribirlo, Alemania reapareció en un Mundial como campeón. Nada más.
Mejor: la victoria fue obtenida por un equipo menospreciado, insultado, humillado por cronistas y periodistas (para vergüenza del oficio), de la historia del futbol nacional, por culpa de un director técnico diferente, empecinado con sus creencias, líder --hoy se sabe-- de un grupo de futbolistas a los que les hizo creer en sí mismos.
Ya lo ha dicho por ahí: el escribidor conoció a Juan Carlos Osorio en los pasillo de Excélsior, en Bucareli y Reforma, recién llegado a México. Hombre modesto, en pocos minutos mostró sus conocimientos, su inteligencia y prometió su trabajo. “Haré lo mejor”, dijo. Ya lo hizo. Logró contagiar a sus jugadores, quienes soportaron sus rotaciones, y sobre todo a sus críticos amargos.
El escribidor se va a quedar con la imagen del profe Osorio sentado en el banquillo, impasible, cuando todo su equipo celebraba el gol de Irving Chucky Lozano ante los alemanes. Fue una revancha personal.
Luego al final de partido, el discreto colombiano hubo de celebrar feliz, como debe de ser. Y hubo algunos merolicos, disfrazados de cronistas y analistas, sin vergüenza todos, quienes dijeron perdonar la gestión profe Osorio como seleccionador nacional mexicano, la mayor exitosa de todos los tiempos. El perdón debería ser otorgado por el técnico colombiano y el escribidor está seguro de que lo haría si se lo hubieran pedido.
Luego vino el triunfo frente a Corea del Sur. Dos victorias que a otros países les han dado la clasificación a la siguiente ronda y que al equipo del profe Osorio sólo lo ponen a decidir, en su último partido, su futuro en el Mundial de 2018. Sabe el escribidor que el equipo mexicano saldrá, como siempre, a partírsela. No hay duda.
Ya lo dijo don Javier Chicharito Hernández, hijo de Javier Chícharo Hernández, seleccionado mexicano en 1986, que no pisó la cancha mundialista, y nieto de Tomás Balcázar, quien portó la casaca nacional en el Mundial de 1954: “Imaginemos cosas chingonas”. Sí, él, sus compañeros y su director técnico las imaginaron y ya llevan dos, suficientes para tapar bocas, que se abrirán nuevamente si no consiguen la clasificación.
Ellos lo saben, como el escribidor sabe que nunca se chingó la rodilla, y que aquella mujer y aquél oficio han sido más y mejor que cualquier trofeo.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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